UN DIA DE
PLAYA
Mercedes respiró tranquila. Hacía tiempo que no se
sentía así, libre. Todo el día en pijama, tendida al lado de Fernando,
esperando a que agonizara y deseando que no lo hiciera. Su cuerpecito demasiado
delgado, demasiado pequeño. Su tez a veces rosada, a veces azul. El zumbido de
la botella de oxígeno la llenaba de aprensión. Pero lo tenía en casa, era lo
importante. Siete días desde que le dieron el alta e iniciaron el tratamiento.
Siete días en los que no podía dormir tranquila. Se pasaba las noches viéndole
respirar, esperando que en algún momento el aire dejara de entrar.
Pero ese día reaccionó. Eran las siete de la mañana
y hacía calor. El verano se había instalado como un mal acompañante, de forma
brutal y sin compasión. El aire acondicionado trabajaba noche y día, sin
descanso. El sol se imponía de forma dura, entrando por cada rendija por mínima
que fuera y como buen despertador natural, sobresaltando a los que pasaron una
buena noche y a los que no, como Mercedes, también.
La vida pasa sin que se de cuenta, ajena en un mundo
paralelo, intocable, etérea, como un sueño.
Los hijos mayores entran en la habitación, cuando vienen
a verlo, que cada vez es más a menudo. Besan al hermano, le cantan, juegan
mientras le dicen:
—¿Ves Fernando, no es tan difícil?
Quieren que se levante y juegue con ellos, como si
eso le fuera a dar más vitalidad. Porque Fernando es niño ahora mortecino,
arropado entre sábanas de algodón, que su madre protege como un buldog,
olvidando lo que es vivir.
Desde hace una semana, Mercedes no espera la vida
sino la muerte. Ese fue el día que se dio cuenta de su error, que el camino que
debía recorrer Fernando se lo estaba acortando con su temor.
Las chicas habían decidido animarla, Macarena con su
incipiente barriga, se mostró implacable con ella.
—No puedes seguir así. Estás muerta en vida.
Está tomando una Coca-Cola, a pesar de que los gases
le hacen estragos. Pero es lo único que le calma las ganas de vomitar. Se mira
en el espejo para alisarse el corto cabello, mientras Mercedes hace tiempo que
olvidó como era.
Macarena le ha dado a Roberto una oportunidad. Todavía
no siente el amor profundo que debería, pero si sabe que no quiere separarse de
él y eso tiene que significar algo.
—Te amo cariño —le había dicho el día anterior mientras
desayunaban.
Ella no respondió. Sólo sonrió y cambió de canal la
radio. Él no se inmutó, la quería demasiado como para enfadarse.
Ahora Macarena tenía remordimientos, ¿debía haberle
dicho algo, por lo menos un “yo también”?. Y es que un corazón sellado se tiene
que abrir poco a poco.
—Bueno, que te parece, las cuatro y José Luis, que
también se ha apuntado. Fernando estará genial, el apartamento es grande y la
playa está cerca.
Mercedes doblaba la ropa o la tiraba, porque aquello
no era organizar. Los armarios parecían no tener fondo y ella sólo quería estar
con su pequeño.
Sus hijos mayores se habían marchado con el padre,
así ella se encargaría mejor de Fernando. Pero no era verdad, no se estaba
encargando bien de él, lo estaba perjudicando con su absurdo control. Todo era
un caos a su alrededor. Miró por la ventana y no divisó nada, hacía días que la
tenía cerrada. Las habitaciones desordenadas. Ya no podía echar la culpa a sus
hijos. Ahora era ella y nadie más. Su vida era un desastre. No podía seguir así
y su hijo tampoco.
—Está bien —respondió—
pero antes tengo que consultarlo con los
médicos.
Macarena se marchó satisfecha. Su nuevo descapotable
se quedaría pequeño en unos meses, pero no le importaba. Miró el colgante del
retrovisor, con la foto de sus padres, y sonrió. Estaba perdonada y había
perdonado también. Se sentía en paz.
Llamó a María y confirmaron el día. Saldrían el
lunes por la mañana y así no cogerían atasco.
—Bueno, sólo tengo una condición. Yo pongo la parte
de Marion, ¿vale?, no quiero que se estrese de nuevo.
—Oye, ¿sabes como va lo suyo con Carlos?
—Bueno, pues ahí ahí, no sabría que decirte. Sé que
él se esfuerza mucho, que va a verla, que le hace regalos y quiere mimarla, ya
sabes. Pero…bueno, ella está cerrada, no se ablanda. No sé como puedo ayudarla
más.
—Bueno, no te preocupes, poco a poco. Este viaje nos
vendrá muy bien a todos.
