“Sólo espero que
al final del camino mi vida haya valido la pena”
INVIERNO. CAPÍTULO IV.
Cada
vez era más duro. Mercedes sólo tenía en mente la esperanza de que un día le
dijeran que su pequeño Fernando estaba curado. Se acostaba por la noche
llorando y se levantaba esperanzada. No quería separarse de él en ningún
momento, pero tenía dos hijos más que también la necesitaban, aunque ahora ella
no podía darles ninguna atención. Cuando estaba en el hospital su energía y
corazón estaban puestos en Fernando. Cuando volvía a casa, obligada por los
médicos y por su ex, su corazón lo dejaba atrás y energía ya no le quedaba.
Alfredo y Martín sólo tenían una madre ausente.
Aquel
día hacía calor, se levantó sudando. Preparó el desayuno para sus hijos, el
autocar del colegio pronto pasaría. Todo estaba en silencio y faltaba media
hora. Fue a la habitación de Alfredo, el mayor, zarandeándolo con fuerza.
-Mamá,
¿qué haces?..déjame dormir-y se tapó la cara con las sábanas.
Ella
enfureció, últimamente no dominaba muy bien su mal genio.
-¿Otra
vez?..no debes faltar. Ya estoy harta de que me lleguen notas de tus ausencias.
Alfredo
tenía quince años, pero aparentaba 18. Era un chico responsable pero vago,
según su padre. Para su madre era sólo un adolescente como los demás, egoísta y
perezoso. Se destapó bruscamente, sabía que su madre no se iría. Desde que
Fernando enfermó, tenía que recordarle las cosas constantemente.
-¡¡Hoy
es festivo!!, ¿no lo recuerdas?
Mercedes
quedó pensativa, durante unos segundos intentó pensar en la última vez que fue
al colegio a revisar las notas de sus hijos; de la última vez que hizo una
compra en la tienda o que tomó un café con sus amigas. Intentó contar los días
pero eran demasiados. Había perdido la noción del tiempo. Incluso su trabajo,
que tanto amaba, lo había aparcado a un lado. Tenía una excedencia que no sabía
cuanto podría mantener.
-¿Qué
día es?-preguntó.
-Es 15
de Mayo, mamá. Es San Isidro.
Y
volvió a envolverse en las sábanas. Mercedes salió de la habitación, fue al
cuarto de baño y se duchó. Lloró mientras el agua corría, no quería que sus
hijos la vieran así, aunque ellos sabían de ella más que ella misma.
Llamó a
Marion para que se quedara con los niños, pero ésta tenía otros planes. Estaba
distante desde hacía unas semanas.
-Por favor,
sólo esta vez. Te necesito, no sé a quien dejárselos y David no puede, por
favor.
Ya
estaba suplicando demasiado.
-No
sé-Marion dudaba-tengo asuntos personales que arreglar.
Mercedes
se exasperó.
-¿Qué
asuntos puedes tener tú, con la vida perfecta que llevas?
Un
silencio se hizo, sólo entrecortado por unos sollozos a los que
Mercedes no daba crédito.
-Lo
siento-se excusó-he sido muy egoísta. ¿Te ha pasado algo?
De
nuevo, el silencio, tan incómodo y tan evidente.
-Sí,
pero por ahora no puedo, lo siento, pero no puedo contártelo. Bastantes
problemas tienes ya. Está bien. En media hora estoy en tu casa, ¿vale?
-Gracias,
amiga.-no quería preguntar nada más. Ahora sólo quería llegar al Hospital
cuanto antes.
Dejó
una nota en la encimera y dijo a sus hijos que Marion llegaría pronto. Confiaba
en ella plenamente. Los niños la adoraban y ella también.
-Será
una buena madre-pensó en voz alta.
No
sabía que todo era una fachada, detrás de la cual una mujer se estaba
derrumbando. Como un mueble comido por la carcoma, se iba convirtiendo en
polvo, poco a poco, dejando huecos en su mente que no sabía como reconstruir.
Cuando
llegó a la habitación del pequeño, su ex se despidió de ella con un frio beso
en la mejilla. Tenía los ojos cansados e hinchados, señal de que la noche no
había sido buena. Aún así no se lo dijo.
-Todo
tranquilo, Mercedes. Sólo se ha despertado un par de veces.
Sonrió
y sus miradas vacías se encontraron, intentando, infructuosamente, darse
ánimos.
