La casa dorada
estaba al final del sendero de árboles que había a las afueras del pueblo. Era
un camino agradable en verano, porque daba frescura y a la vez protegía del sol
del mediodía. Muchos días había ido hasta allí, buscando paz en medio de las
tormentosas discusiones maritales.
Normalmente se
producían a la hora de comer, pero ella aguantaba estoicamente los gritos, sin
decir palabra, mientras el marido aporreaba la mesa y echaba diablos por su
boca. Ella pensaba que algún día un demonio de verdad se lo llevaría, por la
noche, mientras dormía. Rezaba porque así fuera, pues ya había tentado a Dios demasiadas
veces y no cesaba de mandar al infierno a la Virgen, Jesús, los Apóstoles y
todos los santos.
El verano era
la peor época del año; al calor abrasador que desprendía la tierra y parecía
asirse a sus pulmones impidiéndole respirar, se unía que él pasaba más tiempo
en casa, porque el trabajo era más relajado y aumentaba cuando llegaba el
invierno. No tenían hijos, pero tampoco los echaba de menos, al menos con la
familia que había creado.
La hora de la
siesta era la peor del día, siempre terminaba en discusiones unilaterales. Ella
era sumisa y perfecta, porque callaba.
Cuando
terminaba de fregar los platos, se ponía el blusón verde y el sombrero de paja
que le regaló su madre y se iba a caminar. Su marido pensaba que estaba loca,
caminar a esas horas bajo ese sol, 40º a la sombra. No le daba más importancia.
Ella, sin
embargo, lo prefería así. Las calles estaban desiertas y sólo la acompañaban el
sonido de las chicharras y su viejo perro Flapy. Era un chucho callejero,
mezcla de pastor alemán y braco, que recogió aún siendo un cachorro y que era
el único que la comprendía.
Mientras su
marido dormitaba la merecida siesta, ella caminaba rumbo al valle perdido,
entre los trigales y el maizal, escogiendo la senda de la derecha, por la que
nadie transitaba, para estar aún más sola. Esta soledad era diferente porque era una soledad buscada. Con él tenía,
más que soledad, silencio.
Después de
andar un buen trecho por calles desiertas llenas de olores secos y ropa
tendida, llegaba finalmente al sendero que buscaba. Comenzaba por una hilera de
árboles, que con sus ramas se tocaban de lado a lado, creando una sombra que
refrescaba y daba una sensación de bienestar increíble, sobretodo si la
temperatura bajo ellos era 10º menos.
Cuando llegaba
a la mitad del camino, se producía el primer descanso. Ella se sentaba en la
piedra que ya tenía dispuesta y sacaba un pequeño tentempié del enorme bolsillo
que había cosido en el interior del vestido. Lo compartía con Flapy, mientras
observaba las florecillas amarillas que crecían alrededor de los troncos. Éste
lo celebraba como si no hubiera comido en
días y no
paraba de lamer los pies de su dueña insistentemente para que le diera más. Sus
ojillos apenas veían, pero su olfato y oído estaban mejor que nunca. Después se
repartían un poco de agua de la botella que también llevaba y seguían su camino.
Al final del
sendero, entre cepones de margaritas y
cardos borriqueros, se escondía una vieja casa en ruinas. Ella nunca entraba,
pero sí le gustaba observarla. Era una construcción de dos plantas, con una
gran chimenea y estaba recubierta de azulejos con motivos amarillos y naranjas.
Le faltaba la mitad del techo y estaba en mal estado, pero no costaba imaginar
como habría sido en su época de esplendor, cuando allí vivía una familia y
estaba llena de vida.
Aquel día, sin
saber porqué, decidió explorar un poco más. Pensó que no habría peligro alguno,
puesto que si se había mantenido en pie durante tantos años, no se iba a
derrumbar ahora, sería demasiada casualidad.
Mientras
apartaba la maleza con el sombrero, Flapy la adelantó hasta esperarla en la
entrada. Era un pórtico, como el de los templos griegos, con dos grandes
columnas estranguladas por madreselvas. Empujó la puerta y ésta chirrió, se
adentró en el vestíbulo con temor y preguntó si había alguien. No obtuvo
respuesta, pero a veces estas casas abandonadas eran hogar de familias sin
techo. Flapy optó por no seguirla al interior, había encontrado las huellas de
un conejo y lo mantenían distraído.
