lunes, 29 de diciembre de 2014

HISTORIA DE CUATRO MUJERES



                                                            

  
                                                          



                                      

UNA NUEVA VIDA






Las mariposas revoloteaban a su alrededor. Eran grandes, marrones y azules. De cerca, sus antenas largas parecían acariciarlo. No dudaban en posarse, sin miedo, para después levantar el vuelo llevadas por una suave brisa, que las mecía sin entorpecerlas.


—Esto es la India —pensó Mercedes.


Con el pequeño Fernando a cuestas y su inseparable botella de oxígeno. Treinta grados con tanta humedad, debería haber hecho estragos en el niño. En cambio, éste parecía tener más vitalidad y no necesitar tanto la mascarilla. Su exmarido ya la había llamado tres veces, en lo que llevaba de día, esperando su vuelta a España. Pero ella no regresaría hasta que no encontrara la solución, que sabía estaba allí, en alguna parte de ese país.


Habían salido temprano, después del desayuno y sin decir nada a las demás, la tacharían de loca. Tenía que encontrar al hombre sabio con el que soñaban a menudo, tanto Fernando como ella. Él era la respuesta, lo sabía, lo intuía. Porque ella, abogada fría y eficiente, ahora se había convertido en un receptor de energías que no creía que pudieran existir. Y todo, porque necesitaba un milagro, para que su hijo sanara.


—Esta enfermedad no tiene cura —le habían dicho.


¿Qué le quedaba a Fernando con tan sólo tres años?, días en habitaciones de hospital y noches aferradas a sueños. No, no lo iba a consentir. Desde entonces sus deseos se habían convertido en sueños que los guiaban, de forma imposible, por caminos en los que quería encontrar una salida.


—Puede que sea una locura —le había dicho a su ex, pero no perdemos nada por intentarlo.


Él, que se había mantenido al margen desde entonces, aceptó. Era el único que sabía la verdadera intención del viaje de Mercedes y el pequeño a la India. No iba por Marion, ni por Fátima. Iban para buscar una curación para Fernando.
Por eso, en cuanto no supieron de ellos en horas, David supo lo que tenía que hacer. Fue María la que lo alertó.


—No sabemos donde han podido ir, pero tienen el móvil apagado y no contestan. Estamos preocupadas. ¿No te dirían algo?


—Puede. Están buscando al asceta ese de sus sueños. Mercedes cree que es una premonición, que tenían que ir allí, que él sabría algo o haría algo para curar a Fernando. Ahora me parece todo una locura.


María suspiró. Marion también había soñado con él, al igual que ella. Aquello no tenía sentido.


—Llamaremos a la policía, seguro que los encontramos en seguida David. Te aviso en cuanto sepamos algo.


Tuvieron que hablar con la embajada, que a su vez habló con el consulado y a su vez la policía ponía en marcha todos los dispositivos necesarios para encontrar a una extranjera loca con un hijo enfermo.
Y si no hubiera sido por la diplomacia de María y los lloriqueos de Marion, aquello se hubiera quedado en una anécdota. Porque Macarena no participó; extrañamente se alejó de todos, como si supiera que era una tontería o que no iba a pasar nada. Y así era, nada pasaría, lo sabía, al igual que también sabía la necesidad de Mercedes de aquel viaje para curar a Fernando.


—Seguro que lo consigues, no temas, todo saldrá bien —le había dicho el día anterior, antes de que Mercedes decidiera iniciar su búsqueda.


Si Mercedes no lo intentaba, moriría de pena junto a su niño. Por eso prefirió no participar, darle tiempo a su amiga para que encontrara una curación para su alma, aunque no fuera la que deseara para Fernando. Ella era médico y sabía que la hipertensión pulmonar no tiene salida. Es brusca, desciende o asciende, se vuelve azul o rosa palo, pero siempre está, asechando, mermando los pulmones y el corazón.


Mercedes, a aquellas horas, andaba por un bosque, al que le habían referido unas jóvenes inglesas, donde la leyenda hablaba de un hombre tan anciano como la humanidad que podría ayudarla.


—Es un santo, pero aparece y desaparece cuando quiere, nunca se sabe.


