OTOÑO. 2ª PARTE.
“ En Pakistán el 90% de las mujeres experimenta violencia doméstica,
más de mil mujeres por año son víctimas de asesinatos «por honor» según la
Pakistan's Human Rights Commission. Las niñas sufren matrimonios forzados y las
mujeres ataques de ácido. Es por eso que Pakistán está considerado el tercer país
más peligroso del mundo para las mujeres”
María se levanta con el sudor pegado al cuerpo, ha tenido
una pesadilla que no recuerda. Se toca el vientre y está plano. Tantos meses
con Celia en su vientre y todavía no se acostumbra a que viva fuera de ella.
Siente necesidad de tocarla, acariciarla, oler su cabecita, ver su sonrisa.
Pero ahora no puede, se encuentra a miles de kilómetros, en una tierra
polvorienta. Todo comenzó con un viaje a Islamabad, con sus compañeros Enrique,
fotógrafo y Lidia, su editora. Pero se complicó cuando Bushra Ahmad tuvo que huir a la provincia de
Sind, por las constantes amenazas de muerte que recibía. Aquella mujer, pequeña
y frágil, que le pareció fascinante en cuanto la conoció. Se solidarizó con su
causa, desde el primer momento que tuvo que ponerse un pañuelo para cubrir su
cabello y adentrarse en su movimiento como una más, para seguir todos sus
pasos. Así era ella, no se limitaba a preguntar, sentada frente a su
objetivo, manteniendo las distancias y diferenciando los dos mundos.
María
necesitaba vivir, pensar y sentir como ella, para poder sacar lo mejor de su
entrevistada. Eso es lo que hacía diferentes sus artículos.
Por eso
estaba allí, aislada, sin saber nada de Lidia ni de Enrique, que la dieron por
perdida, cuando un grupo de hombres armados entraron en el hostal donde se
alojaban. Ella decidió huir con Bushra, no quería dejarla ahora que sabía que
debía profundizar mucho más en su vida.
Sintió
el sonido de una campana y se incorporó. Estaban en Febrero pero la temperatura
sería de unos 23º. Le dolía la espalda y estaba cubierta de polvo amarillento.
El pueblo donde se habían escondido no tenía agua potable, así que tendrían que
ir al pozo que había en las afueras.
Las
casas eran de adobe o de ladrillo, los cultivos dominaban en aquella tierra
alta, entre montañas desnudas y valles desérticos.
Habían
dormido en el suelo, sobre unas mantas, tres mujeres y dos hombres, sin
diferenciación alguna. Abdul le ofreció
un tazón de leche de cabra con sheermal. Ella lo bebió con avidez, hacía sólo
dos días que habían huido, por el camino sólo se habían alimentado de frutos
secos, hojas de mostaza, pan de maíz y agua.
-¿Dónde
está Bushra?-preguntó en inglés.
-Fuera,
ha ido a la casa del pueblo, va a reunirse con los jefes de la tribu-le
contestó señalando al exterior.
Ella
terminó de comer y le devolvió el tazón dándole las gracias. Salió rápidamente,
esperaba llegar a tiempo y no perderse detalle, aunque no entendiera el shindi.
No fue difícil encontrar la reunión en un poblado tan pequeño; entre ruidos de
pájaros y el balar de las ovejas, escuchó varias voces juntas. Era la última
casa de la calle, de ladrillo y estaba pintada de blanco, rojo y amarillo. Sólo
constaba de una sola habitación, donde sus paredes estaban llenas de fotos, suponía
que de los diversos jefes tribales que habían vivido allí. En cuanto entró,
todos callaron. Un hombre mayor preguntó algo a Bushra y ella lanzó las manos
al cielo. Después la cogió del brazo y la sacó fuera.
-Quédate
aquí- le dijo- después te lo explico. No les gusta demasiado los extranjeros.
María
se dejó caer en el banco de la entrada, podía oírlos pero no entendía nada.
Enseguida llegaron Ahmed, Abdul y Saima. Eran los seguidores incondicionales de
Bushra, creían en sus posibilidades, en que todo podía cambiar, pero sobretodo,
creían en ella.
