Somos grandes,
hermosas, decididas. No tenemos prejuicios, pero sí orgullo. Estamos seguras de
lo que deseamos y queremos. No nos importa el tamaño, porque todo es relativo.
Nuestra presencia confunde. No miramos desde abajo sino desde arriba, por eso
nos consideramos diosas de otro mundo, sin nada que perder por darlo todo.
¿Medidas? A
quién le importa. Nunca me he pesado ni tampoco medido. Lo único que vale es lo
que vemos en el espejo cada mañana. El brillo de los ojos, las curvas en las
caderas, los pechos voluptuosos.
Yo formo parte
de una casta diferente, mujeres sin complejos que no buscan nada pero que hacen
lo que les apetece. Mujeres diez con medidas imposibles, portadoras de tallas
especiales XXL, que no entran dentro del prototipo que nos venden en la televisión y revistas de
moda.
Somos una
patrulla interesante, atractivas, rubias, morenas o castañas. Nuestro trabajo
es libre y nuestro jefe nos lo permite todo, dentro de ciertos límites.
Nuestros
clientes no nos reconocen pero nos buscan. A estas alturas ya sabrán a que me
dedico. Soy especial, mi precio es muy alto y vale la pena.
Llevo cuatro
años dedicada a esto y todo fue por casualidad.
Nací en
Noviembre de un año muy lluvioso. No me esperaban hasta un mes más tarde, pero
tenía prisa por salir. Los dolores fueron insoportables, aunque mi madre ya
había parido cinco veces e intentó
tenerme de forma natural, sin anestesia ni nada que le impidiera sentirme, tuvo
que ser sedada. Me contaba que los médicos estaban escuchando un partido de
fútbol por la radio y que no le hicieron mucho caso, hasta que un grito suyo
hizo estallar las bombillas de la sala e incluso la luz se fue durante unos
segundos.
Corrieron a ver
que pasaba y ante el asombro de ver que , aunque estaba lo suficientemente
dilatada, yo no podía salir, optaron por hacer la cesárea.
Cuando mi madre
me vio, no pudo creer que ella y su marido hubieran engendrado a semejante
criatura. Diez kilos de peso, una bola de carne sonrosada que demandó comida
desde el primer momento.
Vinieron
incluso del periódico del pueblo, porque nunca había pasado nada
semejante. Todavía conservo el recorte
con la foto.
Mis padres me
contaban que fue todo muy bonito, porque el Ayuntamiento y los vecinos les
hicieron muchos regalos. El pueblo era pequeño y un niño era siempre bien
recibido, pero si atraía a los medios de comunicación, aún más.
Como era la más
pequeña, fui una niña mimada durante los primeros tres años. Siempre tenía que
llevar ropa tres o cuatro tallas más grande, y mis hermanos me defendían
de las burlas de sus amigos, de las que me enteré hasta cuando fui
por primera vez a clase a los cuatro años.
Aun éramos
bebés, pero las personas que son crueles, lo suelen ser desde pequeñas, aunque
algunos cambian cuando crecen y conocen. Otros, sin embargo, no evolucionan y
siguen mirando a otro lado, pero
pagando por mis servicios. Estos nunca
serán mis amigos, pero algunos son clientes y eso me ha convertido en
confidente.
A los diez años
tuve mi primer novio, yo pesaba 75 kilos y él me llegaba por el hombro. Era
nuevo en el pueblo y siempre iba vestido con pajarita. Sus ojos me engancharon
desde el primer momento, eran de un negro profundo. De mí le gustó mi
desparpajo y mi boca, decía que era como besar un melocotón suave y
sonrosado. El amor fue muy inocente con
algún beso a escondidas. Sólo hablábamos de nuestros deseos y de nuestros
padres, que no conocían nuestra amistad porque no se lo hubieran tomado
demasiado bien. Los míos, siempre pensaban en el daño que me podían hacer; los
suyos, en los ridículos que debíamos parecer.
Esta amistad
duró cuatro años y se rompió el día que supe que iba a presentarles la primera
novia; ¿novia?- pensé- ¿no era yo acaso la novia?, me enfadé tanto que estuve sin
hablarle dos meses. Él intentó contactar conmigo pero yo le rehuía.
