El
viento era suave y llevaba en sí mismo una arena gris, fina, casi transparente.
Las mujeres se cubrían la boca con el velo por necesidad. Las gafas de sol, que
no se había quitado durante todo el camino, fueron sus mejores compañeras. Sus
ojos se resentían con el sol y con el aire. Un autocar colorido frenó en seco y
un carromato tirado por bueyes, volcó hacia un lado esparciendo todo el
cargamento de paja. Las motocicletas pasaban sin detenerse, ocupadas por dos,
tres o más personas. Chiquillos vendían frutos secos, empanadillas y se
ofrecían para hacer recados. Corrían de aquí para allá, con su ropa sucia y su
mirada limpia, limpísima, con aquella sonrisa perenne que parecía estar siempre
ahí.
—No
sienten tristeza, no como yo —pensó.
Porque
la tristeza ya formaba parte de su vida y no sabía como desprenderse de ella.
Carlos la había acompañado en el viaje, pero aquello no duraría, lo sabía. Lo
hacía por ella, él no quería hijos. Se había resignado a utilizarlo y él, a
dejarse utilizar. La quería demasiado para perderla y ahora iba a adoptar a una
niña de tres años. El orfanato era blanco y amarillo, con barrotes en las
ventanas y habitaciones llenas de cunas y camas, que ahora aparecían desiertas.
Era día de revisión médica y todos hacían cola en la parte de atrás, dónde un
médico ceñudo y bien alimentado, los pesaba y medía. Los bebés permanecían en
brazos de sus cuidadoras, siempre en silencio, siempre sonriendo.
Cogió
la mano a su marido, sudorosa a causa del calor o del nerviosismo. Esperaban sentados
en una pequeña habitación gris, con sillas de metal oxidado y una mesa central
dónde se esparcían revistas en inglés. Fuera, los más mayores jugaban al
futbol. Podía sentir los golpes de balón y los gritos de euforia.
La
puerta se abrió y apareció una mujer envuelta en un share amarillo. Tenía la
mirada oscura y severa, arqueó las cejas, los observó y después volvió a salir
sin decir nada.
—No te
preocupes cariño, todo saldrá bien.
Carlos
trataba de animarla, pero tres horas de papeleo y después aquella espera
interminable. Cuando las palabras de aliento ya no significaban nada, la puerta
se abrió y la misma mujer volvió acompañada de un médico.
—Todo
ha ido bien, pero hay un problema —el hombre se presentó como Lalit, fue amable
pero dubitativo.
—¿Dónde
está Fátima?, es demasiado tiempo, ¿qué está pasando?
La
mujer y el médico cruzaron sus miradas, cómplices de lo que iba a decir.
—Fátima
no está bien, no podemos engañarlos. Su enfermedad, no sé como decirlo, no es
física.
—Eso ya
lo sabía yo —exclamó Marión mientras Carlos intentaba hacer que no se exaltara
demasiado.
—Creemos
que ha sufrido abusos y, en estos casos, hay un protocolo determinado.
En ese
momento fue Carlos el que saltó como un resorte.
—Pero
¿de qué me hablan?, no nos importa. La adopción sigue adelante, la trataremos
en mi país.
La
mujer, que se había mantenido en un segundo plano, trató de hablar en defensa
de su orfanato, pero el docto Lalit la hizo callar con tan sólo levantar la
mano.
—Pueden
verla, si quieren, pero necesitamos que se hagan más pruebas antes de emitir el
certificado de idoneidad.
Marion
creyó morirse de nuevo, en aquel preciso instante. Todo debía salir bien, todo,
sin excepción. Tanto ella como María y Mercedes, lo habían planeado
escrupulosamente. Tanto papeleo para nada.
—¿Cuánto
tiempo tendremos que esperar? —preguntó desolada.
—No
sabemos, los tribunales van lentos, tres meses o un año, nunca se sabe.
Les
pidieron mil veces perdón, pero ella no se resignó. Los llevaron a la
habitación de juegos, donde la pequeña permanecía sentada sobre una manta,
rodeada de niños que correteaban de un lado a otro, agarrándose a sus faldas,
mientras las cuidadoras se esmeraban en hacerlos callar. En cuanto los vio
llegar, su carita se iluminó. Se agarró al cuello de Marion como si lo hubiera
hecho miles de veces. Y así era, en sueños que la perseguían cada noche.