Dos autobuses repletos tuvo que coger, después un carromato. Pero mereció la pena. Tras la nube de polvo más densa que jamás había visto, un bosque pareció emerger de la tierra amarillenta. Estaba formado por árboles de ramas altas y delgadas; el suelo, cubierto de helechos y musgo. No había caminos de entrada, aquello no era un sitio transitado por lo que pudo comprobar. Tuvo que sortear unas ramas casi espinosas que se le clavaron en las piernas nada más pisarlas. Su niño, colgado a su espalda con un improvisado hatillo, emitía pequeños gritos, que Mercedes no sabía si eran de desesperación, ahogo o alegría. Porque no podía mirarlo a los ojos, pero su pecho no se estaba inflando como un globo y eso era señal de que se encontraba tranquilo. Ella ya no podía pensar en otra cosa que no fuera seguir adelante, porque en algún lugar de aquel bosque, estaría su respuesta.


Caminó hasta que el sol estuvo tan alto que atravesó los tallos sin piedad y el frescor desapareció. Buscaron sombra bajo un Ficus, bebieron agua y comieron unas chocolatinas. Por más loca que fuera la búsqueda, no iba a salir sin provisiones. Llevaba agua suficiente para unas horas más, algunos sándwiches y algo de fruta. También una brújula, que le decía siempre donde estaba el Norte. Después de todo, sólo sería un día.


Pero como el destino es caprichoso, hizo que su caminar se volviera errático y disparatado. Encontraron un arroyo y decidió seguir el curso. Por momentos desaparecía, para volver a emerger de nuevo, con sus aguas cristalinas y brillos apagados, engañándola de nuevo con sus formas. Fernando quedó dormido a sus espaldas y Mercedes comenzó a ponerse nerviosa, en cuanto seguían sin encontrar señal humana.
La brújula parecía haberse quedado estancada en algún punto, porque las varillas daban vueltas sin sentido alguno.


—He perdido el Norte, ¿qué voy a hacer ahora?


El corazón comenzó a desbocarse dentro de su pecho y las pupilas se dilataron tanto, que la poca luz que quedaba en aquella parte del bosque, fue absorbida por ellas.





—Nos convertiremos en parte de este bosque, nunca nos encontraran —fue un pensamiento en parte tranquilizador, porque si había de morir con Fernando, mejor hacerlo allí mismo. Formarían parte de la tierra. Alimentarían los incipientes arbolillos que se abrían paso entre la maleza y, con el tiempo, ya no quedaría nada de ellos, porque el polvo se habría extendido por miles de pequeñas ramas, creando nueva vida a su alrededor.


Seguramente la tacharían de loca, que abocó a su hijo a una muerte prematura, como si la medicina occidental hubiera hecho algo por él. Ya no le importaba. Recostó al pequeño sobre el musgo. Seguía durmiendo, a pesar de las lágrimas de Mercedes y la bestia que galopaba por su cuerpo, dándole sacudidas imposibles de contener. Lo arropó con su rebeca, se agarró las piernas con fuerza, metió la cabeza entre ellas y gritó:


—Ven muerte, ven a mí ya. No puedo más.


Se sentía derrotada, ¿qué había hecho?, sus sueños entrelazados debían significar algo. Aunque ese algo fuera que tuvieran que terminar sus vidas en un bosque sin vida de la India.


En es momento se percató de que no había oído piar a los pájaros, ni siquiera insectos revolotear a su alrededor, ni el rugido de un mono. Aquel bosque estaba tan muerto como ellos.


—No lo creas.


Un hombre asomó entre la vegetación. Delgado hasta el punto de desnutrición, barba larga y blanca, sonrisa abierta y ojos tan negros como la noche más oscura. Era su asceta, que le hablaba en español, por muy extraño que aquello pareciera.
Se secó las lágrimas, él andaba despacio, pero sus movimientos eran rítmicos, como si lo hiciera al son de una música que nadie más podía oir.
 

—¿Quién eres? —preguntó Mercedes, secándose las lágrimas.


—¿No lo sabes? , por algo has venido —y miró al pequeño Fernando, que seguía durmiendo ajeno a todo.


Mercedes cerró los ojos, quizás fuera una aparición; el calor y la humedad suelen hacer estragos. Pero al abrirlos seguía allí, de pié junto a ella y haciéndole señales para que lo siguiera. Ella no lo dudó y, con su hijo en brazos, se deslizó por el bosque con él, como si la gravedad no existiera, hasta que llegaron a un claro, desde el cual podían ver la luna y las estrellas. Fernando abrió los ojos y sonrió al ver al hombre que le devolvía la misma sonrisa de sus sueños.


—¿Cómo te llamas? —preguntó Mercedes.


—Como tu quieras —respondió él.


—Pues no sé, en mis sueños eras solo una especie de asceta, un mensajero.


—Pues eso es lo que seré.