María, en casa, con su pequeña Celia, sabía que el
viaje no curaría a su amiga. Tenía la certeza que su curación estaba en la
pequeña Fátima. Faltaban dos semanas para ir a recogerla y aún no había nada
preparado. Cuando su amiga se enterara de que el dinero lo habían puesto entre
todas, ¿aceptaría?.
La niña tosió, atragantada por un gusanito de maíz.
Después sonrió mientras volvía a comer. Pensó en Vadin, le dijo que en iría a
verla, pero todavía no sabía nada de él. ¿Quedaría todo en unas noches
olvidadas en su memoria?. Para ella había sido especial, ¿pero para él?, tenía
esperanzas que también, aunque su ausencia decía otra cosa.
Sintió el chapuceo de niños alborotando en la
piscina de la comunidad.
—¿Qué te parece, un bañito?
Y como si Celia entendiera a sus siete meses, emitió
un pequeño silbido que interpretó como un si.
Marion suspiró aliviada, la llamada de Macarena para
hacer un viaje a la playa le encantaba.
—Es un regalo de María —le había dicho.
Sino no podría habérselo permitido. Ahora no
entiende como pudo hacer lo que hizo, se puede vivir con dolor, ella lo sabe
bien. Carlos va a verla de vez en cuando, se sienta a su lado. La quiere, pero
ella no se atreve a volver a la vida de antes, angustiada por la falta de
dinero, viviendo una fantasía tras otra, que su marido niega a abandonar. Porque siempre tiene en mente un nuevo
proyecto, una nueva idea, que nunca lleva a cabo o que fracasa. Ella quiere
tener los pies en la tierra, saber lo que es real y lo que no. Ella quiere conocer
sus límites y no tiene fuerzas para animarlo a seguir sueños que vuelan
demasiado alto.
—No son solo sueños —le dice Carlos— , es real. Un
amigo del Bachiller , ¿te acuerdas de Pepe?, pues ese, va a poner la mayor
parte. Yo, sólo la idea. Esta vez irá bien, cariño, y podré dejar el trabajo de
mierda en el que llevo dos años.
Marion ya no se sorprende, piensa que a su marido le
pasa algo. No se centra en ningún trabajo, es un hombre veleta, como decía su
madre, que no se asentará nunca.
Él le está haciendo un té y sonríe. Su cara, redonda
y de ojos almendrados, le inspira tanta ternura que siente ganas de llorar,
pero no se lo demuestra. Quiere que cambie aunque sabe que eso no será posible
sino se muestra inflexible.
—El lunes me voy con las chicas, a la playa —bebe despacio,
tranquila, como hace mucho que no lo está, sintiendo el brebaje bajar por su esófago
y fundirse en su estómago, proporcionándole el único placer que tiene desde que
está sola. Ella y sus infusiones, de cualquier cosa, que le curan la ansiedad,
el alma o el karma, según la naturista que se las vendió.
—¿A la playa?, te vendrá bien, después… —se sienta y
le acaricia el cabello. Ella se deja y se estremece, podría dejar que tuviera
sus sueños, si ella tuviera el dinero
suficiente para los dos. Pero no es así.
—¿Después qué?.
—Después podría volver a casa ¿no crees?. Que hago
yo viviendo en casa de mis padres, no tiene sentido si nos queremos.
—No sé, ya veremos.
Ese ya veremos le sabe a Carlos a gloria, es lo
mejor que ha podido arrancar de sus labios en semanas.
José Luis se despereza en la cama, a su lado, un
hombre joven lo acompaña. Duerme profundamente y es perfecto, por lo menos para
él. Moreno, alto, musculoso lo justo. Se levanta para observar su pelo rojizo,
revuelto como un nido de pájaro, enroscado sobre sí mismo. El vello o la
ausencia de él, eso le gustaba, por lo menos así no tenia que depilarse. Por lo
demás, las hormonas y el tratamiento harían el resto.
La ducha de la mañana caía sobre su piel devolviéndole
a la realidad. Desde que había dejado el trabajo en la oficina, no conseguía
ganar lo suficiente para pagar el alquiler. Tendría que alquilar un estudio más
barato o compartir piso.
Cuando salió, él ya no estaba. Una nota mal escrita
en la almohada: “Nos vemos”.
¿Nos vemos?, ¿qué significaba esa frase si ni
siquiera tenía su teléfono?. Pero su vida era así, se había convertido en presa
fácil que no daba explicaciones ni las pedía. Aunque él soñara con un amor que
perdurara más de una noche y de dos, que fuera para toda la vida. Eran los
principios que le habían inculcado en la familia, con la que, por cierto, no se
hablaba desde que les informó de su condición.