-Vete a
casa y duerme. Los niños están con Marion, pasa después por casa, ella no puede
estar todo el día.
Asintió
y se marchó. Ella besó a su hijo en la frente y las manos.
Hacía una semana que le habían hecho el cateterismo y el resultado fue el peor que pudiera esperar. La hipertensión era severa. A pesar de todo, de los medicamentos, del oxígeno del que no se desprendía, no mejoraba. Su piel estaba perdiendo color y los labios se tornaban, por momentos, de un color azulado que nada le gustaba.
Hacía una semana que le habían hecho el cateterismo y el resultado fue el peor que pudiera esperar. La hipertensión era severa. A pesar de todo, de los medicamentos, del oxígeno del que no se desprendía, no mejoraba. Su piel estaba perdiendo color y los labios se tornaban, por momentos, de un color azulado que nada le gustaba.
-Fernando,
cariño, ya estoy aquí. Mamá ya está aquí.
Fernando
sonreía y señalaba la libreta de dibujos que tanto le gustaba. Ella lo
incorporó en la cama y se la puso en el regazo, tirándole todos los lápices de
colores por las sábanas. A él le gustaba verse rodeado de color y ella lo
sabía. Por eso dibujaba continuamente y ella pegaba sus historias en las
paredes de la habitación. Cada vez quedaba menos espacio libre y eso le
recordaba el tiempo que llevaban allí metidos.
Una voz
la sorprendió por detrás. Era Manu, el celador, que le traía un café.
-Hoy
que toca, chaval-cogió el dibujo que había hecho, de un árbol azul y amarillo.
Fernando sonrió.
-Bueno,
éste lo pondremos aquí-y lo colocó con celo encima de botón de emergencias.
Miró a
Mercedes con atención. Se estaba percatando de que la cuenta atrás estaba
llegando a su fin.
-¿Me
acompañas?-le dijo.
Ella
miró el café y le apeteció compartir un momento de charla con él. Desde que
estaba en el Hospital, Manu no había faltado ningún día. Iba todos, sin
excepción, a verla por la mañana, con un café en la mano y una sonrisa en el
rostro. Le transmitía una paz que no había encontrado en nadie.
-Cada
vez falta menos.
Él miró
las paredes.
-Sí, es
verdad, no te lo voy a negar. Pero sólo te digo una cosa-y le cogió su mano-no
te rindas. He visto peores casos.
Ella
sonrió, pensando que sería verdad, por su trabajo. No trataba de dar ánimos sin
conocimiento de los hechos.
-No sé,
paso aquí los días y mi hijo sólo recibe tratamiento que apenas le ayuda y no
sé por qué.
Él miró
al pequeño, que sonreía mientras hacía muecas con su boca debajo de la máscara.
-Quizás
es demasiado pronto. No en todos los enfermos hace efecto al mismo tiempo. En
unos tarda más que en otros.
-Eso
puede ser verdad, todos los días me levanto esperanzada de que lo voy a
encontrar corriendo y jugando como antes. Después llego y todo sigue igual. Es
como si me abofetearan todos los días para despertarme.
Él se
limitó a beber, la miró con serenidad. Tenía los ojos más oscuros que Mercedes
había visto en su vida. Tan negros como el café que se estaba bebiendo en eso
momento.
-Y tú,
¿no tienes familia?, siempre estás aquí.
Manu
sonrió.
-Mi
familia no está aquí.
-¿Aquí?
¿te refieres a España?
-Sí, se
quedaron en Cuba.
-Lo
siento, debes echarlos de menos.
Él
seguía sonriendo, mientras recordaba los paseos por el malecón mientras su
madre se prostituía con clientes extranjeros y la humedad invadía sus pulmones
en aquellas noches eternas.
-Si,
pero sólo a veces. Bueno-y se levantó-ahora debo seguir con mi trabajo.
Ella lo
siguió con la mirada, pensando que quizás le había dicho algo que no debía.
Últimamente era así de egoísta, porque sólo podía pensar en Fernando.
-Al
próximo café invito yo, ¿vale?
El
asintió sin volverse. Mercedes se sentó de nuevo y coloreó junto a su hijo,
mientras le tarareaba una nana inventada. En cuanto terminó, se dio cuenta de
que todo el papel estaba negro. Fernando la miraba extrañado. Ella no daba
crédito a lo que había coloreado. Lo arrugó y tiró a la papelera.