Carlos
las dejó hacer, era su momento. Las dos permanecieron así, mientras el cielo
plomizo se volvía oscuro y la luna emergía grande y dorada. Y la directora del
orfanato, que ya había sido informada, los dejó.
La
sala, ya vacía y alumbrada por una bombilla azul y fría, que parecía que fuera
a apagarse de un momento a otro, emitía destellos en las paredes revestidas de
muñecos pintados y papel de aluminio.
—¿Qué
te han hecho pequeña?
Carlos,
mientras tanto, se limitó a mirar por la ventana, pensando que era demasiado el
tiempo, que no podría sostener esta relación mucho más. Quiso volver a la vida
de antes, donde eran sólo ellos dos. Se pasó la mano por el cabello, rebelde a
causa de la humedad, y observó a su esposa, mientras le cantaba a una hija que
nunca lo sería. La niña extendió su dedito índice para señalarlo y después,
chuparse el pulgar de la otra mano, sumiéndose en un profundo sueño.
Y una
rabia contenida tanto tiempo, que no sabía que la tuviera, explotó dentro de
él, quemándole el estómago y después la garganta, para meterse en su cabeza y
susurrarle que se fuera, que aquello estaba mal, que esa mujer sólo le había
hecho daño. Sus ojos se nublaron mientras seguía observándolas, ahora con
recelo. No quería estar con una mujer que lo iba a sustituir por un niño. No,
así no.
Así que
abrió la puerta y se marchó. Cogió un taxi en dirección al hotel. Ya no podía
esperar más. Marion, mientras tanto, se limitó a seguir meciendo a Fátima, con los
ojos llenos de lágrimas por lo que había de pasar. Pero lo más doloroso es que
hubiera sido allí, en aquel lugar, en aquel momento de incertidumbre. Pero no,
no estaba sola, tenía a su hija y eso nadie se lo arrebataría. Sus amigas, sus
queridas amigas, que los esperaban para celebrarlo. Incluso habían programada
actividades con los niños, todos juntos, como una renovada familia. Después
estaba el pequeño Fernando, al que había prometido llevar su madre al templo …,
y ella, y Carlos. Ahora ella sola, porque todos tendrían que volver a España,
pero ella se quedaría en la India, no se marcharía de allí sin su hija.
Todo
comenzó tres días antes, en los preparativos del tan deseado viaje, cuando ya
intuyó que algo saldría mal, cuando el viento de la misericordia la abandonó.
Aquel que siempre la había acompañado, en los momentos más difíciles. Incluso
cuando la temperatura le subía a 39º a causa de la fiebre, siempre volvía,
haciéndole cosquillas en su rostro y secando el sudor.
Estaba
haciendo la maleta con lo imprescindible. Rosi, que desde que vivía con ella,
pululaba de aquí para allá con plumero en mano y ajustados vaqueros, no paraba
de hablar. Carlos, sin embargo, seguía ordenando todo el papeleo que iban a
necesitar. Ya era otoño, pero las hojas se resistían a caer. Después, esas
lluvias que no terminaban de llegar. Desde la ventana del cuarto, podía divisar
un trocito de cielo, el justo para saber si haría buen o mal tiempo. Si
necesitaría chaqueta o pañuelos.
—Pues
no sé que haré sin ti —Rosi se tiró, literalmente, sobre la cama de matrimonio.
La confianza había dado lugar a falta de pudor, pero a Marion no le importaba.
En cierta medida, era su salvadora.
—Ya
sabes que debes cuidar a los hijos de Mercedes. Además, el dinero te vendrá muy
bien.
Rosi
suspiró y se incorporó. Se ajustó el sujetador debajo del estrecho jersey.
Desde que vivía en aquella casa, sus pechos se habían hinchado como globos
llenos de aire. Sabía muy bien que era debido a las buenas comidas y falta de
ejercicio. Antes, entre tanto ajetreo sexual no le hacía falta. Ahora, sin
embargo, debía andar todos los días tres kilómetros si quería ponerse en forma.
—¿Podré
ponerme ropa tuya?
Marion
la miró con tanta severidad, que se arrepintió de haberle preguntado.
—No me
lo puedo creer ¿pero si tienes más que yo? —le respondió.
Los
gorriones se posaban en los geranios de la cornisa y provocaban sombras
grotescas en la pared. La ventana estaba abierta, pero la atmósfera era tan pesada
como un día de Agosto.
