INVIERNO 3ªPARTE
Son las ocho de la
tarde y Mercedes está agotada. Hoy no ha ido al bufete pero no ha parado desde
que María la llamó. Ha tenido que coordinarse con la asistenta social, para que
Marian y Carlos lo tuvieran todo perfecto. Una niña en adopción necesitaba de
papeleo, por suerte ellos ya lo tenían todo, sin embargo la última vez no
pasaron la idoneidad por motivos económicos. Marion se quedó en paro tras su
operación, pero con el sueldo de Carlos tenían suficiente por ahora y nadie
mejor que ellos para darle tanto amor a una niña como Fátima.
En España las
adopciones son exigentes y difíciles. Por suerte, en la India no tanto y a las
ocho de la tarde ya estaba todo solucionado.
Había llamado a su
exmarido para que se hiciera cargo de los niños y hoy dormirían con él. Cuando
se sentó en su sofá favorito y se sirvió una copa para celebrarlo, pensó que no
lo haría sola. Debía llamar a sus amigas, las que habían estado a su lado en
todo momento.
-Marion ¿ que te
parece si nos reunimos en el centro para celebrarlo?
Se descalza
mientras da un sorbo al vino.
-No sé, es que
quiero celebrarlo con Carlos. ¿No te enfadas, verdad?
-No, no mujer. Es
lo lógico. Es que a veces soy un poco egoísta. No te preocupes, mañana nos
vemos.
Marion parece
alegre por la respuesta. En cierto sentido, le tiene respeto. Sabe que su
personalidad es fuerte y, a veces, contradictoria. No quiere enfadarla.
-Sí, eso es. Mañana
te llamo sin falta y tomamos algo.
Mercedes cuelga y
se toma el resto de la copa. Se huele la camiseta que lleva puesta desde la
mañana, es un olor extraño, diferente. Desde que tiene los síntomas de la
premenopausia su cuerpo está cambiando. Suda por lugares dónde no sabía que se
pudiera sudar. Se lava tres veces al día, se echa dos clases diferente de
desodorante, pero aún así, sigue emanando vapores que la encienden como una
antorcha.
Ve la caja de soja
en la mesa y no duda en tomarse dos cápsulas. Le dijeron que le harían efecto
en unos tres meses. Pero ella no puede esperar tanto tiempo para volver a la
normalidad. Cada vez que va a la oficina tiene que llevar una pequeña mochila
con recambios de todo, de blusas, medias, incluso de bragas.
-Si es que parezco
un bebé-piensa en voz alta.
Y la excusa
perfecta para sus compañeros, es que es asidua del gimnasio. Claro está, que
notarán que no está adelgazando nada, para estar todos los días bailando al
ritmo de zumba.
-No me queda más
remedio-piensa mientras se dirige a la ducha, desperdigando su ropa por el
camino.
Se lava con
frenesí, el cabello también. Cuando se mira al espejo, desnuda, su blanca piel
está colorada de tanto frotarse.
Se coloca unos
vaqueros grandes y una sudadera. El cabello mojado peinado hacia atrás. Limpia
de cualquier accesorio. Tan diferente a como viste habitualmente, en traje y su
cara pintada a la perfección. Tres meses de curso para aprender a maquillarse,
de algo le habían servido. Ahora no lo necesitaba. Sólo quería hablar con su
amiga, ya era hora de hacer las paces.
Cuando ya ha
salido, con el coche en marcha, pone el manos libres, no quiere perder más
puntos del carnet.
-¿Diga?-la voz de
Macarena sonaba cansada.
-Maca-así es como
había decidido llamarla-¿quieres que tomemos algo?
-No puedo, ¡no te
puedes imaginar el día que llevo!.
-Sólo será un rato,
tengo que comentarte algo muy importante, de María.
Ya no quería dar la
vuelta, tenía ganas de sincerarse.
-De verdad,
Mercedes. Quiero hablar contigo pero tiene que ser mañana, hoy estoy en el
hospital y no he parado siquiera a tomar algo.
-Pues descansa un
poco. Voy, tomamos un café rápido y hablamos. Por favor- suplicó- algo extraño
en ella.
-Está bien. Pero no
tardes, estoy de guardia y no puedo perder mucho tiempo.
