Algo parecido
es lo que dijo John Lennon. Y es que nos pasamos la mitad de nuestra vida
soñando. Desde pequeñas nos enseñan a soñar con mundos perfectos, donde somos
las princesas; damas hermosas, heroicas y protagonistas de bellas historias
con finales felices.
Esto está
bien a los 5, 10 ó 15 años. Pero seamos realistas, seguimos soñando
mientras pasamos la aspiradora, fregamos los platos o hacemos rápidamente la
comida porque los niños no tardarán en venir.
Y mientras realizamos todas esas tareas, soñamos con un futuro que cada vez es más corto.
Llevamos la mitad del camino andado, todavía falta la otra mitad. ¿No sería mejor
vivirlo a soñarlo?
Eso es lo que
me he planteado. Romper las ataduras, ver mi alrededor cotidiano como el más
hermoso y, si no lo es, cambiarlo para que así sea. No, no me conformo con la
rutina diaria del trabajo en la oficina; de tirarme dos horas haciendo una rica comida para que los niños la desechen en dos segundos porque no les guste. Terminar a la hora del café, sentada en la cocina, con la pila llena de
platos sucios y soñando, mientras tanto, que estoy fuera de allí, en un mundo
paralelo, de cuento de hadas, donde nunca me ensucio las manos, ni se me rompen
las uñas. Donde el pelo no está grasiento ni pardo. Donde todo brilla por
naturaleza y los nubarrones son sólo un espejismo.
Pero ahí está
el problema. Desde que tenemos uso de razón, nos deberían enseñar que las hadas
no existen, que todas somos princesas y que los sueños se consiguen con lucha. Que todo hay que ganarlo y que en parte depende de tí.
¿Por qué un
día nublado tiene que ser opaco, triste?, ¿por qué una comida en familia o un
trabajo repetitivo tiene que ser aburrido?
Los mundos de
cuento no existen. Existen las personas con mundos reales, maravillosos, que
sonríen a pesar de todo. Que ven la luz en lo gris, que transforman lo rudo en
delicadeza, lo cotidiano en sorpresa.
Los cuentos
son eso, sólo cuentos. La realidad es mucho mejor, porque es lo que vivimos todos los
días. No podemos cambiar un cuento que nunca existirá, pero tenemos el poder de
cambiar la realidad.
Dejemos de
soñar con las historias que nos impusieron y escribamos las nuestras, con nuestra
propia vida. Convirtamos lo que no nos gusta. Quitémonos las
gafas rosa y descubramos nuestros bellos ojos, para que la luz de la verdad
entre en ellos y podamos vivirla.
Y, si en
algún momento, nos cerramos en lo que nos prometieron, en las fábulas
centenarias relatadas a millones de mujeres; sólo habrá que mirarse al espejo y sonreír,
para que la belleza real penetre de nuevo en nosotras.
En este preciso instante
estoy escribiendo, pero me esperan demasiadas cosas por hacer. Una lavadora que amenaza con venir a recogerme a la salita y un cuarto que he de organizar, si mañana quiero tener ropa limpia que ponerme. Estoy en chándal, no vestida con
tul de colores. Fuera está lloviendo, pero las gotas de agua son cristales
preciosos que adornan mi ventana. La gata ronronea al lado de la estufa.
¿Qué voy a
hacer?, me pintaré los labios de rojo, cepillaré mi pelo y sonreiré al espejo.
Después, cantaré mientras trabajo. Porque ya no soy princesa, sino reina, de mi
casa, de mi familia y de mi vida.
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