Se sentaron con el mensajero en la hierba. Fernando le tiraba de la barba y le acariciaba la piel, como si temiera que no fuera de verdad. Él se dejaba hacer, contento por tener compañía después de tantos años.


Esa noche durmió como no lo había hecho en mucho tiempo. Cuando despertó, el mensajero había dispuesto bayas rojas y amarillas, así como dos cuencos de agua.


—Eso es para todo el día.


Mercedes obedeció. No había sido una ilusión, aquel hombre continuaba allí. Comprobó su brújula y seguía sin funcionar, pero ya no le importaba.


Contó que había doce bayas y que sería mejor distribuirlas en siete, cuatro al mediodía y tres por la noche. Si fuera necesario, le daría las suyas a su hijo. Pero el mensajero, que pareció adivinar su pensamiento, negó con la cabeza.


—Cada uno con las suyas.


Después se sentó con las piernas cruzadas, cerró los ojos y dejó que los primeros rayos de sol lo invadieran. Ella y Fernando lo imitaron, pensando que sería lo mejor.


—Después de todo —reflexionó Mercedes— tendremos que vivir con él hasta que podamos salir de aquí.


Y el niño, con sus cuatro años recién cumplidos, pareció entender cada paso que daban, como si la madurez lo hubiera invadido.


Al atardecer, el mensajero decidió que debían dar un paseo. Nunca hablaba más de lo necesario y Mercedes tenía muchas preguntas, así que no pudo contenerse.


—Necesito curar a mi hijo y creo que tú tienes la solución. Los dos hemos soñado contigo.


Él levantó el dedo meñique y le hizo la señal de silencio. Así que se dedicaron a recorrer el bosque sin emitir sonido alguno. El mensajero jugaba a cazar rayos de luz, que se colaban de improviso como pequeños torpedos, entre las hojas. Fernando lo imitaba, riendo a carcajadas como no lo había hecho antes.


El segundo día, treparon hasta las ramas de un árbol y no creyó jamás que podría hacerlo. Fernando también lo hizo, él solo, ante el asombro de su madre. Parecía que su hijo estuviera recuperando la fuerza.


Allí, el mensajero les hizo observar y escuchar. A sus oídos llegaron los aleteos de los colibrís, y los gemidos de los monos, incluso el rugir de algún tigre. Mercedes se estremeció, pero la mirada de aquel hombre la tranquilizó.


Esa noche comieron las bayas en silencio. Fernando quedó rendido pronto, emocionado por todos los sentidos que estaba explorando. El mensajero se acostó entre los dos, mirando al cielo, que comenzaba a tornarse gris.


—Es el final, debo irme.


Mercedes sólo miraba, había aprendido a callar más que hablar. Puede que fuera el final, pero ya no le importaba lo más mínimo. Sonrió, como lo hacía él, mientras el pequeño Fernando emitía ronquidos y su pecho se llenaba de aire sin limitación alguna.


—¿Estoy muerta? —preguntó.


—No, no lo estás.


Y así durmió profundamente, con el deseo de que aquello no fuera sólo un sueño. Y soñó, que volaba con su hijo entre las nubes que los cubrían, alcanzando la luz que tanto deseaban. Lo que no sabía, es que a un metro de ella, Fernando soñaba lo mismo. Y que el mensajero, aunque despierto, porque siempre lo estaba, los besó en la frente dándoles su bendición, para alejarse como había venido, flotando entre la hiedra y el musgo, deslizándose por el bosque de sus sueños.


—Los ángeles te han encontrado —fue lo último que pudo oír Mercedes antes de que las voces inconexas la despertaran.


Al principio eran pequeños gritos y ruido de follaje. Después, como una aparición, tres hombres uniformados y María, aparecieron con los primeros rayos de sol de la mañana.


Mercedes sentía que el cuerpo le pesaba tanto, que no podría levantarse. Fernando abrió los ojos, para observar la escena tan extrañado como su madre.


—¡Por Dios, Mercedes! —María corrió hacia ellos— ¿qué os ha pasado, por qué te marchaste así?


Mercedes quedó callada, muda, sin saber que responder. De repente, toda su verborrea se había marchado con el mensajero. Se sentía en paz y sólo quería descansar.


Los policías la ayudaron a caminar hasta los coches y María cogió al pequeño Fernando en brazos, que volvió a quedarse dormido. El bosque se tornó silencioso, como cuando lo encontró. Lo contempló por última vez antes de que el coche marchara de allí, pero no pudo ver más que árboles enredados y polvo de desierto.


María le daba explicaciones de cómo los habían encontrado, al tiempo que le reprochaba su falta de responsabilidad. El jefe de policía, le hacía preguntas a las que fue fácil responder.