Su padre entró en cólera como si no lo supiera. Su
madre lloró agarrada al delantal, que a él le parecía eterno, pues estaba en la
casa desde que tenía diez años. Lo llama a escondidas, desde cabinas o desde la
casa de alguna vecina. Su marido se lo prohibió—es una deshonra, como voy a
explicar ahora todo esto—. Desde entonces, ha sustituido las partidas de dominó
por los paseos solitarios por el campo.
—Mucho mejor para él, hacer ejercicio no le vendrá
mal —le había dicho la madre.
José Luis lo tenía asumido, algún día lo aceptaría;
mientras tanto, con su mamá le bastaba. Tan sólo algunas palabras cariñosas a
través del teléfono, un te quiero, no te preocupes, siempre estaré ahí, eran
suficientes.
Por eso necesitaba más que nunca a sus nuevas y
únicas amigas. Mujeres que nacieron mujeres, con el cuerpo correcto aunque no
fuera el deseado. Mercedes se quejaba siempre de su corta estatura y anchas
caderas. Macarena de su pecho plano. María de su celulitis y Marion de sus
cicatrices.
—Pobre —pensó mientras bebía café sentado en la
terraza. Tan minúscula, que sólo cabían dos patas de la silla— .Con su pequeño
Fernando enfermo, tan sola. Hoy no pasará de que vaya a verla.
El teléfono sonó, era María.
—Hola guapo, ¿te apetece una escapadita?
—Depende, guapa, de a dónde me lleves.
María combatía el sol con gorro, camiseta y
protección de bebé. Su piel pasaba del blanco al gangrena y después al blanco
de nuevo.
—No quiero parecer un cangrejo —le dijo la última
vez que se bañaron juntos. Parecía que tenía una enfermedad, su cuerpo estaba cada
vez más pálido. Era el efecto de tanta protección.
—Macarena ha alquilado un piso en la playa, serán
sólo cuatro días, pero lo pasaremos fenomenal. Iremos todas, yo sin Celia, pero
Mercedes, ya sabes, tiene que llevar a Fernando.
José Luis puso la tele, el noticiario hablaba de
bombas en Irak, presos de Guantánamo, asesinato de mujeres por puro machismo.
El mundo era un caos sin futuro, pero él no quería verlo así. Deseaba llenar su
vida y corazón de color, el que se había negado siempre.
—Me apunto, pero iré como tu sabes.
María rió de buena gana, agarrada a Celia que
gateaba por la toalla, tan cubierta como su madre de crema más blanca que la
nieve.
—Ve como quieras, pero avísanos para que sepamos con
quien nos encontraremos.—Sonaron risitas de complicidad.
El debate de la mañana comenzó con la política de las
autonomías y el fraude a Hacienda. Cambió de canal, no le apetecía ver tantos
problemas, no quería saber de ellos. Bastante tenía con los suyos personales,
sobretodo, desde que tenía personalidad múltiple, como le decía siempre
Macarena.
—Será una sorpresa, me tengo que reinventar. Pero me
tienes que decir a cuanto quedamos cada uno, ya sabes que tengo presupuesto
limitado.
Tenían que hacer cuentas, pero esas las llevaba
Macarena, precursora de las salidas y quedadas del grupo.
—No te preocupes, no será caro. Oyen —se oyeron
grititos de Celia y voces— te dejo, parece que a mi hija le ha dado por robar
juguetes de los demás.
José Luis marchó a su cuarto y abrió el armario,
grande, antiguo, desvencijado. El color explotó ante sus ojos, despejándolo más
que un café cargado. En la esquina derecha, su ropa de hombre anodino,
tradicional y sin sustancia. No quería ser ninguno de los dos. Sólo quería ser
él en mujer.
Divisó a través de la ventana, como la tienda de
segunda mano abría, con sus ropas llenas de historias colgadas de ganchos tan
antiguos como ellas.
—Tengo que ir de compras —se dijo a sí mismo. Y como
si aquello fuera lo más normal del mundo, se dirigió a comprar la ropa que más
le gustaba, con la que siempre se había identificado en las tertulias familiares,
cuando aún no levantaba un palmo del suelo y veía a aquellas mujeres con sus
faldas de pata de gallo y blusas almidonadas. Iría de maruja.
Macarena, a unos kilómetros de distancia, echaba por
el inodoro lo cenado, desayunado y algo más. Ni la Coca-Cola consiguió
calmarla. Fue al despacho y revisó que no tenía apenas citas. Ese día podría
salir pronto e ir de compras, pasear con Yacky por el parque, dejar que
corriera y se relacionara. No fuera a quedar tarado emocionalmente como ella.