Las dos
se asomaron, temiendo asustarlos. Marion, amante febril de la naturaleza,
sobretodo de las plantas, veía tan hermoso que pájaros en libertad se posaran
en las suyas, que no le importaba que le robaran unas ramitas de vez en cuando.
Rosi,
sin embargo, trató de espantarlos con la mano, que Marion sujetó a tiempo.
—¡Pues
no eres rara tú ni ná! no veas la de pajaritos que tomaba yo en mi pueblo.
Marion
hizo que no la escuchaba. En cambio, sus oídos se llenaron de aleteos y silbidos
que le parecieron musicales.
Rosi
pasaba el plumero por la habitación requetelimpia, como ella decía. Porque no
podía dejar que ni una sola mota de polvo invadiera lo que ahora era también su
hogar.
Carlos
entró despavorido, el sudor corría por su frente.
—Marion,
falta el documento de idoneidad, ¿lo has cogido?
—Está
sobre la cómoda, detrás del portarretratos.
Y lo
dijo sin volverse, sin quitar la sonrisa de su rostro. Ya sabía donde debía
dormir su hija. Sería allí, en aquella habitación. Así podría ver los
amaneceres, como las aves emigraban en invierno y las copas de los árboles se
mecían por el viento.
Corrió
hasta el salón, abrazando a su marido por la espalda, con tanta fuerza que éste
dio un respingo.
—¡Qué
feliz soy!
Él
siguió guardando y repasando. Demasiado nervioso, demasiado serio para lo que
solía ser. Pero Marion estaba pletórica. Unas horas más y su vida cambiaría.
—¿Sabes
dónde pondremos a Fátima? —preguntó ilusionada.
—Pues
no, dime tu. Supongo que en la única habitación que nos queda —lo dijo con
cierta desgana, mientras sus ojos se cerraban presos de una pesadumbre que no
se atrevía a manifestar.
—En
nuestra habitación, nosotros nos iremos a la de invitados.
Carlos
se volvió, besó a su mujer en la frente y se alejó.
—Lo que
tu quieras —masculló entre dientes.
El
calor se hizo sofocante. Marion quedó allí, petrificada por el comentario. El
fuego subió por su espalda y se instaló en su nuca. Se sujetó el cabello con
ambas manos en la coronilla, esperando que el frio llegara, que el viento de la
misericordia, se adentrara por alguna de las ventanas abiertas y la rodeara
como una lengua de agua fresca. Pero el calor siguió aumentando y la mente se
le turbó con el pensamiento que siempre había temido.
¿Sería
verdad que él no quería a la niña?, ¿qué iba a hacer entonces?
Y
cuando la ilusión cayó sobre el suelo, intentando escapar de ella, como si de
un ratón asustado se tratara, el teléfono sonó y Rosi anunció a los cuatro
vientos, como si estuvieran en un estadio de futbol:
—¡¡Nos
vamos chicoos, el taxi ha llegado!!
Fátima
volvió de nuevo a su corazón y su mente se relajó, olvidando los sentimientos
ajenos.
Y así
se dirigieron a casa de Mercedes. Marion ilusionada, Carlos ensimismado en sus
propios pensamientos y Rosi, canturreando, mientras el taxista compartía
chistes que nadie entendió.
Y,
aunque abrieron las ventanillas, ni una brisa de aire entró por ellas. En la
calle, los niños corrían a coger los autocares que los llevarían al colegio,
mientras sus madres les cerraban las mochilas y les daban cien mil indicaciones,
colocándoles bufandas que terminarían engullidas por los asientos.
—No lo
entiendo —murmuró Carlos— ¿es que tiene la calefacción puesta?
El
taxista negó y el coche prosiguió su camino por la M40, para adentrarse después
en la M30 y continuar por la Avenida de Andalucía, hasta que divisaron las
casas perfectamente alienadas con sus tejados negros y jardines empedrados.
Por eso,
a pesar de los arrumacos, de los besos, de la ilusión por su hija, supo, que en
cuanto llegaran a la India, todo terminaría.
Aquel día
fue diferente. El viento había abierto las ventanas y entrado suavemente en la
habitación. Acarició a Mercedes y silbó en el oído del pequeño Fernando. Fue un
susurro, que se transformó en palabras de ánimo, en cuanto su cerebro supo
interpretarlo.
—¿Hoy
nos vamos, mamá?
—Si
cariño, hoy nos vamos.
Las
maletas estaban hechas desde hacía tres días y toda la documentación preparada.