El recibidor
era amplio y en el centro se encontraba una gran escalera de caracol que daba
al piso superior. En el lateral derecho había una puerta, daba a la cocina. En
el izquierdo otras dos; la primera era un pequeño aseo donde sólo quedaba una
bañera sucia y desconchada, la otra daba a una habitación grande, con
estanterías llenas de libros que se estaban desintegrando, gracias al polvo, la
humedad y el olvido. En el centro había un gran sofá. Se podía adivinar el
color frambuesa original, aunque ahora sólo era una sombra negra y polvorienta.
No había nada más en aquella planta, ni fotos, ni documentos que pudieran
identificar a las personas que allí vivieron.
Decidió subir a
la planta segunda, la escalera parecía segura y la estructura estaba en pie. El
recibidor de la planta alta era realmente hermoso o por lo menos, lo debió ser
en su época. Una alfombra turquesa lo cubría por completo, las puertas que
daban a las habitaciones estaban todas cerradas y eran de caoba, oscuras y
brillantes. Parecía que el tiempo no había pasado por allí, no había polvo en
las paredes ni en las maderas que recubrían la estancia, a pesar del boquete
que había en el tejado.
En pocos
segundos un olor a perfume de rosas inundó la casa, provenía de la habitación
de la izquierda. A su mente vinieron recuerdos del pasado que se hicieron
presentes, recuerdos de su abuela en la gran habitación decorada al estilo
colonial y de su yaya en la cocina preparándole el postre que más le gustaba.
¿Cómo podía haber terminado así?, ¿cómo podía ser su vida tan inútil?
Una mano se posó en su hombro con cuidado; ella temblaba
de miedo, no quería volverse y cerró
los ojos con fuerza deseando que fueran imaginaciones
suyas. Había oído hablar de fantasmas, pero no creía que existieran. Una voz
débil y dulce le susurró su nombre:
-¡Margarita!
Ella se giró lentamente y vio una anciana de cabello
ralo, con un elegante vestido de charlestón y un agradable olor a rosas.
El boquete del techo había desaparecido y las puertas
estaban abiertas, dejando entrar la claridad a través de las ventanas; fuera
llovía y el cielo estaba gris, pero el ambiente era acogedor.
No sintió miedo ni temor, se quedó allí parada,
mirando distraídamente a la anciana mientras ésta sonreía.
-Margarita, te estaba esperando desde hacía tiempo, me
dijeron que ibas a venir pero yo pensaba que no tenías valor y, sin embargo,
aquí estás.
Margarita se dejó llevar por la situación.
-Disculpe, pero no la conozco, ¿cómo se llama?, ¿desde
cuándo vive aquí?
Las preguntas se agolpaban en su cabeza y quería
respuestas para no volverse loca.
La anciana dio media vuelta y se dirigió a la salita,
ella la siguió. Tenía la chimenea encendida y café recién hecho sobre la mesa
camilla.
-Yo siempre he vivido aquí. No salgo mucho, los huesos
me duelen, ya tendría que haberme ido, pero te estaba esperando.
Se sentó en una butaca de mimbre y comenzó a mecerse.
Margarita tomó asiento a su lado, en un sillón de piel marrón. La anciana le
sirvió una taza de café caliente y ella lo probó con agrado. Las dos bebían despacio
y en silencio, pero sin nerviosismo por lo desconocido. Nunca había sentido
tanta paz, la última vez que se sintió así fue en su casa de campo, cuando
vivía en familia, antes de que su abuela falleciera.
- ¿Por qué dice que me estaba esperando?, yo no la
conozco.
- Porque te llevo observando bastante tiempo, te
observo cuando trabajas en casa y cuando
lloras, cuando te callas y no discutes aunque tengas
razón. Te observo cuando descansas en el
camino y cuando miras la fachada de mi casa. Esperaba
que ocurriera algo y así ha sido. Decidiste entrar a conocerme.
Margarita la miraba asombrada. Tenía profundas bolsas
a pesar de su juventud, pero sus ojos eran de un negro profundo como la noche.
-Yo no he venido a verla, señora. No sabía que viviera
alguien aquí. Pero ¿no me ha dicho su nombre?
- Margarita, me llamo igual que tú, pero me puedes llamar Margot, para diferenciarnos.
- Margarita, me llamo igual que tú, pero me puedes llamar Margot, para diferenciarnos.
- ¡Vaya, que casualidad!