—Han estado tres días fuera, ¿de qué se han alimentado?


—De bayas que nos dio el mensajero —fue su respuesta.


—¿Qué mensajero?


Mercedes observó como el paisaje urbano se iba haciendo cada vez más patente. Los ruidos de coches y ciclomotores la sorprendieron como si no los hubiera sentido nunca.


—Ya sabe —aclaró— el asceta que vive en el bosque desde hace tiempo.


—Allí no vive nadie, señora. Es un bosque pequeño y lo hemos recorrido de punta a punta. Sólo hay maleza.


Ya en el hotel, María se encargó de Fernando. Lo bañó y lo llevo al comedor, debía tomar algo más solido. Mercedes necesitaba más tiempo. En el baño, ya sola, se contempló desnuda. El cuerpo, pequeño y de caderas anchas, parecía haberse embebido, dejando marcas blancas alrededor de su vientre y nalgas. El cabello rizado, totalmente enredado y recogido en un pequeño moño en la nuca. La mirada, verde, como siempre, pero más despierta. No había duda, en aquel bosque había pasado algo aunque no supiera muy bien el qué.


—Bueno, bueno, ¿ya estás mejor?


Macarena había entrado sin llamar. Mercedes ya se había bañado y aún tenía el albornoz puesto. Recostada en la cama, no tenía ganas de bajar.


—¿No comes nada? —le preguntó, mientras se echaba a su lado colocándose el vientre como si fuera una mochila. Cogió un plátano para devorarlo antes de que ella pudiera contestar.


—No tengo hambre.


Mercedes observó a su amiga, sus rasgos bien definidos, su sonrisa grande y abierta. El cuerpo esbelto y musculoso a pesar del embarazo. Y no sintió envidia, sino cariño. En otro momento, su soberbia le habría hecho responder con cualquier bordería. Ahora sentía una paz como la que no había sentido en mucho tiempo, posiblemente nunca.


—Pues sí que te han alimentado las bayas esas o lo que sea que hayas comido.


Y ambas estallaron en una carcajada. Después, se tendieron cogidas de la mano, para ver un programa de televisión del que no entendieron nada, para quedar dormidas en un profundo sueño.


María tomó la decisión de que Fernando durmiera con ella esa noche. Ya había llamado al ex de Mercedes y éste había hablado con su hijo, ya más tranquilo, contento porque todo hubiera salido bien.


El pequeño le dio más trabajo del que pensaba, porque no paró durante unas horas, de corretear por todas partes, mientras ella lo perseguía con oxígeno en mano, temiendo que se pusiera azul en cualquier momento. Pero no lo hizo. Terminó, eso sí, rendido al cansancio y las horas perdidas de sueño. María aprovechó el momento para atender la llamada de Vadin. Éste había tratado de ponerse en contacto con ella en los últimos días. Sabía que era por el tema de la adopción de Marion, pero le resultaba doloroso escuchar su voz. Así que había optado por utilizar el mail para mandarle toda la información que necesitara. Pero ya no podía seguir evitándolo, tenía que sincerarse con él.


—Sólo será un momento Marion, necesito aclarar algunas cosas. Es sobre la adopción de Fátima.


María suspiró. Se sentó al lado del pequeño Fernando y le cogió la mano, ansiosa por agarrarse a algo inocente y limpio. Pensó en Fátima, a la que Marion visitaba todos los días, sola. Pensó en sus risas, en sus intentos por comunicarse con ella. Había tenido que dar explicaciones sobre la ausencia de su marido, pero se excusó diciendo que tenía trabajo y por eso había vuelto a España. A ella, le quedaban dos meses para que caducara su visado.


—Entonces, tendrás que volver. ¿No querrás ser una ilegal?, entonces nunca podrás llevarte a Fátima a España —Mercedes había sido tajante respecto a este tema.


Así que ahora todas sus esperanzas estaban en ese tal Vadin, al que nadie conocía, pero en el que María había depositado toda su confianza.


En el vestíbulo, Vadin andaba nervioso de un lado a otro. Ya hacía varios meses que no veía a María y el corazón le latía como un caballo desbocado, preso de la emoción. Pero el recibimiento fue frío. Ella se limitó a tenderle la mano y sentarse en el sillón, frente a él, en uno de los salones de entrada, como dos desconocidos. Estaban rodeados de tapices rojos, que recreaban escenas de la mil y una noches, todas bucólicas, con mujeres de rostros hermosos, tapados con velos semitransparentes, que dejaban exhibir unas ligeras sonrisas, mientras los hombres, tendidos sobre alfombras voladoras, intentaban cogerlas sin éxito alguno.