Roberto la esperó por la noche, con la mesa puesta,
las velas encendidas. Aquello no era normal en él.
—Bueno, bueno, ¿a qué se debe esto?
Yacky bebía de su escudillo, repartiendo el agua a
su alrededor. Tanto paseo le había dejado extasiado.
—Esto es por los dos, hoy hace tres meses que
estamos juntos.
Olía a algo asado al horno que no supo identificar.
Ella era más bien de congelados y comida precocinada.
La besó y le acarició el vientre. Macarena se dejó.
Desde que sabía que estaba embarazada estaba aún más atento, sin importarle que
el niño no fuera de él.
—Y que más da —le había dicho— sé que es tuyo y me
basta.
Le pareció empalagoso e irreal, pero le gustó. Y por
ello habían terminado casi viviendo juntos, como una pareja normal. Ella tenía
su libertad, no quería dar explicaciones. Él esperaba paciente en sus salidas y
en sus silencios, porque lo que sentía por ella era profundo y no quería
perderlo. Roberto se contentaba, por ahora, con poder rozarla de vez en cuando,
con una sonrisa, con verla todas las mañanas. Roberto pide poco porque sabe que
algún día lo tendrá todo.
Por el salón pasea Mercedes, con la mirada
pensativa. Fernando duerme y ella intenta averiguar que debe hacer ahora. Irá a
la playa, comerá, disfrutará, pero no olvidará. En algún momento tendrá que
tomar la decisión. Es la espera eterna de una cura que no sabe si llegará.
Necesita un milagro, como el de Marion. ¿Quizás debería ir a la Iglesia?, nunca
ha sido religiosa. ¿Ir a ver a un lama budista?, tampoco la convence, tanto
silencio y oración es más de lo mismo.
Mira las fotos de las paredes, una familia perfecta,
sonriendo, saltando, gritando o posando, ahora desecha en pequeños trozos, como
un papel mojado. Al lado, un gato de la fortuna, que la saluda sin parar,
dorado y brillante, parece que le habla si lo mira fijamente.
—Estoy desvariando —piensa.
Y termina agotada en el sofá, durmiendo y soñando
con el hombre que la visitó la primera vez. Los ángeles te llaman, o algo
parecido, le dijo. Tiene las pupilas dilatas y una barba blanca y descuidada.
Parece que esté fumado, los dientes picados, la delgadez extrema. Sin embargo,
sus ojos brillan, de un verde intenso. Es un joven en cuerpo de viejo, que rezuma
sabiduría.
—Escucha, las señales están ahí. Los ángeles
también. No esperes más.
Y se levanta sobresaltada, le falta la respiración y
no siente el motor de la bombona de oxígeno.
—¡Por Dios, no, por favor!
Mientras corre al cuarto de Fernando, quiere que la
tierra se la trague. Porque si le pasara algo por un descuido suyo, moriría con
él y lo sabe.
Pero cuando entra en la habitación, empapelada con
ositos de colores que la miran con recelo, ve a su hijo sentado, con un libro
en la mano, riendo mientras señala los dibujos del león que tanto le gustan. No
tiene la mascarilla, se la ha quitado. La maquina se ha apagado y Fernando
respira, más o menos. Está sonriendo después de mucho tiempo y los labios
permanecen rosados.
—Tengo hambre mamá.
Mercedes mira el reloj, sólo son las tres de la
mañana.
—Si cariño, te preparo lo que más te guste.
Fernando piensa, como si fuera un adulto ante una
decisión importante.
—Raita, quiero raita con pollo.
No tiene ni la más remota idea de lo que es, pero se
lo hará o lo buscará si su hijo quiere. Le pone de nuevo el oxígeno aunque
parece no necesitarlo.
—Ahora no te lo quites y te haré lo que me has
dicho, ¿vale?
El niño sonríe, irradiando poco a poco más vitalidad.
Mercedes corre al ordenador. No puede creerlo, Fernando le está pidiendo comida
hindú.
Ahora lo sabía, tenía que ir a la India, aunque la
tacharan de loca.
José Luis se presentó en su coche, tan antiguo y
carca como él. Los zapatos de piel le hacían daño y la falda le picaba. Los
volantes ocupaban todo su pecho, para caer sobre la cintura bien apretada. El
pelo rojizo engominado, los labios rojos carmesí y las gafas de pasta hacían de
él la perfecta maruja que deseaba ser.
—Pero ¿de qué vas disfrazado ahora? —Macarena daba puntapiés
con sus zapatillas blancas e impolutas a las ruedas de su deportivo.