Mercedes no cabe en
sí de alegría, así que pone un CD de Madonna, Holiday. Piensa que está feliz, a
pesar de que a veces se sienta sola. Tiene tres niños estupendos, un exmarido
que, aunque odia, es buen padre y puede contar con él. También un buen trabajo
y un sueldo del que no se puede quejar,- ¿qué más quieres?-le dice siempre su
hermana.
Pero por la noche
llora, cuando los niños duermen. Nadie puede saber que ella, la gran abogada,
dura, inflexible, aparentemente despreocupada, siente una soledad tan grande
que, en ocasiones, le pesa tanto como una losa, dejándole huellas que cree
imposibles de eliminar.
El tráfico parece
haberse reducido drásticamente desde que comenzó la crisis. Sin embargo, el
transporte público estaría repleto.
-Tomaré la nacional
IV, así llegaré más rápido.
Se había
acostumbrado a hablar en voz alta. No estaba loca, pero necesitaba escuchar su
voz como si dialogara con alguien imaginario. Manías que olvidaría cuando
encontrara a alguien con quien compartir su vida.
Desde que se había
separado, hacía unos meses, todo había cambiado. Al principio se sintió
liberada. Después tranquila y, por último, extraña. Extraña porque había pasado
la mitad de su vida viviendo en pareja y quería una. Se había impuesto la
necesidad de tener a alguien a su lado.
Sus amigas se
encontraban completas. Marion casada con un buen hombre; Maca, va de flor en
flor, picando aquí y allá. Mercedes sonríe al pensar en ella.
-¡Esa chica!. Yo
tendré problemas pero ella aún más.
A su exclamación no
responde nadie pero ella ya lo sabe. Sigue toqueteando el volante al ritmo de
la música. La pone al máximo, no quiere escuchar sus pensamientos. En un
semáforo, dos jóvenes que van en el coche de al lado, le hacen un “calvo”. Ella
responde a su provocación con una “peineta”.
-¡Niñatos de mierda!-les
grita.
El teléfono suena
casi al mismo tiempo que sus palabras se pierden en el vacío del coche cerrado.
Ni siquiera cree que la hayan oído, pero su expresión lo ha dicho todo.
-¿Quién demonios es
ahora?
Le responde la voz
sarcástica de su ex.
-Bueno, pues si
quieres cuelgo.
Mercedes se detiene
a un lado del arcén.
-No, no te
preocupes. Es que he tenido…bueno, no importa. ¿Están los niños bien?.
-Por eso te
llamaba. Es Fernando, de nuevo con la alergia. Creo que debemos llevarlo al
hospital. Le he dado los aerosoles, pero no mejora como debiera.
-¿Quieres que lo
lleve yo?
-Sí, así me quedo
yo con los mayores.
Ella resopló y se
echó el cabello hacia atrás, sujetándolo con una gomilla. Se había secado y
ahora le era imposible domarlo. Los rizos le caían por doquier sin orden
alguno.
-Está bien. No
tardaré. Haz los ejercicios de respiración con él mientras llego.
Dio la vuelta en la
rotonda y se dirigió por la M30 a la casa de su marido. En las afueras y
compartida con su hermano, había sido un chollo.
Llegó en quince
minutos. El pequeño emitía pequeños silbidos, señal de que estaba peor de lo
que pensaba.
Lo sentó a su lado.
Sabía que no debía ir ahí, pero quería tenerlo vigilado mientras llegaban al
hospital.
-Mamá, no me
encuentro bien-su voz es apenas perceptible.
-No te
preocupes-Mercedes lo acaricia con una mano mientras intenta no perder la vista
de la carretera.
Fernando aspira y
expira cada vez con más fuerza, como si los bronquios ya no dejaran paso al
aire.
-Mi niño, por
favor, aguanta.
Y corre, incluso
saltándose los límites de velocidad.
Tenían que
cambiarle la medicación. No le funcionaba desde hacía dos meses y los ataques
eran cada vez más frecuentes. Pensaba en ello por el camino, mientras adelantaba
a derecha e izquierda y su pequeño comenzaba a palidecer.
Por fin llegó al
hospital. No era en el que trabajaba Marion, pero sí el primero que vio y su
hijo no podía esperar.
