JOSÉ LUIS
José
Luis era un chico de provincias, por así decirlo. Marchó muy pronto a la
capital, anhelando algo que todavía no había encontrado. Tenía una gran mata de
cabello rojizo y pecas por todo el cuerpo.
-Tienes
dedos de pianista-le habían dicho muchas veces.
Y es
verdad que durante un tiempo fue al conservatorio del pueblo, que
posteriormente fue cerrado por falta de alumnos. Fue su pasión durante unos
años, después estudió contabilidad, que tenía más salidas, según su madre. Así
terminó en la Delegación de Hacienda del distrito de Chamartín. Llevaba unas
gafas de pasta que no le hacían gracia, pero las lentillas no las aguantaba.
Los ojos le lloraban y se le irritaban. Había, incluso, ido a un asesor
personal, gastándose los ahorros de todo un año, pero sólo consiguió cambiar el
corte de pelo y pasar de las camisas a cuadros a las camisetas estampadas.
Cuando
se miraba al espejo, sabía que ese no era él. Su verdadero yo llegaba por la
noche, cuando se despojaba de todo para convertirse en la bella Lola. Porque
José Luis tenía dos vidas o cuatro, cinco, siete. Las que se le antojara.
José
Luis por el día pegaba sellos, enviaba mails, hacía fotocopias. Por la noche
era Lola, Matilde la tiesa, la Emperatriz Rusa, o cualquier personaje que él
quisiera.
La
música de los 80 y 90 era su preferida. En ella se inspiraban sus personajes,
grandiosos, coloridos, a veces esperpénticos.
Le
había costado poco más de un mes encontrar las discos o pub que pudieran
aceptarle tal como es, donde podía bailar y cantar por unos pocos euros y
algunos cócteles.
Aquel
día de finales de Marzo, con atisbos de lo que supondría una primavera
calurosa, se dirigió al “ Menuda Fiesta”, el último local que lo había
contratado, entre el Hospital Provincial y la M30. Eran sólo las nueve, pero los
oficinistas llegarían pronto, para tomar la copa de la última hora de la tarde.
Cuando
llegó, el camarero nuevo le sirvió el primer cóctel, verde marina, así lo
llamaba. Ron, ginebra y zumo de manzana. Se dirigió al improvisado camerino. En
la parte de atrás, en la habitación dónde guardaban las cajas de cerveza y
restos de sillas viejas, había puesto un espejo que encontró en el rastrillo.
Estaba picado pero le servía. Un flexo hacía el resto. Sobre la mejor silla que
encontró, colocó un pañuelo colorido. Así era su camerino, fabuloso en su
mente, brillante y glamuroso, porque José Luis se había rodeado de un aura
mágica que encendía todas las noches.
Ese día
sería una reina. Para ello se vistió con el maillot dorado y falda voluminosa.
La peluca blanca, el maquillaje de purpurina y los pendientes en cascada
hicieron el resto. Por último, los zapatos de altura imposible de charol negro,
pero que él dominaba a la perfección.
Se miró
al espejo y se besó. Era fabulosa, fantástica. José Luis se quedó atrás, dejándola
hacer. Ahora era ella, la fabulosa Emperatriz.
Eran
las diez y el local ya estaba abarrotado. Las cortinas se abrieron y todos
aplaudieron. El disco comenzó a sonar y ella a cantar. Movía la garganta y
cantaba de verás, porque tenía buena voz, aunque nadie la escuchara de verdad.
El disco original era más creíble.
Bailó
con los hombres enchaquetados de miradas vidriosas, con las chicas desinhibidas,
con los adolescentes que reían avergonzados. El encargado reía también, porque
José Luis en verdad que era especial. Transmitía algo imposible de describir,
una energía tan positiva y alegre que contagiaba a cualquiera que estuviera con
él cuando no era él.
Porque
cuando volvía a su otro yo, al de los días en la oficina y gafas de pasta, su
mirada se volvía triste, soñadora quizás. En el fondo le gustaría ser ellas
todo el tiempo. Quería sentir sus curvas también por la mañana. Maquillarse
antes de tomar el primer café, ponerse faldas y contonearse. Pero por el
momento, tenía que conformarse con hacerlo sólo por las noches.
Sin
embargo, aquella noche sería especial. Aquella noche fue cuando las conoció.