Él no se inmutó, aparcó a su lado y la besó.
—Joder chica, cada vez estás más gorda.
Ella sonrió. María ya había metido todas las maletas
y Mercedes se apresuraba por instalar a Fernando.
—Ya ves, y tu más cambiado, ¿te va bien con las
hormonas?
—Fabuloso, mira —y le enseñó los incipientes pechos
que al tacto parecían infantiles.
—Me alegro mucho, ¿cómo vais?, vamos a llegar a las
tantas si seguís así.
Mercedes sudaba mientras repasaba mentalmente todo
lo que no debía olvidar, que si las medicinas, el oxígeno, la ropa de algodón
ecológico, las sábanas antialérgicas, Panchi, el peluche de león de su hijo,
lavado hasta la saciedad para quitar cualquier mota de polvo.
Con un trapo bajado de casa estaba limpiando el
salpicadero y los asientos.
—Pero, ¿qué
haces, no ves que está limpio?. Estás obsesionada.
María observaba sin rechistar desde el otro coche,
donde Marion se relajaba fumando un cigarrillo.
—Obsesión es poco —respondió. Y se sentó al lado de
Fernando.
Así quedaron divididos en dos coches, María y Marion
irían con José Luis, Mercedes con Macarena.
El viaje fue plácido, lleno de risas y
complicidades, parando cada hora, porque entre la incipiente menopausia de una
y el embarazo de la otra, sus vejigas no daban abasto para contener tan
preciado líquido.
Así un viaje que debió durar tres horas, se
convirtió en cinco y media. Cuando entraron en el apartamento, sólo tuvieron
fuerzas para sentarse en el sofá, mientras Fernando recorría curioso toda la
casa. Conforme pasaba el tiempo, más fuerzas tenía. Mercedes estaba feliz por
el cambio.
—¿Has mirado si hay restaurantes hindús cerca?
Todos se extrañaron ante su pregunta.
—Si, si, no me miréis así. Es que desde que pide
comida hindú está mejor. No sé porqué pero es así.
Y lo observó con la tranquilidad que da la
esperanza. El pequeño se había sentado sobre la alfombra y jugaba con amigos
imaginarios a los que llamaba por nombres imposibles.
—Lo tengo que llevar a la India, allí sé que se
curará.
—¿Qué dices? —preguntó Marion, que cada vez que
hablaban de la India terminaba encendida como una antorcha. Roja de vergüenza y
preocupación, por una niña que la esperaba y que no sabía como recuperar.
—Pues eso, que iré contigo a la India, es lo que
tengo que hacer. El destino.
Nadie rechistó. Desde que su hijo enfermó tomaban en
consideración sus altibajos, caprichos y desvaríos. Pero Marion sintió en su
interior una luz, pequeña, que alumbró tímidamente la negrura que la había
dominado desde entonces. En el fondo intuía que su amiga lo sabía, que había
visto al mismo hombre que ella vio cuando estaba enferma. El guía que la
llevaría hacia una salida. No podía ser casualidad.
—Yo te creo —y le cogió la mano con complicidad.
—Pues estamos apañados —se quejó Macarena— aquí todo
el mundo tiene experiencias extrañas excepto yo.
1 x 12, 2x20, eso es lo que rezaba el cartel de la
entrada, dónde María salió provista de bikinis para todas. Este último año
había hecho estragos en sus cuerpos y los que llevaban no servían. Al parecer,
alguna no recordaba que había tenido un hijo, otra que estaba embarazada o que había
engordado siete kilos. Todos, excepto José Luis, que se bastó con el mismo pantalón
verde de todos los años.
—Parezco una foca —exclamó Macarena.
—Pues anda que yo, ¿ves la celulitis? —María
agarraba la piel de los muslos intentando estrujarla como un estropajo.
—Y a mí, ¿me habéis visto? — Mercedes se asomaba por
el probador, dejando ver sólo una cabeza despeinada.
—Pues si no sales no podremos verte — Marion había
aparecido delgada, exultante y exuberante, todo lo que comenzara por exu sería
atributo para ella. Ni siquiera se le notaban las cicatrices.
—¡Chica, pero como estás! ¿la dieta verdad?
Ella se miraba en el espejo, sin poder creérselo.
Todo en su justa medida, como si tuviera veinte años.
—Si, ya ves, la dieta de la depresión.
Y se echaron a reír, mientras la dependienta las
observaba extasiada dentro de su perfecta
talla 38 y con una blusa tan ajustada que sus pechos parecían cuencos a
punto de estallar.
