martes, 20 de mayo de 2014

HISTORIA DE CUATRO MUJERES


“Sólo espero que al final del camino mi vida haya valido la pena”
 

INVIERNO. CAPÍTULO IV.

Cada vez era más duro. Mercedes sólo tenía en mente la esperanza de que un día le dijeran que su pequeño Fernando estaba curado. Se acostaba por la noche llorando y se levantaba esperanzada. No quería separarse de él en ningún momento, pero tenía dos hijos más que también la necesitaban, aunque ahora ella no podía darles ninguna atención. Cuando estaba en el hospital su energía y corazón estaban puestos en Fernando. Cuando volvía a casa, obligada por los médicos y por su ex, su corazón lo dejaba atrás y energía ya no le quedaba. Alfredo y Martín sólo tenían una madre ausente.

Aquel día hacía calor, se levantó sudando. Preparó el desayuno para sus hijos, el autocar del colegio pronto pasaría. Todo estaba en silencio y faltaba media hora. Fue a la habitación de Alfredo, el mayor, zarandeándolo con fuerza.

-Mamá, ¿qué haces?..déjame dormir-y se tapó la cara con las sábanas.

Ella enfureció, últimamente no dominaba muy bien su mal genio.

-¿Otra vez?..no debes faltar. Ya estoy harta de que me lleguen notas de tus ausencias.

Alfredo tenía quince años, pero aparentaba 18. Era un chico responsable pero vago, según su padre. Para su madre era sólo un adolescente como los demás, egoísta y perezoso. Se destapó bruscamente, sabía que su madre no se iría. Desde que Fernando enfermó, tenía que recordarle las cosas constantemente.

-¡¡Hoy es festivo!!, ¿no lo recuerdas?

Mercedes quedó pensativa, durante unos segundos intentó pensar en la última vez que fue al colegio a revisar las notas de sus hijos; de la última vez que hizo una compra en la tienda o que tomó un café con sus amigas. Intentó contar los días pero eran demasiados. Había perdido la noción del tiempo. Incluso su trabajo, que tanto amaba, lo había aparcado a un lado. Tenía una excedencia que no sabía cuanto podría mantener.

-¿Qué día es?-preguntó.

-Es 15 de Mayo, mamá. Es San Isidro.

Y volvió a envolverse en las sábanas. Mercedes salió de la habitación, fue al cuarto de baño y se duchó. Lloró mientras el agua corría, no quería que sus hijos la vieran así, aunque ellos sabían de ella más que ella misma.

Llamó a Marion para que se quedara con los niños, pero ésta tenía otros planes. Estaba distante desde hacía unas semanas.

-Por favor, sólo esta vez. Te necesito, no sé a quien dejárselos y David no puede, por favor.

Ya estaba suplicando demasiado.

-No sé-Marion dudaba-tengo asuntos personales que arreglar.

Mercedes se exasperó.

-¿Qué asuntos puedes tener tú, con la vida perfecta que llevas?

Un silencio se hizo, sólo entrecortado por unos sollozos a los que Mercedes no daba crédito.

-Lo siento-se excusó-he sido muy egoísta. ¿Te ha pasado algo?

De nuevo, el silencio, tan incómodo y tan evidente.

-Sí, pero por ahora no puedo, lo siento, pero no puedo contártelo. Bastantes problemas tienes ya. Está bien. En media hora estoy en tu casa, ¿vale?

-Gracias, amiga.-no quería preguntar nada más. Ahora sólo quería llegar al Hospital cuanto antes.

Dejó una nota en la encimera y dijo a sus hijos que Marion llegaría pronto. Confiaba en ella plenamente. Los niños la adoraban y ella también.

-Será una buena madre-pensó en voz alta.

No sabía que todo era una fachada, detrás de la cual una mujer se estaba derrumbando. Como un mueble comido por la carcoma, se iba convirtiendo en polvo, poco a poco, dejando huecos en su mente que no sabía como reconstruir.

Cuando llegó a la habitación del pequeño, su ex se despidió de ella con un frio beso en la mejilla. Tenía los ojos cansados e hinchados, señal de que la noche no había sido buena. Aún así no se lo dijo.

-Todo tranquilo, Mercedes. Sólo se ha despertado un par de veces.