Un día me mandó una nota y opté por ir, tan sólo para
cantarle cuatro verdades, en el olivar que había a las afueras del pueblo, cerca de la Fuente de Los Ángeles. Él tan sólo se excusaba, me decía que me
quería y que me necesitaba, pero que no soportaba las burlas, y que sus
padres no habían parado de presionarle para que saliera con la hija de unos
amigos.
Por aquella
época yo tenía un pelo rojizo y ondulado, precioso, que aún conservo, y unos
ojos azules que tirarían a cualquiera. Pero mi cuerpo no me acompañaba y la
ropa que mi madre me compraba no me ayudaba. Sin embargo, a él le gustaba. Me
besó como nunca lo había hecho, sus manos me acariciaron y tuve mi primera
relación sexual. Éramos dos adolescentes, él confuso pero yo decidida. Después
de aquel encuentro hubo muchos más, siempre a escondidas y sin que nadie
pudiera sospechar de nuestra relación. Me decía que estar conmigo era como
estar con una diosa, que siempre le sabía a poco y que cuando estaba con su
novia le parecía que era una muñeca de papel, sin nada que abrazar, sin recodos
suaves que descubrir.
Fui consciente
de mi poder desde entonces. Era una adolescente objeto de deseo y eso me
gustaba.
Tenía 16 años y
fue la primera vez que me amaron y que yo amé mi cuerpo. Lo veía hermoso,
delicado, sensible y fuerte. No quería seguir escondiéndome dentro de ropa
diseñada para chicos que ocultaba mis formas. ¡Por Dios!, si tan siquiera se
notaba el pecho y eso que tenía una noventa y cinco.
Convencí a mis padres y fuimos a la capital. Era la primera vez que iba de compras y que me
dejaban decidir. Mi madre se llevó un fajo de billetes que guardaba entre la
ropa interior para situaciones de emergencia y yo era una de ellas.
Papá no estaba
de acuerdo, pero se resignó. El día fue inolvidable, recorrimos tiendas y
comimos en un restaurante a la carta.
Dejé atrás la
ropa oscura que me había caracterizado y opté por los colores vivos, como el
verde o el rojo.
Encontramos
vestidos que se ajustaban a mi cuerpo como una segunda piel. Fuimos a
establecimientos de tallas especiales, donde me asesoraron para mejorar mi
imagen.
Entre aquellas
mujeres de curvas pronunciadas me encontraba feliz. Eran como yo y junto a ellas no
me sentía extraña, todo era familiar.
Los espejos me
empequeñecían; me veía reducida al lado de aquellos cuerpos que ganaban en
voluptuosidad. Mi madre, de estatura mediana y complexión delgada, desapareció
en la tienda, sentada en una silla de cuero rojo, mientras yo reía y consultaba
a mis nuevas amigas. Ella supo enseguida que yo no era su hija. Sí, quizás me
hubiera parido, pero no era suya, ni de mi padre, ni de mis hermanos. Era un
ser venido de algún lugar que, por casualidad, había caída en su familia, como
una lotería que le había tocado, el gordo, precisamente….pero era feliz,
dichosa al verme tan desenvuelta, sin complejos. No, no era una persona
enferma, era diferente. Era especial.
Ella supo, desde ese momento, que hiciera lo que hiciera,
triunfaría. Yo la observaba, de vez en cuando, entre probador y probador, y
veía su amor, su tranquilidad. Ya no tendría que luchar más por mí, ni
preocuparse. No era yo la que no encajaba, eran ellos, el resto, los que no
encajaban en mí. Y por eso la quise y la seguiré queriendo.
Volvimos al
pueblo con vestuario nuevo y deseando exhibirlo todo. Estaba tan
nerviosa, que no pude dormir en dos noches, a pesar de las tilas que mi madre
me preparaba. Soñaba con todos los colores
que ahora formaban mi ropero: rojo, verde, azul y blanco. Anhelaba estrenar los
tacones de charol el primer día de Semana Santa. Cuando todo el mundo hubiera
salido de misa, yo me pasearía delante de ellos, con mi melena al viento y mis
carnes rosadas, sin esconder nada, con el vestido de encaje nuevo con escote.
Entonces él me vería y, quizás, añoraría lo que ha perdido.