Eran ya más de las doce, su actuación había terminado y tomaba la última copa
sentada en la barra. En el rincón derecho, tres mujeres hablaban. Eran algo escandalosas
y estaban chisposas, como se decía por su pueblo.
La más
alta, morena de pelo corto, de tez oscura, demasiado delgada para su gusto, se
levantó como presa de un estallido de emoción y comenzó a bailar encima de la
mesa, intentado mantener un mal equilibrio.
Emperatriz
miró al camarero, que se encogió de hombros, estaba demasiado cansado para
hacer nada. El encargado había salido y el local debía cerrar en unos minutos.
El resto de clientes se fueron marchando. Pero aquellas mujeres parecían no
querer hacerlo.
-Vienen
por aquí algunas noches-le dijo Antoñito mientras reponía la cámara.-Beben, ríen,
a veces se desmadran. A mí me parecen marujas desencantadas.
Emperatriz
se sobresaltó con tal comentario, ¿cómo se atrevía a llamarlas así?. Y no
porque el término “maruja” fuera despectivo, sino por el tonillo a sabelotodo
machista que no soportaba.
-Pues a
mí me parecen mujeres divirtiéndose, divinas. Se lo merecen igual que cualquier
otra. ¿O sólo pueden divertirse los de veinte años?
Antoñito
se encogió de hombros y negó con la cabeza, como si su palabra, también de
maruja, no valiera ni un céntimo.
Se
dirigió entonces decidida hacía el disc jockey, que quería cerrar el chiringuito.
No se lo permitió.
-Ponme “Lollipop”,
por favor.
-Bueno,
porque eres tú, sino…
La
canción comenzó a sonar y Emperatriz se dirigió decidida hacia las tres
mujeres.
-Bueno,
chicas, ¿qué tal?¿os apetece el último baile?
La
miraron estupefactas, como si no entendieran la pregunta. Ella se agachó a su
altura, los tacones de charol la estaba matando pero no se iría de allí sin
demostrarle algo al energúmeno de Antoñito.
-Escuchad,
le dijo casi en susurro. Aquel de allí-y señaló la barra-supone que a partir de
cierta edad somos unas carcas que no sabemos divertirnos. Chicas, sólo tenemos
que darle una lección.
Las
tres se miraron, no hablaron pero se entendieron. Enseguida se incorporaron.
-¿Por
qué no?, vamos, demostremos de lo que somos capaces-era la más bajita, de ancha
caderas y cara de muñequita de porcelana.
Emperatriz
las llevó a la pista, saltando, contoneándose, sintiéndose grande y pequeña a
su lado. Rieron, cantaron, se movieron como si tuvieran quince años. Quizás
mañana necesitaran un fisio, pero esa noche serían el trío con más marcha de
Madrid.
Antoñito
no tuvo más remedio que reír. Saltó por encima de la barra y comenzó a moverse
también, al ritmo de ellas. Terminaron con una segunda canción, después con una
tercera. Así hasta que el encargado volvió y dio por concluido el día.
-Es la
mejor noche que hemos pasado en mucho tiempo. Por cierto, me llamo Macarena-y
le tendió la mano a aquella hermosa criatura de piel pecosa y sonrisa pícara.
-Estas son
mis amigas, Marion y Mercedes-las dos la saludaron con sonoros besos en las
mejillas.
-Eres
estupenda, ¿sabes?. Venimos mucho al pub y no te habíamos visto por aquí.
Emperatriz
se dejó caer en el sillón más cercano y se quitó los zapatos.
-Eso es
porque acabo de empezar. ¡Dios bendito!, los pies me matan.
Las
tres rieron, sin atreverse a marcharse, llevadas por la energía que rodeaba a
aquella persona y que las tenía hipnotizadas.
Se
sentaron al lado de ella.
-Ya son
las dos y media, creo que debería irme-dijo Marion.
Mercedes
ladeó la boca intentando emitir sonido pero no lo consiguió.
-No
seas aburrida, mujer…todo puede esperar—dijo al fin.
Marion
se volvió a sentar. Era verdad que su
marido la estaría esperando, pero podía esperar un poco más.
-Estoy
harta del trabajo, de las responsabilidades, de los hombres…
Las
cuatro se miraron y rieron a carcajadas.