-Mami
no está bien, el tuyo es más bonito. Déjame que lo vea.
El
pequeño se lo enseñó, también era negro. No había dejado un hueco a otro color,
ni siquiera al blanco. Ella palideció, su hijo la había imitado y si era así, ¿en
qué lo estaba convirtiendo?. Terminaría deprimido y sin esperanza. Después dudó
si era posible que un niño tan pequeño pudiera deprimirse.
Tiró su
dibujo también a la papelera.
-Ahora,
¿porqué no me dibujas a los leones, esos que tanto te gustan?
Fernando
adoraba a los felinos, tanto que siempre tenía que ponerle los documentales de
la televisión en cuanto salían. Y mientras todos permanecían dormidos, él
seguía con los ojos bien abiertos y atento hasta el último minuto. Después
saltaba sobre sus padres diciendo que algún día iría allí, iría a verlos.
-Algún
día irás a África, lo sé-le había dicho siempre Mercedes.
Ahora
no lo veía posible, sus ilusiones, sus sueños, su pequeño mundo se estaba
reduciendo tanto que pronto desaparecerían. No podían seguir así, tenían que
salir de allí. Su hijo tenía que vivir, por lo menos una vez, su sueño.
No lo dudó.
Llamó a la enfermera y le preguntó por la posibilidad de sacarlo.
-Hay
que preguntar al doctor, él lo sabrá mejor. Podemos dejarle una bombona de
oxígeno portátil, pero aún así, no se lo recomiendo.
-¡Pues
hágalo, mi hijo se asfixia aquí, tengo que sacarlo!-estaba al punto de la
histeria.
La
enfermera la miraba desafiante, señal de que no estaba de acuerdo con su decisión.
-Pero
el tratamiento venoso será interrumpido…
-Llame
al doctor y dígale que me lo llevo.
La
enfermera salió de la habitación. Mercedes sabía que pronto llegarían los
doctores e intentarían convencerla de que todavía no era el momento. Pero ella
sabía que sí, porque pronto ya no habría posibilidad, los momentos se estaban
acabando y ella lo presentía.
El
doctor Martín se presentó rápidamente y de nada sirvió lo que le dijo. Ella
estaba decidida, así que, por lo menos, consiguió la bombona de oxígeno y
calmantes para el dolor.
-Debería
hablar con su marido, ¿no cree?
-No, no
creo. Traiga la bombona cuanto antes.
Llamó
por teléfono y dio indicaciones. A los pocos segundos apareció Manu con la
bombona. El doctor se la conectó y le dijo como debía utilizarla. Firmó los
papeles en los que se hacía responsable de cualquier consecuencia que pudiera
conllevar su decisión. No le importó.
-Sólo le
durará dos horas. Después debe volver. Recuerde que sólo es un alta parcial.
-Sí, no
lo olvidaré.-Miró a Manu-¿Me ayudas a llevarlo al coche?
Y
Mercedes, por primera vez en mucho tiempo, cogió a su pequeño en brazos. Ya no
pesaba tanto como antes. Fernando lo agradeció apoyando la cabecita en su
pecho, sintiendo los latidos de su madre como suyos propios. Ella pudo observar
su piel cetrina y azulada. Manu fue detrás de ella con la bombona.
En
cuanto salieron a la calle y el sol dio en los ojos del pequeño, se llevó las
manos al rostro mientras reía.
-¿De
qué ríe mi niño?
-Es que
el sol me hace cosquillas, mamá.
Y ambos
rieron. Por un momento sintió alivio de no estar entre las cuatro paredes del
Hospital que habían comenzado a asfixiarlos. Manu colocó todos los aparatos y
las medicinas al lado del pequeño, en el sillín.
-¿A
dónde vas ahora?
Ella ya
se había sentado, Fernando reía con las ocurrencias de un gato callejero que
jugaba en la hierba.
-Voy al
zoológico. Nunca lo he llevado. Su sueño era ver leones y quiero que los vea.
No quiero que pierda sus sueños.
El niño
gritó de alegría desde la parte de atrás.
-¿Puedo
ir con vosotros?..si queréis, claro.
Mercedes
estaba demasiado contenta para negarse.
-Claro
que sí, sube.
Manu
volvió al Hospital y salió sin uniforme, con vaqueros y camiseta ajustada. Por
primera vez lo veía como un hombre y no como el celador que le llevaba café
todos los días.