Los médicos de
urgencias lo atendieron con cierto desdén, como si no tuviera importancia.
-Por favor, póngale
oxígeno. Mi hijo lo necesita.
La miraron con
cierta expresión de “no te metas en nuestro trabajo” y la hicieron esperar en
recepción.
Decide entonces
llamar a Maca y contarle que no podría ir a tomar ese café. Lo único que obtuvo
de ella fue un:
-Sí, sí.
Después colgó.
Pero Mercedes no
estaba para tonterías. Su hijo estaba pasándolo mal y no sabía que le ocurría.
Pasaron dos horas. Reclamó en Información y se tomó dos zumos y un café. Los
nervios le hacían palpitar y el teléfono no dejaba de sonar. Su marido, también
nervioso, no entendía como todavía no le habían dicho nada.
Por fin salió un
enfermera. Se dirigió a ella con una seriedad que no presagiaba nada bueno.
-¿Mercedes
Espinosa?
Ella se levantó
dejando caer el zumo, las manos le temblaban.
-Sí, soy yo.
-Acompáñeme, el
doctor quiere hablar con usted.
Nada de pase a la
sala, su hijo ya está bien, le hemos dado tal o cual medicación. Nada de eso,
no era buena señal. La siguió por un largo pasillo, dejaron las habitaciones de
urgencias a un lado y pasaron a la parte principal del hospital. Otro largo
pasillo, igual de impersonal. Mercedes creía que iba a estallar de un momento a
otro. Por fin llegaron a una habitación, ni siquiera se fijó en el número. Su
hijo estaba tendido y durmiendo. Tenía puesta una mascarilla de oxígeno y un
gotero. Dos doctores la esperaban, ninguno de ellos era el que la atendió en
urgencias. Le dieron la mano.
Observó que
llevaban papeles en un portafolios bastante abultado y tuvo un mal
presentimiento.
-Tenemos que hablar
con usted-le dijo uno de ellos, el más alto y mayor.
Ella asintió.
-¿Qué le pasa, es
el asma?
El otro más joven
se adelantó.
-Soy el doctor
Mendoza. Su hijo está ahora estable, pero queremos su autorización para hacerle
unas pruebas.
-¿Unas pruebas?¿de
qué se trata?
-Le hemos hecho una
radiografía del tórax y hemos detectado unas arterias pulmonares centrales con
disminución de vascularización periférica. Además, el nivel de oxígeno es muy
bajo.
-¿Qué?-no sabía de
lo que hablaban.
El más mayor, del que
ya no recordaba el nombre, interrumpió.
-Creemos que puede
tener hipertensión pulmonar, pero por ahora no nos queremos precipitar. Tenemos
que hacerle más pruebas. Un ecocardiograma y un cateterismo.
Mercedes sigue de
pie, delante de ellos, sin dar crédito a lo que oye.
-¿Qué es
hipertensión pulmonar?
Aunque ha oído
hablar de ella, no conoce el alcance de su gravedad.
-No se preocupe por
ahora, hasta que le vayamos informando de los resultados. Pero es una
enfermedad bastante grave. Aunque no tiene cura, se ha avanzado mucho en
tratamientos paliativos. Tiene que quedarse ingresado hasta que finalicemos
todas las pruebas y lo estabilicemos.
Mercedes se sienta
en el sillón, al lado de su hijo, que duerme tranquilamente. Le coge la mano y
asiente a todo lo que le dicen. Llega una enfermera que le hace firmar
documentación que ni siquiera mira. Después cierra la puerta y queda sumida en
un profundo silencio. El teléfono le suena sin parar, su exmarido debe estar de
los nervios, pero aún no puede hablar.
Va al baño y abre
el grifo, no quiere que la oigan. Entonces llora, mientras se muerde el
antebrazo, presa del mayor pánico que jamás ha sentido. El sudor que emana de
ella ya no es caliente sino frío, como la nieve, como su alma en ese momento.
No puede más y
grita, de dolor, angustia, desesperación. Un celador le abre la puerta.
-¿Se encuentra
bien?, su hijo está durmiendo y no debe despertarlo. Si quiere, llamo a la
enfermera y le dará algo que la tranquilice.
Ella no quiere
escuchar, sólo puede oír los latidos de su corazón y el dolor que le aprisiona
el pecho.