Margarita se acomodó en su asiento y Margot le habló
de su infancia y juventud, de sus viajes por los cinco continentes y de todos
los amantes que había tenido. Había dilapidado la fortuna que le dejó su
abuela, pero había disfrutado de cada momento y no se arrepentía.
Antes de terminar los relatos de sus aventuras,
Margarita se había quedado dormida como hacía años que no lo hacía, en paz.
Margot la cubrió con una manta roja de terciopelo y se quedó a su lado,
esperando y observando.
Cuando se despertó, ya era de noche, pero seguía
lloviendo. Un temor le invadió y una punzada comenzó a extenderse por su vientre.
La anciana, sin embargo, seguía observándola, con cariño y curiosidad.
-Parece que se ha hecho tarde, si quieres puedes
quedarte, tengo habitaciones de sobra.
Margarita se levantó, estaba muy nerviosa, se
recompuso el cabello despeinado y se alisó la falda. Él la estaría buscando y
no se creería lo que le había pasado, los celos lo estarían consumiendo y con
el tiempo sería aún peor. Ya sabía lo que le esperaba y se agravaría si no
volvía pronto.
-No, eso no es posible, mi marido estará preocupado y
tengo que volver.
Margot le dio un tierno beso en la frente, como hacía
su abuela.
- Siempre que me necesites, estaré aquí, esperando.
Margarita
corrió escaleras abajo, como si volara, ni siquiera sintió los escalones bajo
sus pies, tenía demasiado miedo. Antes de abrir la puerta observó de nuevo la
estancia, todo parecía haber sido un sueño, porque volvía a estar polvoriento y
desolado. Sí, eso era, posiblemente se había quedado dormida y lo había soñado
todo, pensó.
Cuando salió
al pórtico principal, el sol la deslumbró hasta el punto de tener que cubrirse
los ojos. Flapy la esperaba jadeando en el primer escalón y las chicharras
cantaban entre los arbustos. No tenía reloj, no sabía cuanto tiempo habría
pasado pero aún era de día y hacía calor.
Estaba aturdida por lo que había vivido o, quizás,
soñado.
Recorrió de nuevo el camino de la arboleda y se
dirigió a su casa, cruzó por las calles secundarias, no quería que nadie la
viera, estaba demasiado nerviosa.
Cuando llegó al portal, él la estaba esperando. Andaba
nervioso de un lado hacia otro del recibidor. Ella no dijo nada, entró en la
estancia tranquilamente, esperando pasar desapercibida, deseando tener un
caparazón en el que esconderse y no ser vista. Pero no fue así, su marido la
siguió hacia el interior, con el ceño fruncido.
Exhalaba un fuerte olor a aguardiente y tabaco. Margarita comenzó a
ordenar el platero de la cocina, no podía estar quieta, esperaba que él dejara
de mirarla. Finalmente estalló :
-¿Dónde te has metido?, ¿no piensas nunca en tu
marido?
- Estaba dando un paseo, ya sabes que siempre lo hago.
Él la agarró fuerte por las muñecas obligándola a
mirarlo.
-¿Un paseo de veinticuatro horas?
Ella no daba crédito, ¿un día había pasado?, si sólo habían sido unas horas. No entendía y
lo único que pudo decirle es que no se acordaba de nada, pero que estaba bien.
Miró con ternura a Pedro, su marido, y sonrió.
-No te preocupes, cariño. No sé lo que me ha pasado,
pero no debes preocuparte- Su sonrisa era dulce y cálida. Pedro la soltó, la
oscuridad de su mirada se disipó. Vio en su mujer una paz y seguridad que hasta
entonces no había conocido. Sentía que decía la verdad, que todo estaba bien.
Ella se dio la vuelta y se alejó hacia el baño,
necesitaba una ducha fría y pensar con tranquilidad en lo que había ocurrido.
Puede que todavía estuviera soñando; sí, eso sería, un sueño. Si no fuera así,
ahora no estaría relajándose tranquilamente en el agua, sino en medio de un
charco de sangre y, quizás, con un ojo morado y algún diente roto.
Mientras la frialdad del agua la envolvía, miraba las
buganvillas rosas que se agitaban en la ventana y llenaban de color el techo
deslucido.