Sonrió y sus miradas vacías se encontraron, intentando, infructuosamente, darse ánimos.

-Vete a casa y duerme. Los niños están con Marion, pasa después por casa, ella no puede estar todo el día.

Asintió y se marchó. Ella besó a su hijo en la frente y las manos.
Hacía una semana que le habían hecho el cateterismo y el resultado fue el peor que pudiera esperar. La hipertensión era severa. A pesar de todo, de los medicamentos, del oxígeno del que no se desprendía, no mejoraba. Su piel estaba perdiendo color y los labios se tornaban, por momentos, de un color azulado que nada le gustaba.

-Fernando, cariño, ya estoy aquí. Mamá ya está aquí.

Fernando sonreía y señalaba la libreta de dibujos que tanto le gustaba. Ella lo incorporó en la cama y se la puso en el regazo, tirándole todos los lápices de colores por las sábanas. A él le gustaba verse rodeado de color y ella lo sabía. Por eso dibujaba continuamente y ella pegaba sus historias en las paredes de la habitación. Cada vez quedaba menos espacio libre y eso le recordaba el tiempo que llevaban allí metidos.

Una voz la sorprendió por detrás. Era Manu, el celador, que le traía un café.

 
-Hoy que toca, chaval-cogió el dibujo que había hecho, de un árbol azul y amarillo. Fernando sonrió.

-Bueno, éste lo pondremos aquí-y lo colocó con celo encima de botón de emergencias.

Miró a Mercedes con atención. Se estaba percatando de que la cuenta atrás estaba llegando a su fin.

-¿Me acompañas?-le dijo.

Ella miró el café y le apeteció compartir un momento de charla con él. Desde que estaba en el Hospital, Manu no había faltado ningún día. Iba todos, sin excepción, a verla por la mañana, con un café en la mano y una sonrisa en el rostro. Le transmitía una paz que no había encontrado en nadie.

-Cada vez falta menos.

Él miró las paredes.

-Sí, es verdad, no te lo voy a negar. Pero sólo te digo una cosa-y le cogió su mano-no te rindas. He visto peores casos.

Ella sonrió, pensando que sería verdad, por su trabajo. No trataba de dar ánimos sin conocimiento de los hechos.

-No sé, paso aquí los días y mi hijo sólo recibe tratamiento que apenas le ayuda y no sé por qué.

Él miró al pequeño, que sonreía mientras hacía muecas con su boca debajo de la máscara.

-Quizás es demasiado pronto. No en todos los enfermos hace efecto al mismo tiempo. En unos tarda más que en otros.

-Eso puede ser verdad, todos los días me levanto esperanzada de que lo voy a encontrar corriendo y jugando como antes. Después llego y todo sigue igual. Es como si me abofetearan todos los días para despertarme.

Él se limitó a beber, la miró con serenidad. Tenía los ojos más oscuros que Mercedes había visto en su vida. Tan negros como el café que se estaba bebiendo en eso momento.

-Y tú, ¿no tienes familia?, siempre estás aquí.

Manu sonrió.

-Mi familia no está aquí.

-¿Aquí? ¿te refieres a España?

-Sí, se quedaron en Cuba.

-Lo siento, debes echarlos de menos.

Él seguía sonriendo, mientras recordaba los paseos por el malecón mientras su madre se prostituía con clientes extranjeros y la humedad invadía sus pulmones en aquellas noches eternas.

-Si, pero sólo a veces. Bueno-y se levantó-ahora debo seguir con mi trabajo.

Ella lo siguió con la mirada, pensando que quizás le había dicho algo que no debía. Últimamente era así de egoísta, porque sólo podía pensar en Fernando.

-Al próximo café invito yo, ¿vale?

El asintió sin volverse. Mercedes se sentó de nuevo y coloreó junto a su hijo, mientras le tarareaba una nana inventada. En cuanto terminó, se dio cuenta de que todo el papel estaba negro. Fernando la miraba extrañado. Ella no daba crédito a lo que había coloreado. Lo arrugó y tiró a la papelera.

-Mami no está bien, el tuyo es más bonito. Déjame que lo vea.