Durante
los veinte minutos que duró el trayecto, pusieron la radio y cantaron,
dejándose llevar por la emoción del que se siente liberado de una dura carga.
En el
aparcamiento ya sintieron el rugir de los animales. Fernando estaba excitado y
ella era feliz. Lo subieron a un cochecito de alquiler y ataron la bombona en
la parte de atrás. El calor había dejado paso a una brisa refrescante, o era su
alma, que se estaba liberando del peso que la acompañaba desde hacía semanas.
El
pequeño reía emocionado con cada nuevo animal que veía. Manu le compró un
helado de nata. Mercedes le quitó la mascarilla para que pudiera comerlo con
tranquilidad.
-Eres
la mejor madre que he conocido-le dijo.
Ella lo
miró extrañada.
-Yo
¿buena madre?, no sabes lo que dices.
-Sí, si
que lo sé.
Ella
insistió.
-Soy huraña
y, a veces, desagradable. También soy severa. Créeme, no soy una buena madre.
Manu le
cogió de nuevo las manos, eran pequeñas y blancas. Las tuvo entre las suyas
unos segundos mientras ella lo miraba extrañada.
-No has
abandonado a tu hijo, eso te hace buena madre.
De
nuevo vinieron a su memoria, recuerdos escondidos que él creía olvidados. Pero
aquella mujer le recordaba todo lo que su madre no había había hecho por él. Lo
abandonó a los trece años. Lo llevó al pueblo de sus abuelos y dejándolo en la
carretera de entrada, él sólo tenía un papel con la dirección. Nunca los había
visto. Ella estaba borracha y un hombre del que no entendía el idioma los
acompañaba. Era un hombre grande y sonrosado, ya fuera por el alcohol o por el
sol de cuarenta grados que no soportaba su piel.
-Ya
eres mayor, tienes que conocer a tus abuelos. Yo ya no puedo contigo, ellos
sabrán lo que hacer.
De nada
sirvieron sus súplicas. Cerró la puerta del coche y la de su corazón. Ya nunca
más volvió a verla. Pero dejarlo allí fue lo mejor que pudo hacer, porque sus
abuelos lo recibieron con los brazos abiertos y, gracias a ellos, estaba ahora
en España.
-Se ve
que no has tenido buena infancia, ¿verdad?
Él
asintió y se levantó.
-Bueno,
pero ahora todo pasó. Forma parte de
otra vida.
Mercedes
le acarició el brazo, sentía su dolor, sabía que estaba ahí. Desde que su hijo
enfermó se había vuelto más receptiva.
-Pues
pareces siempre tan feliz. Siempre sonriendo y..
Él se
volvió.
-Sonrío
porque lo elijo así, porque me hace ver las cosas de otra manera. Pero sonreír
no significa ser feliz.
Después
observó al pequeño, que no dejaba de mirar a uno y otro lado buscando los
animales que tanto deseaba ver.
-Ahora
tocan los leones.-le dijo.
Fernando
gritaba con la cara manchada, llevaba unos minutos sin la mascarilla y se la
pusieron rápidamente, aunque él hacía por quitársela.
Corrieron
hasta llegar a los felinos, que descansaban a aquella hora de la tarde.
Comieron pipas y chucherías mientras los observaban sentados en un banco. Los
niños corrían con sus globos echando de comer a los patos y Fernando los miraba
anhelando hacer lo mismo. En su mente corría con ellos. Y jugaba al
pilla-pilla, y a los cromos, que tanto le gustaban.
Se
hicieron fotos con el león, que parecía entender la situación y estuvo todo el
tiempo cerca de la valla, de forma que el pequeño pudiera observarlo con
detenimiento. Todos reían y estaban felices. Mercedes ya no pensaba en la
enfermedad, ni en medicinas. Mercedes olvidó que su hijo no era del antes,
hasta que sus labios comenzaron a ponerse azules.
Manu se
alertó al comprobar que la bombona estaba casi vacía.
-No
puede ser, ha pasado poco tiempo.
Nubarrones
se extendieron por su mente y no la dejaban pensar con claridad. El coche
estaba demasiado lejos, no llegarían. Fernando respiraba cada vez con más
dificultad, emitiendo los silbidos que tanto conocía y que tanto detestaba.
-Hay
que llamar a una ambulancia-Manu estaba
con el teléfono en la mano cuando un médico del recinto se acercó. Los llevó a
enfermería y allí le pusieron oxígeno. Pero Fernando había estado cuatro
minutos, sólo cuatro minutos sin él y ya estaba inconsciente.