Todos
permanecieron callados, sin excepción. No podría haber habido más silencio en
una misa. Pasados quince minutos, salieron de la reunión los jefes tribales y
Bushra.
-Levantaos,
nos vamos a Karachi.
-Pero
¿cómo?, el camión está averiado…-le contestó María.
-Venid,
tengo un plan.
Y todos
la siguieron hasta la casa donde habían dormido. Allí sacó un mapa y dio
indicaciones de la ruta que podría tomar.
-Iremos
hasta Karachi, no por la carretera principal, sino por ésta- y señaló una
delgada línea roja que cruzaba un pequeño desierto.
-¿Y
allí?- espetó Abdul.
- Allí
nos está esperando mi primo, Ali, nos ayudará a cruzar la frontera a la India.
Lo haremos en autocar, dice que así llamaremos menos la atención.
Todos
asintieron sin hacer preguntas, pero María dudaba de todo. Pensaba en los
controles que podían encontrar, todos estarían siendo buscados en este momento.
Una facción del partido radical quería dar caza a aquella mujer que suponía una
afrenta para la religión, la tradición y para la política de aquel país. Y
aunque fuera ilegal todo lo que estaba sufriendo, el Gobierno no haría nada,
porque ella era un ser incómodo para su sociedad.
Miró a Bushra,
pequeña, morena, de ojos grandes almendrados. Una mujer soltera en aquel país a
su edad, era casi un sacrilegio. Pero por donde fuera tenía seguidores, mujeres
y hombres que no se atrevían a levantar la voz. Del resto debía desconfiar.
-Una
cosa más-posó su mirada en cada uno de ellos-, no iremos solos.-Nos llevaremos
a la pequeña Fátima.
-¡Fátima!-exclamaron
todos al unísono.
María
no entendía nada.
-Pero
¿quién es esa Fátima?
Abdul
le explicó que era la sobrina del Jefe, una niña de tres años, enferma desde
que nació. Nadie sabía lo que le pasaba, pero no hablaba ni se relacionaba con
nadie desde que sus padres murieron.
-He
prometido que me haría cargo de ella, en la India tenemos más medios para poder
explicar lo que le ocurre y ayudarla. Aquí no pueden hacer nada.
María
seguía sin entender, separarla de su familia, del hogar que había conocido para adentrarla en un viaje tan peligroso.
Saima la miró y con una sonrisa irónica añadió, a modo aclaratorio, para
aquella mujer occidental que intentaba conocer su mundo:
-Es
mujer, María. Aquí no la quieren porque no la podrán casar y no tendrá futuro.
Es una paria.
-Además,
así pasaremos más desapercibidos-dijo Ahmed, que parecía alegrarse de la noticia-, con una niña pequeña somos lo más
parecido a una familia. Sin ella somos adultos sin nada en común.
Todos
se miraron y asintieron. El resto del día lo pasaron recogiendo agua potable de
la fuente, guardando víveres y preparando el camino.
María
tomaba notas y ayudaba. Pero era una observadora nata y no perdía detalle. Sólo
a última hora de la tarde, cuando se encontraban reunidos en la casa de adobe
prestada, bebiendo el último tazón de leche y rezando porque todo saliera bien,
Saima salió por la pequeña. Volvió rápido, con una niña de ojos color miel,
tierna y asustada, envuelta en una vieja tela de rosas rojas, a modo de velo.
Traía una bolsa de plástico con sus pocas pertenencias. Todos la recibieron con
tranquilidad, como si fuera de lo más normal lo que estaba pasando.
La
pusieron en la única cama de la habitación, después siguieron con sus
oraciones. María se acercó, ella no creía en dioses, ni en milagros. La cogió
en su regazo y le quitó el pañuelo que la cubría. Su cuerpecito era frágil y delgado.
La niña ni siquiera la miró, pero se acurrucó en su pecho mientras se chupaba
el pulgar. Le cantó una nana y la pequeña durmió profundamente.