Cuando se fue a la cama, su marido aún no estaba
dormido. Ella no dijo nada, solo se recostó hacia un lado y se durmió. Él
también se tendió y, por primera vez en mucho tiempo, la abrazó. Esa noche no
tuvo miedo, porque nada le importaba. Sólo pensaba en la casa de la señora
Margot, tenía que volver a verla. Duerme con los ángeles, pareció escuchar en
susurro antes de sumirse en un profundo sueño. Y sintió una ligera brisa en la
mejilla.
El tiempo
parecía no haber pasado, porque los días eran siempre iguales y la rutina era
idéntica.
A la mañana siguiente, el timbre de los canarios la
despertó. Cantaban sin cesar, con una alegría desbordada. Margarita sonrió para
sus adentros, pequeños animalitos enjaulados, no pierden nunca las ganas de
vivir y hacer felices a los demás. Extendió la mano hacia el lugar donde debía
de estar Pedro pero no había nadie, posiblemente se había marchado temprano a
la obra. Siguió con los ojos cerrados un buen rato, saboreando la paz que tenía
en aquel momento. Su marido la había respetado por una vez desde que se
casaron, sin hacerle preguntas ni acosarla. Quizás podría cambiar, pero no
deseaba verlo, ya no le interesaba.
Flapy llegó
y con ternura le lamió la mejilla. Ella
abrió los ojos y lo acarició. Su pequeño amigo, el de los ojos color miel, su
inseparable compañero.
Intentó bajarse
el camisón que ahora estaba por encima de su cintura, pero sintió algo pegajoso
y
mojado al tocarse. No lo podía creer, todo estaba
rojo, ¿era sangre?; el colchón estaba empapado en el lugar donde su marido
había dormido y ella tenía las piernas y parte del cuerpo también manchado. No
reaccionó de forma inmediata sino que cerró los ojos, respiró profundamente y
esperó unos minutos, deseando que todo fuera fruto de la imaginación, que fuera
un engaño de su mente.
Pero cuando
los abrió seguía allí, todo rojo y oscuro. Se levantó despacio, temiendo
mancharse más de lo que estaba o esperando no despertar el miedo que llevaba
dentro. Se deslizó hasta el baño y se miró al espejo, las ojeras seguían allí,
al igual que piel pálida y el cabello indomable. Se metió en la ducha y se
frotó con fuerza. Echó el camisón a la basura y se hizo un café bien cargado.
Tenía que pensar. Flapy no la abandonaba en ningún momento.
Sentada en la
blanca mesa de fornica con la mirada ausente, intentaba ir al pasado inmediato
para conocer el presente, pero por más que intentara concentrase, no pasaba
nada, en su mente todavía seguía en la casa de Margot, en la salita acogedora
con aroma a café y a rosas.
La única
conclusión que sacó, tras revisar todas las estancias de la casa y hasta los rincones
más insospechados, es que algo terrible había ocurrido a Pedro y que ella sería
la culpable. El cuerpo no aparecía por ninguna parte pero ella sabía que algo
no iba bien. Había llamado a la obra, pero él no había ido. Eso no era normal,
no en él, el perfecto, grande y bravucón hombre de cromañón. El trabajador
honrado y borrachín en el trabajo, el marido cruel y egoísta en el hogar.
Tenía que salir
de allí, no lo soportaba más; ¿la creerían si decía la verdad? suponía que no,
todos en el pueblo eran amigos de Pedro, no creerían lo más mínimo su versión y
sus ausencias,
sus vagos recuerdos.
Cogió lo más indispensable y no es que tuviera mucho: tres vestidos, una
rebeca gris y un viejo abrigo heredado de su madre. Entró por última vez en el
dormitorio, de puntillas, temiendo despertar el fantasma de nuevo; sacó el
dinero que tenía escondido en los bajos de la mesilla y huyó con su fiel amigo.
Sabía dónde tenía que ir, sabía donde la querían y la estaban esperando, ella
se lo había dicho. Sí, eso era, iría a la Casa Dorada, allí estaría a salvo.
Salió sin hacer ruido, esperando no despertar las sospechas de los
vecinos. Si alguien le preguntaba, le diría que iba a casa de su madre, sólo
por unos días. Atravesó la calle y no había un alma. De hecho, para ser un
viernes por la mañana, todo estaba demasiado tranquilo. Cuando ya había doblado
la esquina, se paró en seco y retrocedió unos pasos. Todos los portones estaban
cerrados y la tienda de ultramarinos de la esquina también. El sol era intenso.