Rosi se quedaría con los niños. Al principio le pareció una mujer vulgar y mal
hablada. Pero era cariñosa y buena con sus hijos, y si a Marion le parecía
bien, ella no tenía nada más que decir.
—¡Esto
está de puta madre! —es lo primero que le dijo en cuanto vio su casa.
Rosi
sonreía, indiferente, y los niños vieron en ella una buena oportunidad para
hacer lo que les viniera en gana.
—Estos
no me conocen a mí —pensó mientras se relamía los labios, pintados de un color
tan rojo, que ni la misma sangre le hacía competencia.
En el
aeropuerto, María y Macarena, ya preparadas, como modelos de pasarela. Con sus
cuerpos esbeltos, ajustados a finas blusas de algodón, se contonearon con las
maletas a juego, neceser incluido. Mientras ellas, arrastraban las suyas,
desiguales y variopintas. Improvisadas mochilas de gimnasio, que se hacían
bastante pesadas, sobretodo para Mercedes, que llevaba a Fernando en brazos.
Carlos, hombre gentil, quizás demasiado, pues a mitad de camino, las hizo que se
desprendieran de todo, para llenarse ambos brazos, espalda incluida, de bultos
que terminaron por enterrarle.
El
vuelo pasó rápido, entre los juegos del pequeño, las historias de María sobre
su último viaje a Pakistán y los pensamientos expresados de la inestable
Macarena, que con su incipiente barriga, se lamentaba de todo lo que dejaría de
hacer en cuanto fuera madre, para pasar después a ilusionarse con el mundo
infantil y todas sus posibilidades.
Carlos,
sentado dos asientos más alejado de ellas, se limitó a escuchar música con los
cascos y los ojos cerrados. Aparentando que dormía, aunque Marion sabía muy
bien que no era así, que prefería aislarse de aquellas voces estridentes,
llenas de alegría. Y ella, muy en su interior y a pesar de todo, prefirió
también ser ajeno a él. No quería más tristeza, no quería contaminarse con
oscuridad. Ahora quería luz. Ahora era ambos ajenos, el uno con el otro, sólo
unidos por costumbre o por necesidad.
Olor a
curri y pollo, a azúcar fundido con pasta de colores. A comino y a pimienta.
Olor a sudor y a perfumes tan profundos, que su halo quedaba aún cuando la
persona que lo llevaba había pasado hacía un buen rato. Macarena tenía ganas de
vomitar. Desde que se bajó del avión, ya con el estómago revuelto, supo que no
aguantaría mucho más. Se agravó en cuanto se adentraron en la ciudad. El polvo
levantado por miles de pies y carromatos, coches y cláxones tocando sin cesar.
—No
puedo más —exclamó, mientras buscaba un lugar solitario donde poder expulsar el
vaso de leche, el zumo, las tostadas y la ensalada.
Pero
como allí donde alcanzaba la vista, era un mar de gente que se entretejía entre
edificios que parecían no tener fin, decidió hacerlo sin pudor. Y en mitad de
toda aquella vorágine, mientras Fernando miraba asombrado los coloridos share
de las mujeres, en brazos de una Mercedes exhausta, con botella de oxígeno al
hombro, arrojó fuera de sí todo lo desayunado, comido, cenado y almorzado el
día anterior. Los demás, que se había alejado, mapa en mano, intentando buscar
un taxi decente, se perdieron tal espectáculo.
Los
tres terminaron salpicados por desechos malolientes. Macarena respiró aliviada. Mercedes tuvo gana
de decirle cuatro verdades, con su lengua viperina lo tendría fácil, pero
calló. Había pasado por tres embarazos y eso la solidarizaba.
Sólo
encontraron un buen hombre que aceptó llevarlas, a pesar del olor a vómito. Dos
billetes de más le levantaron la moral al pobre taxista, que tuvo que hacer el
viaje con todas la ventanillas bajadas y pañuelo en mano.
Los
demás los seguían, en un mercedes con aire acondicionado. Macarena podía oír
sus risitas de complicidad, mientras ella no se atrevía a hablar, temiendo que
el ogro de Mercedes despertara de su letargo para ensuciarla con sus palabras
aún más.
—Mira mamá,
es el señor de los sueños.
Fue
Fernando el que señaló un hombre enjuto, de larga barba blanca y bastón, que
los observó al pasar mientras se comía una naranja. Sonrió enseñando unos
dientes mellados. Su mirada, del color de la arcilla, se iluminó. Levantó la
mano que tenía libre y unos dedos largos acariciaron el cristal.