Los
demás también. Sin embargo, ella permaneció toda la noche despierta, abrazada a Fátima, protegiéndola, como si de su hija se tratara. Y, aunque no creía poder
soñar despierta, lo hizo. Imaginó a Mercedes y Marion conversando mientras
paseaban a los niños. Las vio después tomando una copa en el pub de siempre,
riendo a carcajadas y bailando al son de los 80. También se imaginó regresando
sana y salva, con una gran historia bajo el brazo. Se vio recibiendo el “
Premio a la Concordia”, en el salón del
Ayuntamiento de Madrid, rodeada de su familia y de sus amigas, todos
aplaudiendo.
Cuando
intentó cerrar los párpados ya estaba amaneciendo y una sacudida en el hombro la
espabiló. Todos estaban doblando las mantas y preparándose para partir. La
pequeña Fátima también despertó, restregando sus ojitos con las manos sucias.
María la llevó a la fuente y se las lavó, así como la cara y los pies. La secó
con su propia túnica.
Después,
mientras los demás subían las cosas a la camioneta, ella le dio leche y pan de maíz.
La niña bebió y comió sin rechistar, estaba acostumbrada a obedecer.
Se
pusieron en camino sobre las siete, algunas nubes inocuas dejaban ver un sol
intenso para aquella hora.
-Son
cinco horas hasta Karachi-exclamó Bushra desde el asiento delantero- descansar
cuanto podáis, os avisaremos si hay algún problema.
Conducía
Abdul. Saima y Ahmed iban en el asiento de atrás, con María, que mecía a Fátima
entre sus brazos. Había vuelto a chuparse el dedo porque el traqueteo del coche
parecía asustarla.
El
polvo que levantaban las ruedas era tan fino que, aunque las ventanas
estuvieran cerradas, conseguía la forma de entrar. Cuando llevaban tres horas
de viaje, casi no podían respirar.
-¡Tenemos
que parar!-gritó Saima.
Abdul
se volvió pero siguió conduciendo.
-No
podemos, ya falta poco.
-No-
suplicó María-debemos tomar agua, no se puede respirar….por favor.
Bushra
lo miró y asintió. Pararon y bajaron todos, algunos tosiendo. Todos bebieron
agua como si hubieran estado al punto de la deshidratación. Se las echaron por
el rostro y por las manos. La pequeña seguía en brazos, observando en silencio.
También aprovecharon para hacer sus necesidades, no podrían parar más.
El
resto del camino, lo pasaron cantando canciones populares que María no
entendió, pero que les alegró el corazón. Ella palmeaba y miraba a Fátima, que
sonreía sin emitir sonido alguno.
Pararon
en una colina, a las afueras de Karachi.
-¿Por
qué paramos?-preguntó extrañada.
Ahmed salió de la camioneta con unos prismáticos y no contestó. Volvió a entrar
preocupado.
-Hay un
control en la entrada. Parecen militares del Gobierno, pero también he visto
algunos de la facción radical.
Bushra
quedó callada durante un buen rato, después optó porque siguiéramos, nada de
rodeos. Todas las mujeres se taparon el cabello y medio rostro, así no podrían
identificarlas, sobre todo a María. Debía pasar por una más. Puso su mochila
debajo de las faldas, llamaba demasiado la atención con tanto material.
Cuando
les dieron el alto, no tuvieron ningún reparo en mirar dentro del coche y tocar
el hombro a Saima, mientras se reían y charlaban con Abdul. Las mujeres no
debían hablar. Ellas permanecían con la cabeza agachada; para los hombres era
respeto y sumisión, para ellas era necesidad de que aquello acabara cuanto
antes. Vieron los documentos y los
devolvieron.
Entraron
a Karachi todavía con los velos puestos. La ciudad los envolvió entre grandes
avenidas y rascacielos; autocares coloridos y calles repletas
de puestos callejeros.
Pero no
se detuvieron hasta llegar a la estación de autobuses. Gris y roja, se alzaba
como una gran mole en la parte oeste de la ciudad. Dejaron el coche en el aparcamiento
y bajaron. Bushra sacó el móvil que llevaba escondido en el sujetador y se puso en contacto con
su primo Ali.
Éste
llegó enseguida, con seis billetes.
-El
autocar va a salir de inmediato, tenéis que iros.
Bushra
lo abrazó.
-¿Tú no
vienes, primo?, ¿me dijiste que me acompañarías?