No me resultó
fácil esperar tres semanas antes de poder ponerme mi primera ropa nueva. Mi
madre, conservadora hasta la saciedad, no consideraba oportuno que la estrenara
antes de las fiestas. Así que tuve que conformarme con los pantalones anchos y
polos masculinos talla especial. Durante ese tiempo sólo me quedaba soñar
despierta con todas las admiraciones que iba a provocar. Cuando veía pasar a mi
amor, lo añoraba. Él me miraba con ojos tiernos, mientras sus manos iban de la
mano de su novia. Sé que me quería, pero no lo suficiente para enfrentarse a
lo que pensaran sus padres.
Por fin llegó
el día señalado, un domingo de Abril, domingo de Ramos. Me levanté temprano,
todavía no había amanecido y mi familia dormía. Limpié los platos del día
anterior, puse la lavadora y la colgué, después me duché e hice café. Cuando mi
madre se levantó, me descubrió en la cocina, leyendo mi novela favorita, con
olor a tostadas y mermelada.
--Sí que estas nerviosa-exclamó-,¡si sólo es ropa!
Yo sonreí, estaba demasiado contenta para enfadarme.
Las dos charlamos animadamente, mientras tomábamos café y hacíamos tiempo para
mi transformación.
Ya sabía que
vestido elegiría para ese primer día, el azul con escote en v. Quería dejarlos
impresionados. Me perfumé el cabello, por primera vez, y me puse tacones de
cinco centímetros. Cuando mi padre me vio sólo exclamó; ¡imponente! Y así es
como yo también me veía.
Nunca había ido
a misa. Mi madre era religiosa, pero mi padre era ateo, y nunca nos obligaron a
seguir ninguna creencia, aunque siempre me habían hecho rezar
antes de acostarme. Sin embargo, ese día, había decidido ir, porque la mayor
parte del pueblo estaría allí, y también mi amor. Quería que me viera entrar,
esperaría a que la misa hubiera empezado. Quería que las puertas chirriaran al
abrirlas, que mi taconeo se oyera en todo el edificio y que todos se volvieran
a mirarme. Quería que cuchichearan mientras me pavoneaba entre los pasillos,
buscando algún hueco en el que sentarme.
Quería sentirme admirada y llamar la atención, pero no
esperaba hacerlo tanto como lo hice. Nada salió como yo pensaba. Para empezar,
porque mi amor no estaba, se había marchado con su familia a visitar a un familiar
enfermo. En la Iglesia sólo había unas veinte personas, todas vestidas
estrictamente de negro, que acompañaban a una mujer enjuta que sollozaba sin
parar. Era un funeral. Creí morirme cuando
entré como un huracán, abriendo con todas mis fuerzas el portón, que chocó con
el pilar( no calculé bien). Por un momento, la viuda dejó de llorar.
Yo desaparecí como había entrado y con la vergüenza azotándome el trasero.
Volví a casa como un rayo. Mis padres, que me vieron
llegar tan azorada, me persiguieron escaleras arriba. Me encerré en mi
habitación, me quité el vestido y me puse mi chándal XXL. El sueño de
sorprender sólo estaba en mi mente. Pensaba que mi imagen impactaría. Era una
ilusa de 16 años, con una imaginación desbordante; una soñadora sin
remedio. Yo sólo quería que Pedro me
viera, me deseara y anhelara estar conmigo.
No lo vi hasta transcurridos tres días, que había pasado
encerrada en casa. Era Jueves Santo y entonces, decidí salir a buscarlo. No me
andaría con rodeos, iría a su casa y le diría lo que sentía. No quería más
jueguecitos de mujercita débil. Iba en contra de mi naturaleza, porque yo era
fuerte, muy fuerte.
Volví a ponerme el vestido azul y los tacones. Dejé
caer mis rizos sobre los hombros y me presenté en su casa. Crucé las dos calles
que nos separaban como un huracán, sin percatarme del remolino que estaba
levantando a mi alrededor. Llamé sin pensármelo dos veces, porque sino hubiera sido
así, me hubiera arrepentido y la prudencia se hubiera apoderado de mí. Pero la
mezcla de hormonas e inconsciencia hicieron que actuara. En
cuanto abrieron la puerta sabían a lo que iba. Empujé a su madre, que intentaba
impedirme la entrada, y encontré a toda la familia reunida en el salón,
incluida la de la novia, pequeña y sosa, como él. Le dije lo cerdo que había
sido, como me había utilizado, lo mal que me había sentido. Ya no podía parar,
era un torbellino de emociones encontradas: desdicha, ira, placer, felicidad.