Los
tres quedaron anonadados. En verdad, aquel se parecía mucho al hombre de sus
sueños. Pero el taxista las devolvió a la realidad.
—Cierren
las ventanas, aquí hay mucho ladrón.
—Pero
ese hombre, no parece…
—Pues
sí, si usted supiera.
Y así
Macarena quedó callada. También Mercedes y el pequeño Fernando, aunque sabían
que aquel hombre, si que era su salvador, el que los había llevado allí, el que
tenía la solución. Seguro que volvería a encontrarlo, eso no había duda. Era su
destino.
El
hotel, cómodo aunque no demasiado lujoso, los estaban esperando. Revestido de
mármol y papel bermellón, resultaba elegante.
El
baño, práctico y sencillo. Las camas, grandes y cómodas. No necesitaban más.
María
era la única que dormiría sola en una habitación. Así que se separaron para
encontrarse una hora más tarde en el restaurante. Ya con el cuerpo más
descansado y la mente despejada, disfrutaron de una velada entre cócteles, agua
con gas y zumos de frutas para los niños.
—Estoy
emocionada —Marion no cabía en sí, al día siguiente conocería a su hija.
Las
demás, cómplices de aquella ilusión, se miraron satisfechas. Nunca habían visto
a su amiga tan pletórica, tan llena. Y es que la luz que desprendía su mirada,
su piel, era la vida misma. Carlos, sin embargo, se limitó a sonreír, jugar con
el pequeño Fernando y asentir a todo lo que decían. Como si aquello no fuera
con él, como si fuera un mero espectador y no el futuro padre de la criatura.
—Pues
esto del embarazo, a mí me mata —Macarena bebía pequeños sorbos de su agua
mineral, suspirando y anhelando volver a ser la de antes, aunque algo se
removía en su interior recordándole que la vida se abría paso a través de ella.
Aún
embarazada, seguía estando delgada, atlética. Mercedes la miró con desgana.
Envidiaba sus muslos morenos, largos y duros, que exhibía en minifalda sin
ningún pudor. Ella, blanca irremediable, los escondía tras pantalones de
algodón elásticos. Las varices no perdonaban, su corta estatura no ayudaba, y
los pocos cuidados que se había profesado tampoco. Pero su carácter, tan fuerte
y sensible al mismo tiempo, es lo que hacía de ella una persona especial. Su
amiga María lo sabía bien. Había estado con ella en los mejores y peores momentos.
En su divorcio, en la enfermedad de su hijo. Y nunca había parecido necesitar
consuelo alguno.
Le
cogió la mano con cariño. Mercedes la aceptó. Las copas se sucedieron y las
lenguas se soltaron, presa de una liberación contenida durante mucho tiempo. Marion
las observaba, la más silenciosa, había aprendido a abrirse, dejar su perfecto
mundo atrás para abandonarse a la corriente de las relaciones humanas. Y eso le
había traído a miles de kilómetros de España, a la India.
—Es lo
mejor que me ha pasado en la vida —todas la miraron, incluido Carlos, que dejó
a Fernando con su juguete, expectante a lo que dijera su mujer.
—¿A qué
te refieres? —preguntó, aunque sospechaba a lo que se refería.
María,
con una copa de más, respondió a la absurda pregunta revestida de ironía:
—¿Qué
va ser hombre?, ¿acaso no ves el cambio desde que sabe que va a ser mamá?
Carlos
se limitó a emitir un sonido parecido a un esbozo, como un” ya lo sé” o “es
broma”.
—Pues
esto se merece un brindis, no sé lo que habría hecho sin vosotras. Será la
última copa que me tome en mucho tiempo. Desde ahora, dedicaré a Fátima todas
las horas que me queden del día.
Y
levantó el Martini por encima de su cabeza, pero las demás no la siguieron.
—No,
no, no. Eso no puede ser —Mercedes volvía a establecer sus reglas — , no puedes
dejar de ser quien eres por un hijo. Yo sólo brindo porque sigas siendo tú, y
por más salidas. ¿Para qué tienes a Rosi sino?
Y así
todo quedo dicho. Ser una madre obsesionada no sería lo suyo. Carlos, que le
pareció estar desterrado de aquel brindis, levantó también su cerveza, y nunca
se sintió más hipócrita.