Miró al cielo y después los árboles, ya no se oían los pájaros, no había sonido
alguno. Aún extrañada siguió caminando, cruzando más calles desiertas, sin
vida, sin nadie que pudiera reprocharle el pecado que estaba cometiendo al
abandonar un marido tan trabajador y solícito.
No quería saber lo que le harían si pensaban que ella lo había matado, aunque
no se acordaba de nada; pero, ¿quién iba a ser sino? Desde que llegó no había
gustado demasiado, con su educación exquisita y sus buenas maneras. Y ella no
había hecho nada por integrarse. No asistía a las fiestas del pueblo, sobretodo
porque su marido confundía sus maneras con falta de carácter y se avergonzaba
de que pareciera “tonta”, como le increpaba cuando estaba borracho. Sin
embargo, no faltaba a sus deberes maritales como buen hombre. Aún más la despreció
cuando supo que ella no podía concebir, aunque estuviera sana y la culpa fuera
de él.
Pero ahora eso no importaba, Margarita ya no miraba atrás, le era
indiferente el pueblo y sus gentes. No le importaba lo que le hubiera pasado a
su marido y, ni siquiera, si estaba loca. Sabía que tenía razón y que tenía que
huir.
Llegó al sendero unos veinte minutos más tarde, se sentó en su árbol
favorito a descansar. Flapy la seguía fielmente, en silencio, también se sentó
mientras se lamía las patas con insistencia.
Su mirada se posó en la casa dorada que había al final del sendero,
estaba brillante, inmensa y solemne. Margarita se dirigió hacia ella con paso
firme, dejando la maleta en el camino y acompañada de su perro. Se llevó la
mano a la frente, intentado hacer sombra para poder ver mejor. No se lo podía
creer. La casa estaba llena de vida. El tejado ya no estaba roto ni la invadían
flores secas por años de abandono. Hermosos rosales flanqueaban la entrada y la
puerta brillaba como si estuviera recién barnizada. Deslizó su mano por el pomo, temiendo
despertar del sueño, y la puerta se abrió. La estancia relucía ante sus ojos
como un pequeño palacio, el distribuidor estaba pintado de violeta y de la
habitación de lectura le llegó un ruido familiar. Se asomó con timidez y pudo ver un hombre de
mediana edad, vestido con un chaqué negro, que tocaba el piano con una alegría
desbordante, cantando al mismo tiempo, aunque nadie lo estaba escuchando.
Se dirigió a la planta de arriba,
mientras susurraba el nombre de Margot. Ésta apareció de inmediato al pie de la
escalera. Estaba vestida con un elegante traje de seda en color canela y
llevaba puesto un pequeño sombrero de flores. Sus labios estaban rojos de tanto
carmín, pero su olor era dulce y entrañable. Extendió los brazos hacia ella y
Margarita corrió a refugiarse en ellos. Lloró de amargura sobre su hombro, por
ella y por Pedro, por todo lo que había pasado y lo que había perdido.
Margot la consoló acercándola aún
más y dejando que la tristeza saliera sin encontrar impedimento. Cuando las
lágrimas se secaron y el alma reposaba tranquila, Margarita alzó la cabeza y la
miró a los ojos. Ésta comprendió su pregunta y sonrió.
- No tengas miedo pequeña. Sé que te parecerá
raro pero te estaba esperando.
- ¿Cómo lo sabías?
- Era tu destino.
Margarita cerró los ojos.
- No sabes lo que he pasado, ni siquiera me
acuerdo de nada. Creo que soy una
asesina, pero mi mente está en blanco.
Margot le rodeó los hombros con sus
pequeños brazos y la llevó ante un espejo. Allí pudo observar lo que era, en lo
que se había convertido. Ya no llevaba puesto el vestido de flores con el que
había huido, sino una vaporosa falda de gasa y una blusa de color azul cielo.
Margarita no comprendía nada. Su piel estaba limpia y sin las bolsas oscuras
que siempre la acompañaban. Sus ojos brillaban y su pelo estaba recogido en un
moño perfecto.
- Antes de que digas nada, tengo que
enseñarte una cosa.
Margarita obedeció, sabía que su
vida estaba en manos de aquella mujer. Se levantaron y fueron hacia la entrada.
El pianista seguía tocando y cantando.