El hombre la agarra
por las axilas y la dirige al sillón, al lado de Fernando. Le une su mano a la
de él.
-Ahora debe estar
con él, la necesita.
Le da una hermosa
sonrisa. Ella intenta sonreir también, pero sólo le sale una mueca forzada.
Sólo una hora, es
lo que necesita para tranquilizarse e intentar controlarse. No quiere llamar
como una histérica a su ex, ni preocupar a sus hijos. Pero no tiene más remedio
que decir la verdad. Su marido la escucha atentamente y, antes de que haya
podido terminar, le cuelga y unos minutos más tarde, entra despavorido en la
habitación.
Mercedes se abraza
a él, por mucho tiempo había necesitado ese abrazo, aunque por distintos
motivos. Ambos lloran desconsolados, Alfredo y Martín miran sin entender.
-Será mejor que los
lleve a la cafetería y se lo explique.
-Si, si. Es mejor
así.
Alfredo, el mayor,
de unos quince años, la mira con los ojos muy abiertos. Tiene el cabello negro
y rebelde como ella. También ha heredado su piel blanca y unos ojos verdes
oliva.
-Mamá, por favor.
Dime que ocurre.
Lo besa en la
frente y siente el calor de su piel en sus manos, que lo abrazan como si se lo
fueran a arrebatar también.
-Ve con tu padre.
Ir con él-acerca también al pequeño, que ya ha comenzado a llorar- os lo
explicará todo.
De nuevo queda sola
en aquella sala, con su pequeño Fernando durmiendo. Le coge la mano y se tiende
a su lado. Su cuerpo es demasiado pequeño para una cama tan grande.
-Necesitas a mamá,
cariño. No te dejaré, estoy aquí.
Y duerme, teniendo
un sueño extraño que recordará durante mucho tiempo. En él está en un sitio
oscuro, tan negro como una noche cerrada. Una luz alumbra un pequeño camino. En
él hay piedras, grandes y pequeñas, que ella parece no pisar. Su cuerpo flota
en una especie de ingravidez. A lo lejos, mientras avanza, distingue un hombre.
Lo sabe porque tiene una barba blanca y espesa. Es delgado y moreno. Puede ver
que sonríe esperando su llegada. Sostiene una vieja rama de madera seca. Su cuerpo
se detiene cuando llega a su lado. Observa que le falta algún diente pero, aún
así, su mirada es brillante y jovial.
-Ya estás aquí-le
dice sin apenas mover los labios.
-Sí, ya estoy aquí.
¿Quién eres?
El anciano calla.
-Esto no es normal,
no puede ser un sueño, estoy lúcida-intenta tocarse pero no puede ver su
cuerpo. Todo es aire y espacio a su alrededor.
-Los ángeles te
llaman.
Ella lo mira
asombrada, como se desvanece y la luz se disipa, dejándola sumida en un espacio
oscuro y oprimente.
-Mamá, mamá.
El pequeño Fernando
se ha despertado e intenta tocar a Mercedes, que le cuesta abrir los ojos a la
realidad.
-Cariño, ¿cómo
estás?-se incorpora e intenta bajarse de la cama, casi cae al suelo del
esfuerzo, siente que su cuerpo ha estado de verdad, en ese extraño sueño.
-Tengo hambre mamá.
-Sí, cariño. No te
preocupes, le pediré a papá que te compre un sándwich, el que más te gusta, de
atún.
El niño sonríe a
través de la máscara. Es pequeño pero está acostumbrado a ellas y sabe que no
debe quitársela. Mercedes también sonríe y hace chistes. Su corazón le duele
pero el amor por su hijo puede más.
-Haz el payaso.
Mercedes saca el
pintalabios y se dibuja dos grandes coloretes en la mejilla y unos labios
grandes y carnosos. Ríen, como si estuvieran en una fiesta de cumpleaños,
mientras el gotero sigue avanzando. Tres bolsas que derraman sus líquidos en el
cuerpo de su niño, tan débil y tan fuerte.
Cuando llega su
marido, no puede más y sale de la habitación. Se ha olvidado de toda la
realidad que la rodea, de María, de todas sus amigas. Ahora, en su mente, sólo
tiene presente aquella habitación de hospital, su pequeño atado a una enfermedad y
la incertidumbre de no saber que les deparará el mañana, si es que lo hay.