—Por mi
mujer, la mejor, la más en todo —era la tercera que llevaba y su voz comenzaba
a perderse en el eco de una incipiente gangosidad —Ella es, que decir…
Se
levantó e hizo un círculo con sus brazos, abrazando a todas las presentes.
Macarena soltó una risita, quizás maliciosa. María y Mercedes se miraron.
Sabían lo que iba a pasar. Pero Marion no hizo nada por detenerlo. Sonrió,
levantó su copa, sin mirarlo siquiera y brindó.
—Por
mí, la mejor en todo, ¿no es así cariño?
Él
agachó su cabeza y la acercó a la de ella, que hizo ademán de besarlo, pero se
retiró a tiempo.
—Tengo
que salir de aquí, ¿vienes? —le dijo Carlos algo bamboleante, pero no lo
suficiente para que no pudiera encontrar el camino él solo.
Siempre
hacía lo mismo. Si algo no salía como él quería, intentaba manipularla. La
felicidad no podía ser de los dos, tenía que ser de uno y compartida por el
otro. ¿Qué hacer con un hombre que sabía que la amaba, pero que no la aceptaba?
—Bueno,
chicos, no es para tanto. Carlos, porque no vuelves con nosotras, prometemos no
hablar de más cosas de mujeres.
Macarena
se levantó para intentar retenerlo. Él la separó suavemente.
—No, no
hace falta.
Pero
sus ojos recorrieron su cuerpo, para posarse en sus piernas, las más morenas y
musculosas que había visto en mucho tiempo.
Marion
ni siquiera se azoró. Por alguna razón, él había dejado de ser su centro de
atención.
—Maca,
ven, que descanse, es mejor.
Y así
terminaron la noche. Entre cócteles de agua, champán y zumo. Mientras Fernando
parecía estar en el séptimo cielo. Porque, aunque no se movió del sillón en
ningún momento, atado a su botella de oxígeno, pudo ver al hombre de sus
sueños, el que lo señalaba con el dedo, sonreía y curaba.
—¿Qué
le pasa? —preguntó María.
—No es
nada, sólo que a veces sueña despierto —respondió Mercedes, mientras acariciaba
su rostro.
Fernando
se había quedado en una especie de éxtasis, con la boca entreabierta y una media
sonrisa, mientras la saliva caía por la comisura de sus labios. El tener cuatro
años le daba esa posibilidad. Y el estar enfermo también. Podía viajar a otros
mundos, ser quien quisiera ser, ver a quien quisiera ver. Y mientras su madre
parloteaba de cosas sin sentido para él, prefería volver al mundo donde podía
correr, volar. Sin médicos ni hospitales, sin mochila a la espalda y tubos de
oxígeno. Ahora estaba allí, en aquel bosque, con el hombre de sus sueños, el
que le dijo que lo salvaría.
—Algún
día —el hombre mellado, de edad indefinible le acarició también la cabeza, como
lo había hecho su madre. De hecho, no sabía si era el hombre o ella, porque su
imaginación los confundía a veces. Y es que estar entre dos mundos y poder
diferenciarlos, era difícil.
Ya en
la habitación, Marion quiso evitar toda discusión. Se abrazó a Carlos, que
parecía dormir, aunque se volvió para asirla por la cintura y sentirla.
—Una
vez más —pensó.
Y se
desnudaron como adolescentes, para hacer el amor como siempre lo habían hecho,
con pasión. Eso no fallaba.
—Me
ama, estoy segura —pensó Marion —, sino ¿por qué aceptaría adoptar una niña si
no fuera así?
—No sé
lo que voy a hacer —pensó Carlos, que intentaba aclararse, ahora más
desahogado, con la piel cubierta de sudor y una sonriente Marion a su lado, que
le besaba el hombro y daba pequeños
abrazos.
Así,
ella descansó con la tranquilidad de sentirse querida, mientras Carlos lloraba
bajo la ducha, presa de un pánico que quería alejar de él pero que no podía. Se
extendía por todos sus miembros y ya había llegado a su corazón. Había amado a
aquella mujer más que a nada, no podía vivir sin ella, pero con ella tampoco.
Menos ahora, que había cambiado. Él quería a la antigua Marion, más dulce, más
tranquila, más superficial incluso. La de ahora le parecía igual que sus
amigas, inestable y voluble. ¿Dónde estaba su mujer?