Cuando abrieron la puerta, el sol
seguía allí, inexorable y perenne. Al final del camino se veía un grupo de
personas que desfilaban silenciosamente. Ella no entendió pero Margot le dijo
que se fijara mejor. Presidiendo la comitiva iba un ataúd, de madera clara, sencillo
y humilde, como la persona que descansaría dentro. Sintió pena, una pena
profunda que no supo identificar. Margot señaló de nuevo. Vio una mujer bastante mayor, pequeña y
enjuta, embutida en negro, que si podía
andar, era gracias al apoyo de dos hombres que la asían por la cintura y la
consolaban con palabras cariñosas. Observó una mano delgada asomar por el
ropaje negro y un destello dorado casi la cegó. La pobre mujer terminó por desmayarse
y alguien le quitó el sombrero. Margarita lanzó un grito ahogado, era su madre,
¡Dios mío, era su madre!
Margot la cogió de la mano y la llevó dentro. Se
sentaron en el sofá rojo de la librería, que ahora olía a malvas y azucenas.
-No comprendo, dijo Margarita.
-Eres tú la que ibas en el ataúd,
eres tú la que has fallecido.
Margarita intentó de nuevo recordar,
las imágenes se agolpaban en su mente como diapositivas. Era su marido el que la había matado y no
ella a él.
Esperó a que estuviera durmiendo y fue por un cuchillo a la cocina. Flapy fue el primero en caer. Siempre sabía cuando su ama iba a sufrir y sus ladridos hubieran despertado a los vecinos. A ella fue fácil. Dos veces entró la hoja, una en el corazón y otra en el vientre.
Esperó a que estuviera durmiendo y fue por un cuchillo a la cocina. Flapy fue el primero en caer. Siempre sabía cuando su ama iba a sufrir y sus ladridos hubieran despertado a los vecinos. A ella fue fácil. Dos veces entró la hoja, una en el corazón y otra en el vientre.
Se lo agarró como si aún le doliera.
Margot seguía con su mano cogida, esperando una
reacción. Ella la miró preguntándole:
-Él se ha llevado su merecido, ahora
está ante la justicia- respondió sin titubeos su amiga.
-¿Y ahora qué?
Margot se levantó despacio, el
pianista había dejado de tocar y también miraba.
-Ahora empieza tu vida, tu verdadera
vida, tu oportunidad.- Las flores comenzaron a nacer en el exterior, eran de todos los colores
imaginables. La hierba pajiza y seca dio lugar a unos suaves brotes verdes que
se mecían con la brisa. Ya no hacía calor.
Margarita miraba extasiada por los
ventanales como la naturaleza de sus sueños se abría paso.
-Volverás de nuevo, volverás a
nacer, las veces que quieras y las veces que necesites. Unas escogerás mejor
que otras, pero siempre tendrás que ver a las mismas personas, sólo que ahora
estarás más preparada.
-¿Tendré que volver a sufrir?
-Todo depende de ti, tienes que
aprovechar lo que has aprendido.
Margot se dirigió al pianista y le
pidió que tocara de nuevo. Éste no lo dudó y la música comenzó a invadir la
casa.
Se volvió de nuevo hacia Margarita:
-No tengas miedo, siempre te estaré
esperando.
-¿Quién eres?
-¿Todavía no lo sabes?, soy tu ángel
y tu conciencia.
Margarita llamó a Flapy, que se acercó sin miedo, rozando su cabecita
con las manos de su dueña. Se dirigieron hacia la puerta principal y salieron
al valle. Ya no existía el camino, había desaparecido, pero un su lugar una
pradera se extendía hasta el infinito. Deseó poder decir a su madre que estaba
bien, que seguía viva, que la muerte no existe, que es un instante, que la vida
es siempre.
Se sentó entre un mar de flores.
Sabía que regresaría, cuando estuviera preparada y que la volvería a
ver, eso la tranquilizaba. Respecto a Pedro, ya vería lo que debía hacer con él
cuando se lo encontrara, puede que en otra vida.
Flapy vio un conejo y corrió tras él. Margarita reía, sentía una
felicidad extrema que no sabía describir. Margot la observaba desde la ventana.
También sonreía.
Se echó en la hierba y extendió los brazos. Ahora sólo quería descansar,
mañana sería otro día.
El cielo corrió, con nubes rojizas y
blancas, perfectas y esponjosas.
Margarita cerró los ojos… y
volvió a nacer.
FIN
“Más frecuente
es la vida que la muerte; la muerte es un instante, la vida es siempre”
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