-Necesito un cigarrillo,
necesito fumar-exclama en voz alta.
Corre por el
pasillo hasta la entrada. Ya es de noche pero las estrellan brillan como nunca.
Saca el paquete de emergencia que siempre lleva guardado y se recrea mientras
da la primera calada.
No quiere estar al
lado de los demás, que fuman alegremente celebrando, quizás, alguna buena
noticia. Prefiere estar sola. Le revuelve el estómago saber que hay personas
que no enferman, que se curan y son felices. Sabe que es egoísta, pero no le
importa.
Encuentra un lugar
apartado al doblar la esquina. Solitario y oscuro, como su alma en ese momento.
Allí vuelve a llorar, con una mano en el pecho y mientras exhala humo con
vergüenza.
-¿Por
qué?-grita-¿por qué él?
Toda su cara y
manos están rojas a causa de la pintura. Su cuerpo es un desastre y su mente también; ¿a quien quería engañar?. No ha sabido gestionar su vida desde que se divorció.
La fuerte y decidida, la fría y segura de sí misma. Era el revestimiento de un
ser hecho pedazos y recompuesto sin orden alguno.
No se percata de
que alguien fuma a su lado, hasta que ve la luz de cigarrillo.
-¿Quién hay ahí?
Un hombre sale de
la oscuridad, es el celador que antes la atendió.
-No se asuste, soy
yo, ¿me recuerda?
Ella asiente pero
su mirada está perdida.
-Hace una bonita
noche ¿verdad?
Lo mira ofendida,
su pequeño está muy enfermo y este hombre se atreve a hablarle de belleza.
-Pues no me importa
y prefiero estar sola.
Ha dejado de llorar
porque su ira puede más. Si su hijo estaba enfermo, nadie podía hablarle de
felicidad. No quería saber que existían personas despreocupadas y ajenas al
sufrimiento.
-Me llamo Manuel,
Manu, para los amigos-y le tiende la mano. Es grande, como él.
Mercedes lo mira
con recelo, quizás aquel hombre no había entendido sus intenciones, pero sus
ojos lo decían todo. Brillaban de furia y desgarro contenido que él parecía no
ver.
Echa su pesado
cuerpo en la pared, a su lado. Ella opta por ignorarlo y mira el cigarrillo,
que se ha consumido en su mano.
-¿Sabe lo que dice
mi madre en días como éste?
Ella lo mira con el
rabillo del ojo. Manuel sonríe con su dientes blancos y perfectos. ¿Qué edad
podría tener?, quizás treinta o treinta cinco, pero parecía tener veinte.
-No me importa su
madre-le responde con desagrado. Deja caer la colilla y se aleja, pero antes de
doblar la esquina puede oír la respuesta.
-Los ángeles te
llaman.
Ella frena en seco
y se vuelve. No puede apenas distinguir la silueta pero sabe que está ahí,
mirándola.
-¿Qué dice?
Él se acerca, con
su bata azul, sus grandes manos y su espléndida sonrisa.
-Cuando las
estrella brillan de esta manera, es la llamada de los ángeles que nos piden
favores. Es lo que me decía mi madre.
Después pasa de
largo y se esfuma entre los familiares que celebran el acontecimiento en la
entrada, mientras ella recuerda el sueño que ha tenido y se pregunta si tendrá
algún significado.
No era nada
espiritual. Materialista y pragmática. No soñaba ni tenía pajaritos en su
cabeza.
-Muy bien amueblada
la tienes-le había dicho siempre su ex.
Esa noche
estuvieron todos juntos en la habitación. Contaron chistes y rieron. Las
enfermeras lo permitieron por la gravedad del tema, pero varias veces les
llamaron la atención.
Cuando el sol
comenzó a invadir la habitación, observó como su familia dormía. Algunos en el
sillón y otros en el suelo. El pequeño Fernando la miró y sonrió, con tal
sinceridad que ella se arrepintió de todo lo dicho y sentido el día anterior. Y
pensó, que a lo mejor los ángeles sí existían y le estaban mandado un mensaje.
Y se aferró a ese
pensamiento como un náufrago lo hace a un salvavidas.
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