El pequeño se lo enseñó, también era negro. No había dejado un hueco a otro color, ni siquiera al blanco. Ella palideció, su hijo la había imitado y si era así, ¿en qué lo estaba convirtiendo?. Terminaría deprimido y sin esperanza. Después dudó si era posible que un niño tan pequeño pudiera deprimirse.

Tiró su dibujo también a la papelera.

-Ahora, ¿porqué no me dibujas a los leones, esos que tanto te gustan?

Fernando adoraba a los felinos, tanto que siempre tenía que ponerle los documentales de la televisión en cuanto salían. Y mientras todos permanecían dormidos, él seguía con los ojos bien abiertos y atento hasta el último minuto. Después saltaba sobre sus padres diciendo que algún día iría allí, iría a verlos.

-Algún día irás a África, lo sé-le había dicho siempre Mercedes.

Ahora no lo veía posible, sus ilusiones, sus sueños, su pequeño mundo se estaba reduciendo tanto que pronto desaparecerían. No podían seguir así, tenían que salir de allí. Su hijo tenía que vivir, por lo menos una vez, su sueño.

No lo dudó. Llamó a la enfermera y le preguntó por la posibilidad de sacarlo.

-Hay que preguntar al doctor, él lo sabrá mejor. Podemos dejarle una bombona de oxígeno portátil, pero aún así, no se lo recomiendo.

-¡Pues hágalo, mi hijo se asfixia aquí, tengo que sacarlo!-estaba al punto de la histeria.

La enfermera la miraba desafiante, señal de que no estaba de acuerdo con su decisión.

-Pero el tratamiento venoso será interrumpido…

-Llame al doctor y dígale que me lo llevo.

La enfermera salió de la habitación. Mercedes sabía que pronto llegarían los doctores e intentarían convencerla de que todavía no era el momento. Pero ella sabía que sí, porque pronto ya no habría posibilidad, los momentos se estaban acabando y ella lo presentía.

El doctor Martín se presentó rápidamente y de nada sirvió lo que le dijo. Ella estaba decidida, así que, por lo menos, consiguió la bombona de oxígeno y calmantes para el dolor.

-Debería hablar con su marido, ¿no cree?

-No, no creo. Traiga la bombona cuanto antes.

Llamó por teléfono y dio indicaciones. A los pocos segundos apareció Manu con la bombona. El doctor se la conectó y le dijo como debía utilizarla. Firmó los papeles en los que se hacía responsable de cualquier consecuencia que pudiera conllevar su decisión. No le importó.

-Sólo le durará dos horas. Después debe volver. Recuerde que sólo es un alta parcial.

-Sí, no lo olvidaré.-Miró a Manu-¿Me ayudas a llevarlo al coche?

Y Mercedes, por primera vez en mucho tiempo, cogió a su pequeño en brazos. Ya no pesaba tanto como antes. Fernando lo agradeció apoyando la cabecita en su pecho, sintiendo los latidos de su madre como suyos propios. Ella pudo observar su piel cetrina y azulada. Manu fue detrás de ella con la bombona.

En cuanto salieron a la calle y el sol dio en los ojos del pequeño, se llevó las manos al rostro mientras reía.

-¿De qué ríe mi niño?

-Es que el sol me hace cosquillas, mamá.

Y ambos rieron. Por un momento sintió alivio de no estar entre las cuatro paredes del Hospital que habían comenzado a asfixiarlos. Manu colocó todos los aparatos y las medicinas al lado del pequeño, en el sillín.

-¿A dónde vas ahora?

Ella ya se había sentado, Fernando reía con las ocurrencias de un gato callejero que jugaba en la hierba.

-Voy al zoológico. Nunca lo he llevado. Su sueño era ver leones y quiero que los vea. No quiero que pierda sus sueños.

El niño gritó de alegría desde la parte de atrás.

-¿Puedo ir con vosotros?..si queréis, claro.

Mercedes estaba demasiado contenta para negarse.

-Claro que sí, sube.

Manu volvió al Hospital y salió sin uniforme, con vaqueros y camiseta ajustada. Por primera vez lo veía como un hombre y no como el celador que le llevaba café todos los días.

Durante los veinte minutos que duró el trayecto, pusieron la radio y cantaron, dejándose llevar por la emoción del que se siente liberado de una dura carga.

