Hoy he visto
la desesperación de cerca, en los ojos de una chica que se encontraba en el
Banco con su madre, esperando en una larguísima cola a que le tocara turno para
poder pagar no sé que recibo. Su madre cayó desplomada, todos pensamos que por
el calor, pero ella aseguraba llorando que era por depresión. Su padre y
hermanos estaban trabajando, ella debía marcharse también, porque sino la
despedirían. Le insistía a su madre que despertara y se levantara, que no le
hiciera eso, le suplicaba. La madre seguía en el suelo, todos
atónitos, la cajera abanicándola. Llegó la Policía y también el Sámur, se
fueron en la ambulancia. La chica estaba destrozada y sin aliento, derrotada.
Su madre no se despertó, aunque sí estaba consciente.
Esto me hizo
pensar en las enfermedades mentales y lo complicadas que pueden llegar a ser.
Porque no son heridas visibles, ni siquiera con la moderna tecnología que puede
ver hasta una célula enferma. Las enfermedades de la mente están ahí, pero no se
pueden ver ni tocar. Son abstractas y, a veces, no podemos entenderlas. Nos han
programado para que sólo podamos creer en lo que vemos y cuando nos dicen, es
que es esquizofrénico o bipolar, tal o cual persona, asentimos, pero sin
entender nada. Porque a nosotros nos parecen personas sanas, incluso,
coherentes (a mí me ha pasado) y podemos llegar a pensar que es un adjetivo
más para designar a alguién que está un poco loco. Pero, ¿quién no lo está en
el mundo en que vivimos?.
¿Cómo cerrar
una herida abierta en un lugar tan recóndito que es casi inaccesible para el
ojo humano?.
Que difícil
tiene que ser convivir con ello, tanto para los familiares como para el propio
enfermo.
Todavía me
acuerdo, cuando pequeña, del loco que había en mi pueblo. Yo era una niña tan inocente, que pensaba que
todos los pueblos tenían uno. Y me
sentía orgullosa, porque era nuestro,
pertenecía a la comunidad, como el parque o la Iglesia.
Este, en
concreto, pensaba que era guarda de tráfico y le encantaban los camiones. Cuando veíamos uno a lo lejos en la carretera
del cementerio, lo buscábamos para informarle: ¡Bola, que viene uno!.
Y el corría,
con sus zapatillas viejas y camisa desabrochada, a la entrada de la rotonda,
haciendo señales con los brazos mientras el camionero lo miraba extrañado.
Después iba tras el camión gritando, hasta que éste atravesaba el pueblo.
Era todo un
espectáculo, porque los niños corríamos y reíamos detrás de él.
Supongo que
tendría alguna enfermedad mental, que ahora se hubiera diagnosticado y tratado
con cierta facilidad. Pero entonces era
el Bola, el loco del pueblo. Vivía con sus hermanos, que lo querían con locura,
era feliz en su inocencia y nos divertía mucho a los niños. La gente lo
respetaba, no lo juzgaba y lo ayudaba.
Para nosotros
era un niño grande, divertido con sus ocurrencias. Aún con sus 80 años, todavía
esperaba a los camiones y autobuses en la carretera. Murió en una
residencia, a la que lo llevaron porque el tráfico aumentó y se hizo difícil
controlarlo; ponía en riesgo su persona y la de los demás.
Echo de menos
su inocencia y la nuestra también. Era
nuestro loco, con cariño, porque lo queríamos.
Ahora los
pueblos son impersonales, por lo menos el mío. Se ha globalizado y ya no hay
costumbres de pueblo, sino de gran ciudad. Antes, ante la falta de información
del mundo exterior, vivíamos inocentes en nuestro pequeño mundo. La tecnología
nos ha acercado más a los demás, sobretodo a los que están lejos, pero nos ha
alejado de los que están cerca.
Por eso,
varias veces en semana, apago el ordenador y la televisión, salgo a la calle y
recorro las tiendas del barrio, hablo con los vecinos que apenas veo, observo
con detalle como habla la gente entre ella, como se dirige al trabajo o como
juegan los niños. Les pregunto por sus familias y enseño a los pequeños juegos
ya perdidos. Establezco una telaraña social con mi entorno, porque con el mundo
más allá de 15 km, ya la tengo elaborada y sellada.
Así vuelvo a
casa y puedo contar, como hacía antes, las vicisitudes de las personas más cercanas, llegándome
incluso a preocupar por sus problemas y estableciendo lazos que se habían
perdido.
Después vuelvo
a conectar el ordenador y accedo a mi red social, la de más allá, dónde también
me esperan mis amigos.
En fin….que extraño es el mundo, pero es la era de
transición que nos ha tocado vivir, porque quizás, dentro de veinte o treinta
años, la comunidad más cercana se haya perdido en pos de una comunidad mayor o
más virtual.
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