É l no reaccionó, aunque no apartaba sus ojos de mí, abiertos como platos, absorto ante tal espectáculo. La pobre
novia lloraba, los padres de ella trataban de consolarla y su madre me cogió
del pelo tan fuerte como pudo ( le sacaba 20 cm) y consiguió echarme arrastras
de la casa, mientras me tachaba de loca, desquiciada y buscona.
Después de aquello, tendría que abandonar el pueblo,
pero me iría con la cabeza muy alta.
El escándalo fue mayúsculo. Mis padres intentaron
defenderme de todas las acusaciones, cuando iban a la tienda, al trabajo o a
pasear. Pero yo era la perdida, la chica que no había sabido mantener su
virginidad. La fresca que había corrompido al pobre Pedro.
En el instituto recibía las burlas de mis compañeros pero permanecí impasible.
Me centré en terminar el curso, sin hablar con nadie, llena de rabia, pero
no de vergüenza. Porque me sentía muy bien por lo que había hecho. Pero sabía
que el pueblo era así, prejuicios enardecidos por mentes aburridas.
En Junio estaba todo decidido. Mamá habló con su
hermana Rosa, que vivía en la ciudad, y, entre todos, decidieron que lo mejor
sería que fuera a vivir a su casa.
Terminaría los estudios y estaría fuera de la vista del pueblo, donde olvidarían
el incidente.
Para mí fue una liberalización. Pasé de soñar con
Pedro, a soñar con la vida que una gran ciudad me podía ofrecer. Quizás
conociera a alguien que me valoraría más de lo que lo habían hecho los chicos
de aquel lugar.
El 20 de Junio salí de allí. No volvería nunca más, me
prometí a mí misma. Pedro no me dirigió la palabra desde el acontecimiento y no esperaba menos.
Tres días antes ya tenía hechas las maletas. Sólo lleve la ropa nueva. Para una nueva vida, era lo que necesitaba. No me escondería más.
El día de mi despedida, el sol martilleaba nuestras
cabezas como si fuera a perforarnos. Mis padres y mis hermanos iban en
silencio, yo también. Estaba expectante, pero también triste. Nos abrazamos y
lloramos. Pero en cuanto subí al autobús y dejamos atrás el paisaje dorado de los
campos para adentrarnos en los grises de las ciudades, con su
movimiento y sus gentes variopintas; la melancolía dio paso a la sorpresa y
comencé a olvidar.
Seiscientos kilómetros al norte, fueron suficientes para que la
nostalgia quedara atrás. Cuando el autobús aparcó en la estación y vi a mis
tíos esperándome, con sus caritas asustadas, supe la opinión que se habían
hecho de mí y lo que mis padres le habían dicho. Supongo que era como un junco
que había que enderezar. Mi tía, que a diferencia de mi madre, era alta y
espigada, me abrazó con cariño; pero mi tío no me dirigió ningún saludo. Se
limitó a coger mi maleta. Nosotras lo seguimos. Mi tía Rosa no dejaba de darme
besos y fuimos hasta el coche cogidas de la cintura, como dos colegialas. Su
pelo corto y grandes pendientes me llamaron la atención. Era moderna y me
asombró, porque yo esperaba una mujer anticuada, su edad se lo permitía. Era
mayor que mi madre, rondaría los 55. Ella me aclaró que la modernidad no
tiene edad, que no tenía prejuicios, y que vestía como le daba en gana.
Durante el camino a su casa, no paró de preguntarme lo
que había pasado. Me hacía repetir los detalles. Quería elaborar sus
propias conjeturas, sin contaminarse por todos los comentarios que le habían
llegado. Porque, aunque mis padres me adoraban, no habían sido demasiado
objetivos, ya que sus críticas hacía mí fueron mayores que sus alabanzas. Esto
me dolió, durante mucho tiempo. Mi tía tenía el defecto de decir siempre la
verdad y también lo que pensaba. Eso provocaría que su marido la dejara, sólo
tres días después de llegar yo. Ya estaba previsto, pero decidieron esperar a
que me acomodara. Ella lloró durante un día, no se levantó de la cama en
tres, pero al cuarto estaba en la cocina haciendo un rico café y tortitas con
nata. Durante esos tres días de encierro, yo tampoco salí de casa, estaba
preocupada por ella.
El piso, un cuarto sin ascensor, era pequeño y
coqueto. Decorado en colores suaves y con muebles diversos, había mezclado
antigüedades con objetos de lo más modernos. Una variedad que no pasaba
desapercibida.