-Bueno, ¡ojalá tuviera un hombre para mí!-añadió Emperatriz suspirando.
-Pues
me extraña, con ese cuerpazo y esa mente...
Sí, eso
no lo negaba, cuando era ella tenía un cuerpazo, cuando era él sólo era un ser anodino.
Se dirigió al camerino resoplando, pero no de cansancio, sino de diva
satisfecha que había hecho bien su trabajo. La limpiadora había llegado y ya se
encontraba apartando las mesas y sillas para fregar. Ellas siguieron a
Emperatriz, que ni se inmutó. De hecho, le agradaba tener compañía a esas
horas.
-¡Menuda
pocilga te han dado chica!-exclamó Macarena.
Ella se
sentó en su silla rosa y comenzó a deshacer lo que tanto trabajo le había
costado.
-Pues
es lo que hay, por lo menos aquí tengo esto, en otros tengo que utilizar el
lavabo.
Marion
bajó una de las sillas apiladas y se sentó. Ese día no era demasiado bueno para
ella, las cicatrices de la operación le tiraban demasiado.
Mientras
José Luis aparecía debajo del maquillaje, ellas lo contemplaban
fumando un cigarrillo. Él se dejaba admirar y se recreaba con ello. Observó a
las dos mujeres, tan diferentes, a través del espejo.
-Y
vosotras, ¿no tenéis prisa como la otra?-y señaló a Marion.
Macarena
se dirigió a ella, ni siquiera se había percatado de que se encontraba mal.
-Te
podría dar algo, siempre llevo, pero después de beber no me atrevo, si quieres
podemos ir a tomar una infusión o algo así. Se agachó para poder verle mejor
los ojos..¿te encuentras muy mal?
Marion
asintió.
-Pues
no se hable más, tomaremos algo en la primera cafetería que encontremos
abierta.
-Pues
no sé donde puede haber una, a estas horas.
Ya
estaba, Mercedes la escéptica.
José
Luis, vestido con su camisa y vaqueros viejos se colocó las gafas de pasta.
-Yo sé
de una que está las 24 h, si me dejáis ir con vosotras-su mirada había
cambiado.-No quiero volver tan pronto a casa.
Y terminaron
las cuatro en Gran Vía, tomando un café con azucarillos y canela, mientras se
confiaban sus respectivas historias. Porque a partir de entonces José Luis no
sería él, para ellas sería siempre Emperatriz, grandiosa, alegre y divina.
Las
farolas habían comenzado a apagarse cuando se despidieron prometiéndose contar
con ella en alguna que otra salida. A partir de entonces, José Luis sueña con
una realidad que algún día hará
posible. Aquellas mujeres, con sus alegrías y desdichas, con su amistad a pesar de las diferencias, le habían enseñado que podría conseguirlo.
posible. Aquellas mujeres, con sus alegrías y desdichas, con su amistad a pesar de las diferencias, le habían enseñado que podría conseguirlo.
-Pues
las operaciones de cambio de sexo son cada vez más frecuentes-le había dicho
Macarena.
Cuando
a las nueve apareció por la oficina, su sonrisa evidenciaba que el cambio que
tanto había deseado, estaba a la vuelta de la esquina. No había conocido a
aquellas mujeres por casualidad, si se encontró con ellas en aquel preciso
momento, tenía que tener algún sentido. Ya no estaba solo, ahora tenía a amigas
con quien hablar siendo ella misma.
Miró el
reloj, aun no era hora de desayunar, las fotocopias le esperaban en la mesa
perfectamente ordenada, donde tan sólo se había limitado a poner una foto de su
abuela. Observó por la ventana, como las tiendas levantaban los cerrojos y la
calle era invadida por el bullicio de siempre, e imaginó que estarían haciendo
en ese momento sus nuevas compañeras.
Ellas,
a algunos kilómetros, también pensaban en su nueva amiga. Mercedes discutía con
el tráfico mientras llevaba a sus hijos al colegio; Macarena dormía, no tenía
guardia hasta la noche y Marion, pobre Marion, lloraba tendida en la cama por
un dolor que no terminaba de irse. Se durmió como una niña, con las mejillas
mojadas y suspirando, mientras Carlos la observaba en silencio.
José Luis -
(c) -
Elisa María Campos Aguilar
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