Ali se
separó y la miró fijamente.
-No te
preocupes, nuestro contacto en la India os estará esperando- después miró al
resto del grupo- Se llama Abhramani y os
espera en Rajkot, él os llevará hasta Mumbai.
María
los seguía sin rechistar, agarrada a su mochila y a Fátima, de la que parecían
haberse olvidado. Eran personas demasiadas ocupadas en su causa para
preocuparse de una niña de tres años. Para ellos, era un salvoconducto, pero
para ella, comenzaba a ser algo especial. Se sentía responsable de una pequeña
que no tenía tierra, ni familia, silenciosa y tranquila.
-Tú
eres mi niñita en Pakistán-le susurró al oído-¿qué te parece?
La niña
la miró y sonrió. María la besó y subieron al autocar. Estaba completo, incluso
había en algunos asientos dos personas. Supuso que no eran demasiadas las
ordenanzas sobre seguridad vial en aquel país.
Se
repartieron dispersándose entre las mujeres, hombres y niños que no paraban de
charlotear. Ella escogió un asiento en la segunda fila, al lado de una señora
que leía un pequeño Corán envuelta en velo negro. No se percató de su presencia
hasta que vio la mochila colorida en los pies. La miró con curiosidad, tendría unos
cincuenta años o, por lo menos, es lo que aparentaban sus ojos, que era lo
único que podía ver. Le dijo algo que no entendió, pero supuso que era un
saludo y asintió, no quería que supieran que era extranjera, aunque su tez
blanca la delataba.
Las
autovías de salida estaban repletas también de autocares que iban y venían. De
coches con los techos repletos de trastos y mercancías. El viaje fue placentero, por
carreteras limpias y amplias. María sintió entonces el agotamiento del viaje
anterior. Echó su cabeza sobre el cristal y cerró los ojos. Fátima hacía tiempo
que los había cerrado también y dormía con los puños apretados contra el pecho.
Unos
gritos la despertaron. El autocar estaba frenando bruscamente. Miró hacia atrás
para buscar respuestas en los demás. Sólo pudo divisar a Abdul
entre los pasajeros, que se habían levantado para observar lo que pasaba y que estaba tan perplejo como ella.
-No te
preocupes-le dijo con los labios sin emitir palabra.
Ella se
agarró con fuerza a la niña y esperó asustada. La señora que estaba a su lado
no se inmutó-estaría acostumbrada a los controles-pensó. Pero conforme veía a
los milicianos acercarse y registrar los coches, sin respeto alguno, echando a
las personas de ellos y revolviéndolo todo, sabía que aquello no terminaría
bien. Podía ver la frontera, a menos de un kilómetro. Los guardias indios
hacían pasar las caravanas de vehículos tranquilamente, sin demasiada
preocupación. Pero a este lado de la frontera, no veía al ejército
pakistaní,-¿dónde estarían?- se preguntaba una y otra vez.
¿Por
qué dejaban actuar a los paramilitares con tanta impunidad?. Las dudas se
agolpaban en su cabeza mientras éstos avanzaban por la carretera, acercándose cada vez más. Antes de que el chófer abriera la
puerta, no pudo aguantar, el miedo ya se había apoderado de ella, y se abrió paso hacia donde estaba Bushra, entre codazos y empujones.
-¿Qué
pasa?- le preguntó casi en susurro, aunque pensaba que no la podría escuchar
entre tanto bullicio.
-No lo
sé, normalmente está la guardia pakistaní, estoy tan perpleja como tú.
Permanece callada y a mi lado.
Pero lo
inevitable debe ocurrir, por eso es inevitable. Los milicianos entraron en el
autocar, pedían la documentación y preguntaban. Levantaban sin respeto alguno los
velos a las mujeres y abrían las bolsas de viaje. Ella pensó en su mochila,
quizás demasiado moderna y nueva para una mujer pobre que viajaba con su hija.
Además, estaba repleta de documentos en español e inglés, un ordenador, una
cámara de fotos y dos móviles de última generación.
El
sudor comenzó a empaparle el cabello, bajó por su rostro y corrió por su escote.
Las manos estaban tan mojadas que pensaba que no podría retener a Fátima y la
dejaría caer.