En la calle, José Luis paseaba a Fernando, con un helado
en la mano y una bombona colgada en la espalda. El pequeño se quitaba la
mascarilla para poder hablar. Y hablaba de los niños que conocía, aunque los
viera sólo él. Niños y niñas de túnicas blancas y pieles aceitunadas, que
corrían entre árboles densos llenos de frutos desconocidos.
José Luis asentía y, a veces, pensaba que el niño
estaba desvariando tanto como la madre, aunque en el fondo supiera que no era
así. Mercedes era la persona más realista que había conocido, y si ella decía
que la India curaría a su hijo, tendría razón. Después de todo, su transformación
se la debía a esas mujeres. Sin ellas, no habría tenido el valor de comenzarla.
Por el paseo marítimo, lleno de extranjeros
variopintos, con sus pantalones cortos y chanclas de colores, con sus pieles
anaranjadas y gorros protectores, él no destacaba en absoluto. Su piel blanca y
pecosa podría decirle que es escocés o, como poco, francés o normando. Pero era
español, de las tierras interiores, castellano por excelencia, amante de guisos
contundentes y tardes de copas. Y por ser mujer no renunciaría a ello.
La playa se convirtió en un desahogo para todas,
expuestas como un muestrario de tienda, en toallas de propaganda y con bikinis
pequeños y ridículos. Al parecer, las boutiques playeras no pasaban de la talla
40.
El tiempo era cálido, mucho mejor para Fernando, que
chapoteaba en una piscina de plástico llena de agua del Mediterráneo. Mercedes
se esforzaba por participar en las conversaciones, asintiendo de vez en cuando
y sonriendo. Pero su mente se marchaba a la India y pensaba en la forma de
decírselo a su exmarido para que no pusiera el grito en el cielo. En el momento
que le dijera que se llevaba a su hijo a un largo viaje, no estaría de acuerdo.
Bueno, ya pensaría en la forma de convencerlo. Ella era buena negociadora.
María decidió sacar el tema, ya lo habían hablado y
estaban de acuerdo. El dinero casi estaba reunido y, bueno, sólo faltaba que
Marion no entrara en cólera cuando se lo dijeran.
—Marion, tenemos que decirte una cosa.
Marion se incorporó y miró por encima de las gafas
de sol moradas, grandes como platos de postre. Es lo que pasa cuando compras
por internet.
—¿Qué ocurre?
Las demás la observaban de reojo, temiendo una
reacción negativa de la frágil mente de su amiga.
—¿Sabes que dentro de dos semanas tienes que ir a la
India por Fátima?
Marion se tensó hasta el punto que la espalda le crujió.
Ahora no estaba para regañinas.
—Si, pero me han ocurrido tantas cosas. Bueno, ya sabéis,
tengo la documentación, aún no he llamado, tengo de plazo hasta el jueves que
viene.
La tristeza cruzó por su rostro, como un mal
recuerdo negro y denso, dejando escapar un suspiro.
—Pues si es por dinero ya lo tienes.
—¿Cómo?
Las demás no sabían si reír o mirar hacia otro lado,
como si nada hubiera pasado. Las reacciones de una persona depresiva podían ser
de lo más dispares.
Marion se levantó y corrió hasta la orilla. Una
energía desbordada se había apoderado de ella. Al principio creyeron que
intentaba ahogarse. Después de todo, era una forma de morir romántica, tragada
por las olas de un mar en calma y con un socorrista a diez metros.
Las demás fueron despavoridas tras ella, olvidando,
incluso, al pobre Fernando, que contemplaba la escena encantado, pensando que
jugaban al pilla-pilla.
—¡No lo hagas, por Dios, la vida es bella, acepta el
dinero, no hagas esto!
José Luis, más rápido y ágil, la había cogido por la
cintura, mientras Marion lloraba con las manos en el rostro.
Sus lágrimas eran más saladas que el mar, que le
pareció el más bello del mundo. No lloraba de pena, sino de alegría. Por fin
tendría a la pequeña Fátima con ella, por fin había encontrado una familia de
verdad. Tanta vida desperdiciada dando tumbos de aquí para allá, tanta infancia
sin permanencia en ningún hogar. Ahora lo sabía, las amistad era importante,
más de lo que pensaba. No tenían porque hacerlo, pero lo habían hecho.
Y todas terminaron saltando por el agua, como
perseguidas por una alegría desconocida.
—Esto se merece una celebración, ya hablareis cuando
lleguéis a Madrid, sólo tenemos dos días.
Macarena fue la que buscó los pub más cercanos,
dónde podrían ir a tomar unas copas. Mercedes, reacia en un principio, a dejar
a Fernando al cuidado de una canguro adolescente que no conocía, aceptó.