En el aparcamiento ya sintieron el rugir de los animales. Fernando estaba excitado y ella era feliz. Lo subieron a un cochecito de alquiler y ataron la bombona en la parte de atrás. El calor había dejado paso a una brisa refrescante, o era su alma, que se estaba liberando del peso que la acompañaba desde hacía semanas.

El pequeño reía emocionado con cada nuevo animal que veía. Manu le compró un helado de nata. Mercedes le quitó la mascarilla para que pudiera comerlo con tranquilidad.

-Eres la mejor madre que he conocido-le dijo.

Ella lo miró extrañada.

-Yo ¿buena madre?, no sabes lo que dices.

-Sí, si que lo sé.

Ella insistió.

-Soy huraña y, a veces, desagradable. También soy severa. Créeme, no soy una buena madre.

Manu le cogió de nuevo las manos, eran pequeñas y blancas. Las tuvo entre las suyas unos segundos mientras ella lo miraba extrañada.

-No has abandonado a tu hijo, eso te hace buena madre.

De nuevo vinieron a su memoria, recuerdos escondidos que él creía olvidados. Pero aquella mujer le recordaba todo lo que su madre no había había hecho por él. Lo abandonó a los trece años. Lo llevó al pueblo de sus abuelos y dejándolo en la carretera de entrada, él sólo tenía un papel con la dirección. Nunca los había visto. Ella estaba borracha y un hombre del que no entendía el idioma los acompañaba. Era un hombre grande y sonrosado, ya fuera por el alcohol o por el sol de cuarenta grados que no soportaba su piel.

-Ya eres mayor, tienes que conocer a tus abuelos. Yo ya no puedo contigo, ellos sabrán lo que hacer.

De nada sirvieron sus súplicas. Cerró la puerta del coche y la de su corazón. Ya nunca más volvió a verla. Pero dejarlo allí fue lo mejor que pudo hacer, porque sus abuelos lo recibieron con los brazos abiertos y, gracias a ellos, estaba ahora en España.

-Se ve que no has tenido buena infancia, ¿verdad?

Él asintió y se levantó.

-Bueno, pero ahora todo pasó.  Forma parte de otra vida.

Mercedes le acarició el brazo, sentía su dolor, sabía que estaba ahí. Desde que su hijo enfermó se había vuelto más receptiva.

-Pues pareces siempre tan feliz. Siempre sonriendo y..

Él se volvió.

-Sonrío porque lo elijo así, porque me hace ver las cosas de otra manera. Pero sonreír no significa ser feliz.

Después observó al pequeño, que no dejaba de mirar a uno y otro lado buscando los animales que tanto deseaba ver.

-Ahora tocan los leones.-le dijo.

Fernando gritaba con la cara manchada, llevaba unos minutos sin la mascarilla y se la pusieron rápidamente, aunque él hacía por quitársela.

Corrieron hasta llegar a los felinos, que descansaban a aquella hora de la tarde. Comieron pipas y chucherías mientras los observaban sentados en un banco. Los niños corrían con sus globos echando de comer a los patos y Fernando los miraba anhelando hacer lo mismo. En su mente corría con ellos. Y jugaba al pilla-pilla, y a los cromos, que tanto le gustaban.

Se hicieron fotos con el león, que parecía entender la situación y estuvo todo el tiempo cerca de la valla, de forma que el pequeño pudiera observarlo con detenimiento. Todos reían y estaban felices. Mercedes ya no pensaba en la enfermedad, ni en medicinas. Mercedes olvidó que su hijo no era del antes, hasta que sus labios comenzaron a ponerse azules.

Manu se alertó al comprobar que la bombona estaba casi vacía.

-No puede ser, ha pasado poco tiempo.

Nubarrones se extendieron por su mente y no la dejaban pensar con claridad. El coche estaba demasiado lejos, no llegarían. Fernando respiraba cada vez con más dificultad, emitiendo los silbidos que tanto conocía y que tanto detestaba.

-Hay que llamar a una ambulancia-Manu  estaba con el teléfono en la mano cuando un médico del recinto se acercó. Los llevó a enfermería y allí le pusieron oxígeno. Pero Fernando había estado cuatro minutos, sólo cuatro minutos sin él y ya estaba inconsciente.