Y así
Marion llegó al día señalado, donde nada salió como estaba planeado. Pero lo
peor de todo, es que había preferido a la pequeña Fátima. Mientras Carlos cogía
un avión rumbo a Madrid, sin mediar explicación alguna, aunque no la
necesitara, porque era lo que había de pasar, ella decidió dejar de llorar.
Carlos, después de todo, era buena persona. Y así se lo hizo saber a sus
amigas, que no daban crédito a lo que había pasado.
—No sé
como te ha podido dejar tirada, así, como si nada.
María
era la más indignada. De todas, es la que más había confiado en Carlos. Siempre
le había parecido un hombre honesto, quizás demasiado fantasioso, pero muy
enamorado de Marion.
—No
pasa nada, de verdad. Esto viene de lejos, algún día tendría que pasar.
María
se paseaba por la habitación con su blusa atada a la cintura y la piel
brillante por el sudor. Mercedes, más tranquila y sentada en la cama, dio su
visto bueno a todo aquello, nada extrañada por la situación.
—Es
normal, fíjate en mí. Por lo menos el tuyo no te ha engañado.
Eso es
lo más triste que le podían decir. Porque Marion hubiera deseado que, por lo
menos, le hubiera sido infiel, así tendría una mejor excusa para odiarlo. Pero
no podía, sólo se había roto, el lazo que los unía, se había roto. Había
quedado deshilachado, como las telas viejas, y ella había tratado de
remendarlo, pero un pequeño tirón lo destrozó. Ese tirón fue la decisión de
adoptar, unilateral y un poco egoísta. Pero era su camino, lo que tenía que
hacer, y lo sabía.
Y
mientras las demás decidían que hacer, Marion sintió un viento frio, fino, casi
cortante, que subió por sus piernas, espalda y le alborotó el cabello,
secándole el sudor. La tarde se estaba echando y el polvo levantado por la
vorágine del día, cubría toda la ciudad. Observó por la ventana el cielo más
naranja que había visto nunca. El viento de la misericordia había vuelto, ahora
sabía que todo saldría bien.
—Ya sé
lo que haremos —exclamó María —, llamaré a Vadin. Su padre tiene influencias,
nos ayudará a agilizar todo esto, eso es.
Fue a
su cuarto, dejando a sus amigas debatiendo otras posibles salidas, para hacer
la llamada que le cambiaría la vida.
El
móvil sonó tres veces con la música de Forrest Gump de fondo. El corazón le
latía con fuerza. No lo había visto desde hacía meses, pero lo amaba. Y, aunque
él le había prometida ir a verla, todavía no lo había hecho.
—¿María?
—respondió.
—Sí,
Vadin, soy yo —intentó controlar su emoción —, necesito tu ayuda.
—Cariño,
quería decirte..
—No,
ahora no, por favor, es urgente —María fue cortante por necesidad— , ¿recuerdas
la adopción de Fátima?, pues ahora no la dejan que se la lleve, dicen que
sufrió abusos y tiene que pasar otro tribunal.
Un silencio
en la línea la obligó a proseguir.
—Sé que
tu padre tiene influencias, ¿no puedes hacer algo?, es demasiado lo que mi
amiga está pasando.
—No te
prometo nada, pero lo intentaré. Te diré algo esta tarde.
Su voz
sonó algo derrotada, como si hubiera hecho un gran esfuerzo. Pero ella pareció
no darse cuenta de la situación.
—Te
echo de menos, dijiste que vendrías a verme.
Él
suspiró. Su mujer andaba por la cocina, cocinando pollo con curry mientras
canturreaba una canción. Vadin tapó el auricular, no quería que María lo
supiera, de esa manera no.
—Lo sé
—susurró— , es que no he podido, de verdad. Tenemos que hablar María, es
importante. Yo también te amo.
—Bueno,
pues entonces, no sé a que esperas. Un avión y ya está.
—No es
tan fácil.
Vadin,
sofocado por el calor de aquella época, que en la India se extendería por
meses, intentó sujetar su corazón, que latía demasiado rápido con tan sólo
escuchar su voz.
—Estoy
en la India, con las chicas. Estamos lejos, pero cuando vuelva, si no vienes,
iré yo a Londres. No puedo esperar más.
—¿En la
India? —su voz se había tornado expectante.
—Si,
cariño, ya te he dicho que vendríamos con Marion para lo de la adopción.
—Si,
si, es que había pensado que lo que había recibido era una carta o documento
oficial, por lo de la nueva situación.
Unas
carcajadas al otro lado del teléfono le recordaron su boca, su sonrisa.