Necesitaba estar un tiempo a solas con sus amigas.
—Sólo iré una hora, no lo dejaré solo más tiempo.
José Luis dio pequeñas palmaditas, nunca había sido
tan feliz. Volvía a vivir la alegría de una inocencia compartida, a sus treinta
y ocho años.
Y entre cubalibres y mojitos, diseñaron un proyecto
de viaje que parecía mas un recreo. Mercedes se sumó al viaje, lo tenía
decidido.
—Pero ¿tu sabes si Fernando lo soportará bien?
Macarena estaba preocupada, había visto demasiadas
veces, a madres llevadas por supersticiones por negarse a ver la evidencia.
—¿Qué quieres, que me siente a esperar? aquí ya me
han dicho que no pueden hacer más. Es mi obligación buscarlo en otra parte.
Y así quedó zanjado el tema. María reservaría el
hotel y lo tendría todo previsto. Pero llegó el momento decisivo, Manuel
tendría que ir también, su firma era importante. No la dejarían sacarla sin él.
—¿Sabes que tu marido tiene que venir? es
fundamental.
Y lo dijo casi susurrando, mientras Marion fijaba su
mirada en un horizonte que no estaba allí.
—Él irá, ahora estamos mucho mejor.
El alivio de las demás fue realmente expresivo. Era
la última pieza del puzle. Marion sabía que su marido no estaría de acuerdo en
que las amigas le pagaran el viaje, pero tendría que aceptar si quería volver
con ella. Ya encontraría la manera de devolvérselo.
En ese preciso instante, la canción de “Lollipop”
comenzó a sonar y José Luis, llevado por el ímpetu de la emperatriz que llevaba
dentro, se levantó y tendió la mano a María.
—¿Qué tal chicas, bailamos?
—Creía que no lo dirías.
Y todas terminaron moviéndose y saltando como si el
espíritu del mal ritmo las hubiera invadido.
Los extranjeros que sorbían sus copas con pajitas de colores, sonreían
llevados por tal espectáculo. El camarero quiso decirles que aquello era una
terraza y no una discoteca, pero ellas eran incapaces de detener tal frenesí. Las
melenas volaban en todas direcciones presas de la euforia. Las extensiones que Macarena se había puesto
con tanto esmero, terminaron en las
faldas de una señora que no daba crédito a lo que estaba pasando. José Luis se
desplazaba por las mesas, sobre sus tacones apretados y con movimientos
robóticos.
El guardia de seguridad apareció de improviso,
empujándolos con suavidad hacia la salida. Acostumbrado a desmadres más
peligrosos, aquellas mujeres sólo se habían despeinado un poco.
—¿Qué daño hacen?, están un poco contentas ¿y qué?
Pero el dueño no perdonaba, después de todo, era el
que pagaba. Frunció el ceño, de tal forma que la arruga que se formó, le cruzó
la frente y el cuero cabelludo también.
—¡Obedece te he dicho! están molestando.
El guardia obedeció hasta cierto punto. Las mujeres
se dejaron llevar, entre risas y miradas de complicidad.
Después volvió al despacho del “ceñudo”, como
llamaba a su jefe y se despidió. Hacía tiempo que deseaba hacerlo y no lo dudó
más.
—Tú te lo pierdes —le dijo el “ceñudo” mientras
rellenaba la pipa— no tendrás trabajo en esta playa—y señaló hacía derecha e
izquierda, dominando todo el horizonte.
Pero al joven ya no le importaba. Se dejó llevar por
sus impulsos y corrió hasta alcanzarlas para unirse a ellas.
—Disculpen los modales, no me gustaría haberlas
echado, pero mi jefe es así.
Lo miraban extrañadas. Estaban chisposas, pero no
borrachas. Macarena, la única ilesa en aquella salida, aceptó las disculpas.
—¿Cómo te llamas chico?
—Martín — respondió nervioso.
Era delgado y algo larguirucho. Pero su tez estaba dorada por el sol, señal
de que pasaba las mañanas en la playa.
José Luis se apoyó en su hombro, los pies le dolían,
pero no podía parar de reír. Desde luego, habían dado un espectáculo.
—Bueno, joven.
—No soy tan joven —respondió Martín— tengo 25 años.
—Para mí eres demasiado joven —respondió José Luis
mientras trataba de recomponerse la falda, que había terminado dando una vuelta
de 180 grados sobre su cintura.
Martín lo observaba hacer, nunca había conocido a
una persona así, libre y espontánea. Para él era un mundo expresar su
sexualidad en callejones escondidos y oscuros.