Mercedes
no reaccionaba, dejando que los demás hicieran y deshicieran. Quedó en blanco,
sin pensar, sin sentir, paralizada. Como si así pudiera evitar que el futuro
llegara.
La
ambulancia no tardó y ellos subieron a la parte de atrás con el pequeño. Manu
le cogía la mano a ambos. Fernando no despertaba y el Samur intentaba
reanimarlo, pero no podían hacer nada más. Sólo llegar lo más rápido posible.
Por el
camino oyó a su marido, como le reprochaba; vio como sus hijos la detestaban,
como sus amigas la consolaban. Escuchó como las voces se confundían en su
cerebro, diciéndole lo mal de su actuación, que no debía haber sacado al niño
del Hospital, que era una irresponsable y que lo pagaría caro. Conocía a su marido,
sabía que así sería. Si Fernando no se recuperaba, ella sería la culpable y
perdería todo lo que amaba.
Las
manos le sudaban y Manu se las cogió, como si supiera lo que estaba pensando.
Recordó sus palabras: “eres buena madre, no has abandonado a tu hijo”. Y recordó también las del anciano de sus
sueños: “ los ángeles te llaman”. Su hijo era un ángel y querían llevárselo, no
podía permitirlo, antes prefería morir ella. Si yo muero, él vivirá. Eso es.
La
sirena calló y supo que habían llegado, Fernando seguía inconsciente. Ella se
deslizó con él por los pasillos, como si flotara, ajena a su cuerpo. Incluso
estuvo en la sala de reanimación, no le impidieron la entrada. Allí, en aquel
lugar frio y aséptico, después de muchos intentos, Fernando abrió los ojos,
pequeños, de color miel y sonrió. Alargó su manita.
-Mamá.
Y ella
pudo descansar tranquila. Tenía que avisar a toda la familia. Su hijo había
sobrevivido, era un luchador. Quiso reaccionar para hablar con Manu y
agradecerle todo su apoyo, pero no podía. Atravesó la puerta como si nada y
voló por el Hospital buscándolo, hasta que lo encontró llorando, cabizbajo, al
lado de una camilla en la que su cuerpo permanecía tendido mientras alguien
presionaba las manos sobre su pecho y recibía palabras de ánimo.
-Vamos,
tu puedes, no te vayas.
Sintió
al anciano a su lado, el calor que desprendía la consoló.
-¿Quieres
ir?-le dijo.
-¿A dónde?-respondió
ella.
-Con
ellos.
Y pensó
que todavía no había llegado la hora. Tenía que volver, su hijo la necesitaba.
No podía marcharse así.
-Ayúdame
a volver, por favor.
El
hombre la miró con una sonrisa tan perfecta que, por un momento, olvidó dónde
estaba.
-Puedes
hacerlo, pero si lo haces, la enfermedad seguirá.
No era
posible, desde el otro mundo le imponían una condición horrible, pero no quería
morir, aún tenía que hacer muchas cosas en su vida. Tenía que ver crecer a sus
hijos, quería disfrutar de la vida en la tierra.
-Tendrás
muchas más-le dijo el anciano.
-Pero
yo quiero ésta.
Y se
desvaneció. Después la pesadez la invadió y sintió como su cuerpo la atraía con
una fuerza que no podía resistir. Abrió los ojos y los pulmones se llenaron de
aire. Volvió a sentir dolor en el alma. Sabía que su hijo seguía enfermo pero vivo.
-¡Dios,
que susto nos has dado!-le dijo Manu.
-He
sido una egoísta, no he querido cambiarme por mi hijo.-comenzó a llorar
desconsoladamente mientras los médicos le ponían calmantes .
Él le
acariciaba el brazo, la miró con ternura.
-No, tu
no tienes la culpa. Le distes lo que él necesitaba. Le distes ilusión. Ahora
luchará con más fuerza.
-Pero
he visto lo que hay después, en el más allá. Me dijeron que si yo moría, él
sobreviviría.
Manu
sonrió.
-Sólo
ha sido un sueño.
Ella asintió,
intentando consolarse con esas palabras. Los párpados le pesaban, los
medicamentos le estaban haciendo efecto.
-Pero
yo sé que es verdad-pensó aunque no lo dijo-, sé que es verdad.
Y
durmió.
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