Saima
le puso la mano en el hombro y la tranquilizó. Después tapó la mochila, que
estaba en el suelo, con su vestido. Esperaban que no la vieran.
Sólo
fueron cinco segundos, una mirada y una pregunta. Ella asintió, cubriendo
lo máximo que podía su rostro para evitar el contacto. Bushra intentó hablar
por ella, pero el hombre armado con fusil la atravesó con la mirada.
-¡Dios
mio!-pensó María-quieren que conteste yo. ¿Qué voy a hacer?
Cinco
segundos callada fue suficiente, la sacaron arrastras cogiéndola por las
axilas. La gente les gritaba, llevaba una niña pequeña y parecía no gustarles
sus formas. Allí le registraron la mochila y encontraron todo el material.
Llamaron a más milicianos y todos se dirigían a ella con gritos. María sólo
lloraba, había descubierto su rostro, ya se habían dado cuenta que era
extranjera. No podía saber lo que pensaban, pero sí que estaban enfadados. Los
demás seguían dentro, nadie salió a auxiliarla, aunque ella suplicaba.
Uno de
los hombres la hizo arrodillarse en el suelo y la apuntó con un revólver.
Fátima también comenzó a llorar, emitiendo pequeños gemidos. Una mujer y una
niña-pensó María- no tenemos valor.
Ella
comenzó a gritar también, esta vez en español.
-¿Qué queréis,
por Dios?, es sólo una niña…a ella no- y intentaba buscar clemencia, aunque sabía que no la
entenderían.
El que
ella identificó como máximo responsable dijo algo al que la apuntaba y éste se
volvió a meter la pistola en el cinturón. Después se dirigieron al resto del
autocar haciendo ademanes con las manos.
Ella
seguía allí, arrodillada, sin entender nada, con el viento azotándole la túnica
y el rostro empapado en lágrimas secas.
Los
milicianos siguieron su camino, riendo, y la dejaron allí, como si nada hubiera
pasado. Se levantó aún con temblor en las piernas, la niña seguía emitiendo
pequeños sonidos guturales. María la abrazó, recogió sus cosas y subió de nuevo
al autocar. Desde los asientos de atrás, sus compañeros la miraron aliviados y
le sonrieron con ternura. Sin embargo, María estaba enfadada y furiosa, por su
deslealtad y una cobardía que, en cierto sentido, entendía.
El
autobús se puso en marcha de nuevo. La mujer que leía el Corán, sentada a su
lado, lo dejó caer y le puso la mano en su regazo. Ella la miró extrañada.
-Les
hemos dicho que sólo querías llevarte a la niña-le dijo en español.
-¿Habla
mi idioma?-preguntó María con los ojos abiertos como platos.
La
mujer se quitó el velo del rostro, pudo divisar una tez demasiado tersa para
alguien de su edad en aquel país.
-Soy
española también, pero mi marido es pakistaní. Llevo aquí-y alzó la vista
intentado recordar- cinco años.
-Gracias-
dijo, aunque sólo consiguió balbucear, el temblor de su cuerpo aún no había
cesado.
Y la
mujer se dispuso de nuevo a zambullirse en su lectura.
-¿Cómo
se llama?
Levantó
la mirada del libro.
-Fátima,
me llamo Fátima.
María
sonrió.
-Igual
que ella-y señaló a la pequeña.
-Somos
demasiadas Fátima en este país- y se tapó el rostro, envolviéndose de
nuevo en su mundo.
Pasaron
los controles indios sin problema alguno, fueron educados y los papeles estaban
en regla. Ahora María pensaba en su estrategia. Tenía suficiente material,
debía buscar la embajada española en cuanto llegaran. Tenía que avisar a sus
compañeros y familia, debía decirles que estaba bien. Había olvidado la preocupación que seguramente habría ocasionado. La estarían buscando y su desaparición saldría
en todos los medios de comunicación.
Todavía le temblaban las piernas y la adrenalina se había concentrado en su cerebro, haciéndole ver todo con más claridad.
Se aferró a la pequeña, tan sudorosa y asustada como ella.
Tres
horas de viaje más-suspiró- y todo habrá acabado.