A la mañana siguiente, durante horas, la habitación
de José Luis permaneció cerrada. Marion miró a las demás, señalando con la
barbilla.
—Fijaos en nuestra emperatriz, ¿una noche loca?
—Quien sabe —respondió Mercedes mientras comía
churros que le sabían a gloria.
—Es feliz. Desde que lo conocemos, no lo habíamos
visto tan seguro.
María suspiró, tenía ojeras y la cabeza le dolía
como si le clavaran agujas, pero por un día no había pensado en Vadin.
—Los hombres, ¿qué vamos a hacer?, aceptaremos
nuestro destino.
Todas rieron al unísono, intuyendo que todo tenía
que salir bien. En el fondo, muy en el fondo, eran personas optimistas. Eso es
lo que las había unido.
José Luis, por su parte, no recordaba nada de la
noche anterior, pero el joven que dormía a su lado le inspiró ternura y decidió
seguir abrazado a él. Martín lo besó, aquel hombre lo tenía hipnotizado, con su
cabellera rojiza y sus labios carnosos. Con su cuerpo cambiante, libre como él
no lo era.
Afuera unas cuantas nubes se desplazaban con la
velocidad de un rayo, proyectando sombras sobre el soleado salón. El mar
respiraba calmado, apenas empujado por una suave brisa.
El sonido de un móvil interrumpió ese momento de
contemplación.
María corrió a la habitación, temía que fuera su
madre. Pero no, era un número internacional, demasiado largo para recordarlo.
—¿Diga? —le temblaba la voz, no quizás por la resaca
como por el deseo de que al otro lado contestara la persona correcta.
—María, soy yo, Vadin.
Ella apenas si pudo articular palabra, emocionada
por oír de nuevo su voz.
—Te he echado
de menos, ¿lo sabes?
—Si, lo sé
cariño.
Vadin parecía
distante, nervioso.
—Dijiste que
ibas a venir, todavía estoy esperando.
María no pudo
reprimir decírselo, llevaba meses guardándolo.
—Pensaba que
lo nuestro era especial —añadió.
—Y lo es —respondió
él.
El silencio se instaló en la línea. María creyó que
había colgado, pero una respiración entrecortada le decía que Vadin seguía
allí, quizás pensando lo que debía decir.
—María, sabes que te amo. No lo dudes nunca por
favor.
Ella siguió callada, sólo quería una explicación.
—Voy a ir la semana que viene, tenemos que hablar.
Necesito verte.
Ella suspiró aliviada, Vadin la amaba e iban a
verse. Meses de no sentir su piel, sus besos, de no dormir abrazados como aquel
día en la India, cuando eran sólo ellos dos y nadie más.
Besos volaron en todas direcciones. Si lo tuviera
allí, no lo habría dejado respirar. En cuanto colgó no tardó ni un segundo en
abrazar a sus amigas. Ahora se sentía completa, el hombre al que amaba también
la amaba a ella. Era así de sencillo, había encontrado su medida naranja.
Pero a miles de kilómetros, Vadin lloraba en
silencio en el baño del gran salón. Una novia vestida de rojo lo esperaba junto
a cientos de familiares venidos desde fuera. Una mujer que no conocía, que no
amaba.
—Con el tiempo lo harás —le había dicho su padre.
No pudo parar la ceremonia, lo hubiera deseado pero
su familia llevaba preparándolo demasiado tiempo. Había sido un cobarde. Su
verdadero amor se encontraba en otro país, esperándolo, mientras él abrazaría a
otra mujer. Estaba avergonzado, no
quería decírselo por teléfono y tampoco quería perderla.
Por el camino al altar, los aplausos y la mirada de
la gente que no conocía, le acongojaron el corazón. La joven que le esperaba
era hermosa, a su manera, pero no era María.
Su padre estaba orgulloso, su madre ausente. Ya le
había aconsejado que se fuera, que no valía la pena pasar por esto, que podía
elegir. Pero su padre había sido enérgico y la tradición, importante.
—Por lo menos, será mi amante. Eso es — se convenció—
a ella no le importará, es libre.
Lo que Vadin no sabía es que los sentimientos no
obedecen a creencia alguna. Los sentimientos cuando llegan aplastan, ablandan,
distorsionan y cambian. Los sentimientos no conocen de lenguas, ni países, ni
costumbres.
—Bueno, hoy tenemos otra razón para celebrar,
¿verdad María?.
José Luis había aparecido en el umbral, con un
tímido Martín tras él.
María no contestó, se limitó a seguir mirando hacia
el horizonte, que poco a poco, se llenaba con las sombrillas coloridas de los
primeros bañistas.
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