—No,
tonto, no. Ya está todo preparado, por eso esta urgencia. Por favor, promételo.
—¿El
qué? —ahora no podía pensar con claridad. Tan cerca y tan lejos al mismo
tiempo.
—Que va
a ser, tonto, lo de Marion. Es que Mercedes se pierde con las leyes de este país.
—Sí, lo
haré. Está tarde sin falta. ¿Dónde os alojáis?
—En el
Santa Victoria, ¿por qué? ¿no pensarás venir? —María jugaba con su pelo de
forma pícara, enredándolo entre sus dedos, mientras recordaba la última noche
que pasaron juntos.
Dos
calles lo separaban de ella. Dos calles de su amor. Pero esa cercanía era aún
más dolorosa. Sintió como si su corazón fuera atravesado por una daga larga,
fina y afilada.
—Te
quiero, ¿lo sabes verdad?
—Sí, si
que lo sé —respondió ella feliz.
Vadin vio
como su mujer se afanaba en doblar y colocar ropa en las estanterías, mientras
le sonreía, ajena a todo lo que entrañaba su interior. Una relación tan formal
que no se podía sostener.
—Esta
tarde te respondo, no te preocupes —y colgó, dejando a María mirando el
teléfono, asombrada por el cambio de voz. Estaba intentando fingir, lo sabía.
Su olfato periodístico le había enseñado a distinguir las señales. Y aquella
era una de ellas, le estaba mintiendo.
Vadin,
esperando como proteger a su mujer de todo esto, pero deseando abrazar de nuevo
a María, se debatía entre el deber y su corazón. Tópico tan antiguo como la
humanidad. Había actuado por obligación pero no podía olvidar su amor. Y así
decidió hacer las llamadas que hicieran falta, para que Marion tuviera a su
hija lo antes posible. Así María estaría más feliz y podría ver su realidad de
otra forma, con más esperanza.
Pero
María, debatiéndose entre la atmósfera calurosa de la habitación, que había
comenzado a asfixiarla, había decidido poner en marcha sus contactos. Había
localizado la llamada y ahora lo sabía. Él estaba a sólo dos calles de ella.
Vadin era consciente de ello y no le había dicho nada.
Y
mientras él se sentaba a la mesa con su solícita esposa, sonriendo y aparentando
una felicidad vacía; María lo observaba, desde la acera de enfrente. Un gran
ventanal, en una gran casa, rodeada de jardín, donde correrían chiquillos
descalzos, tan morenos y sonrientes como ellos. No había tardado ni cinco
minutos en llegar hasta allí. El corazón le latía con tanta fuerza que se lo
tuvo que sujetar. El sudor corría por su espalda, abrazándola a medida que
caía, lentamente. Y cuando estaba a punto de llorar, con los ojos inflamados
por tanta contención, un viento frio la rodeó, produciendo un ligero remolino que
la envolvió. Sus pulmones se expandieron y suspiró.
—No voy
a dejar que me lo hagan, otra vez no —pensó.
Así
tuvo claro lo que debía hacer. Aceptaría el trabajo en Nueva York. No dejaría
su vida nunca más en manos de ningún hombre.
Ya en
el hotel, mientras Marion se había recompuesto gracias a su ayuda, a la que se
agarró como un clavo ardiendo, Mercedes adivinó lo sucedido. La mirada de María
estaba algo vacía, como si algo se hubiera perdido dentro de ella.
—Amiga
—le susurró al oído mientras se dirigían a la piscina —no te pueden quitar el
amor.
Ella la
miró asombrada ante tal reacción, por parte de una mujer tan receptiva y
práctica al mismo tiempo, que nunca perdía el tiempo en hablar de cosas banales, aún menos de amoríos. Mercedes era la persona menos romántica que conocía.
—Si,
así es —asintió ésta— , el amor es grande María, y existe. Sólo tienes que
encontrarlo.
Fernando
chapoteaba en la orilla en manos de Macarena, que se esforzaba por contenerlo,
provocando que terminara tendida en el suelo y sin poder levantarse. Una
barriga de cinco meses pesaba demasiado, a pesar de estar en forma. Y eso provocó
que todas rieran a carcajadas, mientras ella trataba de levantarse, para
después escurrirse de nuevo en el charco que el pequeño Fernando había
provocado a su alrededor.
—Es el
viento de la misericordia —aseguró Marion. Aunque sólo ella se entendió.
Continuará….
FIN
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