Mercedes no reaccionaba, dejando que los demás hicieran y deshicieran. Quedó en blanco, sin pensar, sin sentir, paralizada. Como si así pudiera evitar que el futuro llegara.

La ambulancia no tardó y ellos subieron a la parte de atrás con el pequeño. Manu le cogía la mano a ambos. Fernando no despertaba y el Samur intentaba reanimarlo, pero no podían hacer nada más. Sólo llegar lo más rápido posible.

Por el camino oyó a su marido, como le reprochaba; vio como sus hijos la detestaban, como sus amigas la consolaban. Escuchó como las voces se confundían en su cerebro, diciéndole lo mal de su actuación, que no debía haber sacado al niño del Hospital, que era una irresponsable y que lo pagaría caro. Conocía a su marido, sabía que así sería. Si Fernando no se recuperaba, ella sería la culpable y perdería todo lo que amaba.

Las manos le sudaban y Manu se las cogió, como si supiera lo que estaba pensando. Recordó sus palabras: “eres buena madre, no has abandonado a tu hijo”.  Y recordó también las del anciano de sus sueños: “ los ángeles te llaman”. Su hijo era un ángel y querían llevárselo, no podía permitirlo, antes prefería morir ella. Si yo muero, él vivirá. Eso es.

La sirena calló y supo que habían llegado, Fernando seguía inconsciente. Ella se deslizó con él por los pasillos, como si flotara, ajena a su cuerpo. Incluso estuvo en la sala de reanimación, no le impidieron la entrada. Allí, en aquel lugar frio y aséptico, después de muchos intentos, Fernando abrió los ojos, pequeños, de color miel y sonrió. Alargó su manita.

-Mamá.

Y ella pudo descansar tranquila. Tenía que avisar a toda la familia. Su hijo había sobrevivido, era un luchador. Quiso reaccionar para hablar con Manu y agradecerle todo su apoyo, pero no podía. Atravesó la puerta como si nada y voló por el Hospital buscándolo, hasta que lo encontró llorando, cabizbajo, al lado de una camilla en la que su cuerpo permanecía tendido mientras alguien presionaba las manos sobre su pecho y recibía palabras de ánimo.

-Vamos, tu puedes, no te vayas.

Sintió al anciano a su lado, el calor que desprendía la consoló.

-¿Quieres ir?-le dijo.

-¿A dónde?-respondió ella.

-Con ellos.

Y pensó que todavía no había llegado la hora. Tenía que volver, su hijo la necesitaba. No podía marcharse así.

-Ayúdame a volver, por favor.

El hombre la miró con una sonrisa tan perfecta que, por un momento, olvidó dónde estaba.

-Puedes hacerlo, pero si lo haces, la enfermedad seguirá.

No era posible, desde el otro mundo le imponían una condición horrible, pero no quería morir, aún tenía que hacer muchas cosas en su vida. Tenía que ver crecer a sus hijos, quería disfrutar de la vida en la tierra.

-Tendrás muchas más-le dijo el anciano.

-Pero yo quiero ésta.

Y se desvaneció. Después la pesadez la invadió y sintió como su cuerpo la atraía con una fuerza que no podía resistir. Abrió los ojos y los pulmones se llenaron de aire. Volvió a sentir dolor en el alma. Sabía que su hijo seguía enfermo pero vivo.

-¡Dios, que susto nos has dado!-le dijo Manu.

-He sido una egoísta, no he querido cambiarme por mi hijo.-comenzó a llorar desconsoladamente mientras los médicos le ponían calmantes .

Él le acariciaba el brazo, la miró con ternura.

-No, tu no tienes la culpa. Le distes lo que él necesitaba. Le distes ilusión. Ahora luchará con más fuerza.

-Pero he visto lo que hay después, en el más allá. Me dijeron que si yo moría, él sobreviviría.

Manu sonrió.

-Sólo ha sido un sueño.

Ella asintió, intentando consolarse con esas palabras. Los párpados le pesaban, los medicamentos le estaban haciendo efecto.

-Pero yo sé que es verdad-pensó aunque no lo dijo-, sé que es verdad.

Y durmió.

 

 

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