Cuando mi tía despertó de su duelo, yo había tenido
tiempo de organizar mi cuarto y colgar unos cuantos póster de mis cantantes
favoritos, “Negra Identidad” y “El lado oscuro”. Había sobrevivido comiendo
pasta y fruta.
El día que volvió a ser ella misma, la casa se
iluminó de nuevo. Tenía muchos proyectos para mí y estaba ilusionada con mi
nuevo futuro. Yo la observaba, como iba de un lado a otro, limpiando,
organizando y, mientras, ejerciendo sus poderes de vidente con lo que me
esperaba. Lo sabía, me había sustituido por mi tío. Nunca más volvió a hablar
de él. Fue como si nunca hubiera existido.
Salimos a patear la ciudad y me invitó a mi primera
cerveza. Yo tenía 17 años. Consiguió un trabajo para mí, a media jornada, en una
tienda de alimentación.
La primera semana estuvo bien, porque todo era nuevo; pero a partir de ahí, todo fue aburrimiento. Mi único compañero era el dueño,
un octogenario con la cabeza muy bien puesta pero con la lentitud de una
tortuga. Pasaba el día comiendo pipas y riñéndome por todo, con su andador
bloqueando los pasillos.
Un día, una mujer entró en la tienda. Era alta y
morena, grande. Vestía con unos vaqueros ajustados y una camiseta que brillaba
a distancia. Estaba perfectamente maquillada y el olor que desprendía me
embriagó. Su sonrisa era abierta y franca. Su voz suave. Pidió dos chocolatinas
y un kilo de mandarinas.
Cuando salió por la puerta, fui detrás de ella. El
dueño me gritaba desde lejos, pero yo no volví la vista atrás.
La seguí por las calles, ella se paraba en los
escaparates y hablaba constantemente por teléfono.
Entró en una gran casa, que se encontraba escondida en
la parte de atrás de unos grandes almacenes, rodeada de un jardín espectacular
y que no había conseguido engullir la ciudad. La verja estaba abierta y entré
sin llamar. El ruido de los coches desapareció, los pájaros cantaban y la
pequeña cascada entre los árboles, hacia un efecto hipnotizador.
Llamé a la puerta sin pensar y ahí comenzó mi
historia…
Me recibieron con los brazos abiertos, era sangre
nueva. Todo estaba hecho a mi medida, desde el mobiliario hasta la ropa. Las
mujeres iban y venían, todas ajetreadas, todas ignorándome, excepto la “mamma”,
como la llamaban. Me preguntó por mi edad y, tras saber que acababa de cumplir
los 18, me acogió con los brazos abiertos. Me explicó con dulzura a lo que se dedicaban. Vi las habitaciones y,
a escondidas, a los clientes. Observé como pagaban y como deseaban. Vi
lujuria, pero también poder.
Viví con mi tía dos semanas más y me fui. Nunca le dije
a lo que me dedicaría y ella no preguntó, ni pidió explicaciones. Mis padres
tampoco. Esa independencia me dio alas, porque pensaba que el dolor no existía
en sus corazones, que estaban bien sabiendo que yo también lo estaría, aunque
en el fondo sabía que me equivocaba.
En varias semanas me instruyeron en el arte amatorio y
de seducción. Me compraron ropa nueva y hice buenas amigas. Mis compañeras iban
y venían. Yo dormía allí, con la “mamma”, que no me abandonaba nunca. Era
también grande, pero la vejez la había arrugado como una pasita y cada día parecía más consumida. Sin embargo, no renunciaba a sus alhajas y ropas brillantes.
El primer día que estuve con un cliente, fue rápido,
ni siquiera tuve que hablar, mi contoneo provocó el resto.
Los días posteriores me dedicaría a ir al gimnasio y a
pasear por la ciudad. Me acompañaba siempre Tina, una compañera de confianza
que evitaría que cometiera alguna locura, como marcharme si me arrepentía. Lo
que ellas no sabía era que, entre ellas, me sentía tan especial que no me
importaba lo que tuviera que hacer.
El sexo pronto llegó y se instaló. Yo era fría y
controlaba bien la situación. Al cabo de un tiempo, confiaron en mí, lo
suficiente para poder salir sola. Tiempo que aprovechaba para ir a ver a mi tía
y llamar a mis padres. Era una mujer de éxito, ganaba mucho dinero y siempre
iba elegante.
Pero no conseguía el amor. Siempre me faltaba. Cientos
de hombres pasaron por mi vida, todos han durado menos de dos horas y
algunos un poco más. Todos querían enredarse en mis brazos de nuevo, algunos
sólo dormir. Yo los acogía y besaba, -eres la más hermosa- me decían. Y las más
fría -pensaba yo-.
Los años pasaban y la sorpresa se convirtió en rutina.
Comencé a dejar de ver la luz que me cegó en un principio. Ya no me parecían
las compañeras tan glamorosas, en algunas el tiempo hacía estragos, y, quizás
también la desgracia. Otras comenzaron una nueva vida, lejos de nosotras.
El día que terminó de cambiar mi vida, fue el que lo
vi entrar por la puerta principal. Estaba más alto, pero, en lo principal no
había cambiado. Seguía vistiendo con pajarita y tenía una gran melena negra
peinada hacia atrás. Preguntó por mí, sin nombrarme, porque supo describir
perfectamente lo que quería. Cuando bajé las escaleras de mármol para
presentarme, la mamma me ofreció con orgullo. Decidí ponerme un vestido de
noche azul cielo y dejar caer el pelo sobre mi cuerpo, cubriéndome los hombros.
Él era Pedro, mi Pedro y me había buscado durante años. Ese día no nos
acostamos, sólo charlamos. Le dejé acariciarme, con ternura, mientras su alma se desnudaba ante mí.
Pedro y yo nos instalamos en una buhardilla, que él
pagaba con su trabajo en el bufete. Nuestras conversaciones eran efímeras, porque él
sólo quería hacer el amor y disfrutar de lo que, durante años, no había podido
tener. Yo lo dejaba hacer y, mientras tanto, le hablaba de mis sueños, de mis
deseos.
Un frío día de finales de Diciembre, él no volvió. Yo
lo esperé durante horas, con la cena hecha y un regalo muy especial.
Tras dos días de dolor insufrible, decidí denunciar su
desaparición. La Policía buscó en los archivos y encontraron que alguien de
sus características había sido ingresado en el hospital. No llegué a
tiempo, había fallecido el 25 de Diciembre y no pude despedirme. Había tenido
un accidente de coche cuando se dirigía al trabajo. Ya había sido enterrado por
sus padres, en el panteón familiar del pueblo. Nunca les habló de mí,
tampoco en el trabajo.
Anduve como un personaje de pesadilla, por las calles
de la ciudad. La lluvia comenzó a arreciar pero a mí no me importaba. Veía como
las familias se divertían en restaurantes y hogares; como compartían. Sólo había sido una fantasía para él y, nuestra vida, un sueño para mí. Ahora todo se había convertido en una pesadilla.
Dormí durante dos días. Cuando desperté, el olor de
la casa era insoportable. La comida todavía seguía en la mesa y se había
corrompido a causa de la calefacción.
Entonces lo decidí. Cogí la maleta, eché la ropa que
iba a necesitar y el dinero que había ahorrado durante años.
Fui a ver a mi tía, la abracé y le deseé, con amor, lo
mejor. Ella seguía ilusionada con su vida imaginaria y su trabajo en unos
grandes almacenes.
Un 5 de Enero llegó el autobús al pueblo. Mis padres
estaban allí para recibirme, espléndidos pero cansados. Me llenaron de
besos y abrazos.
El 15 de Febrero ya tenía abierta mi tienda, a lo
grande, como debía ser. Incluso fue el concejal de cultura a la presentación.
Nunca habían visto tanto lujo ni belleza en tallas especiales. La ropa era tan
hermosa, que muchas mujeres se dieron a las comidas grasientas para poder
cambiar de talla.
Desde mi boutique tengo una panorámica de toda la
plaza, y puedo ver a mi hija jugar con las otras niñas. Ella también es
hermosa, y morena como el azabache.
A veces, cuando cierro el negocio, voy al cementerio y
dejo flores en la tumba de mi amor. Le habló de nuestra pequeña y de la vida
que podríamos haber tenido. Y también le perdono, una y cien veces, su
silencio.
Como dicen mis padres, soy la mujer perfecta. Y no es
para menos, mido 1.80 y peso 120 kilos. Soy grande, hermosa, decidida. No me
importan lo que opinen de mí y soy feliz.
FIN
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