Y así se sintió él. La tenía sólo a un metro de distancia, pero un muro se había levantado entre ellos. Quería abrazarla pero no pudo, su mirada era demasiado segura para poder derrumbarlo.


—Te echaba de menos —le dijo él intentando conectar. Se agarraba las manos con fuerza, el calor del perdón y la vergüenza emanando de cada poro de su piel.


—¿Has conseguido algo? —es lo único que respondió María, con el rostro impasible, encerrada entre los recuerdos que prefería olvidar. Voces suaves, palabras cariñosas, inocencia tardía. Todo había sido una mentira.


Vadin sacó nerviosamente un sobre abultado de la chaqueta. En él estaba el documento de idoneidad que había conseguido en el registro de la provincia, gracias a los contactos de su padre. Por lo demás, sólo faltaba la conformidad de Marion, comprometiéndose a llevar a Fátima a sesiones de terapia en España, el tiempo que fuera necesario. Y, durante un año, sufrir visitas cada tres meses por parte de alguien del consulado, que revisaría que estaba cumpliendo todo el protocolo estimado.


—¡Qué sencillo resulta todo cuando se sabe a que puerta llamar! —María había cogido el sobre y le daba vueltas, intentando no mirar a Vadin a los ojos. Temiendo caer en ese hechizo primario que la nubló la primera vez que lo vio.


—Bueno, es normal. No conocéis este país. Sólo es burocracia y la he agilizado.


Vadin divisó un atisbo de ternura en su mirada y sintió que el muro era ahora menos alto, que quizás podía saltarlo.


—¿Qué te pasa María?, ¿por qué no quieres saber nada de mí?


Ésta alzó la vista, tenía los ojos vidriosos, pero no dejó escapar una lágrima.


—Lo sé todo, Vadin. Sé que estás casado. No me mientas porque no entiendo nada. Tanto amor y una mierda.


Vadin quedó petrificado. ¿Cómo lo había averiguado?, aunque ya no tenía importancia. Tarde o temprano tendría que contárselo.


—No es lo que imaginas. Aquí las costumbres son diferentes —echaba su cuerpo hacia delante, tratando de invadir el espacio vital de María, como si así fuera más convincente.


Ella respondía con firmeza, sin mover un músculo, aferrada al sobre que le había dado.


—¿Y qué soy yo, Vadin, un capricho? —María se sentía dolida, pero satisfecha por tenerlo cara a cara, por dar una salida a todo el dolor que sentía.


—Tu eres mi amor, ya te lo dije —ahora eran sus ojos los que se volvían vidriosos a causa de la rabia contenida. Rabia por no haber hecho mejor las cosas y por permitir que esa mujer se marchara de su lado sin hacer nada.


—Me divorciaré, no la quiero, es la verdad, créeme —añadió, intentando persuadirla.


María se levantó, se colocó tan cerca de su rostro que creyó lo iba a besar. Y así lo hizo, para después darle una sonora bofetada, que hizo que hasta el botones entrara a mirar.


—Eres un desgraciado. No me llames jamás.


Y se marchó, dejando a Vadin sumido en el más profundo de los abismos. Un pozo negro se cernía sobre él, como una alimaña mala que se lo llevaría a su nido para devorarlo en segundos. Todo su mundo se había hundido. Sí, tenía mujer, pero no la amaba. Estaba solo, porque ella se había convertido en el centro de su mundo, en su esperanza. Pensó que lo entendería. Una reportera de mundo como María, que sabía de costumbres arraigadas en otros países, de cómo modificaban las vidas de las personas. Pensó que ella sería diferente. Se equivocaba.


María subió por las escaleras, para dar rienda suelta a las lágrimas contenidas. ¿Qué se había creído?, ¿qué por ser una mujer occidental le iba a perdonar todo?, él había sido su ilusión, su esperanza, durante unos meses. Su mirada era noble y lo que sintió con él no lo había sentido con nadie. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano antes de entrar en la habitación.




—Ahora ya ha terminado todo —pensó.


Marion corrió hacia ella presa de un nerviosismo que tuvo que contener con dos tilas y un gin tonic, mezcla algo confusa pero necesaria. María se olvidó de todo lo vivido con Vadin, para disfrutar con su amiga por su alegría. Y en tan sólo dos horas ya tenían preparados los documentos, que llevaron personalmente al orfanato, del que salieron con la pequeña Fátima en brazos y con el visado que le permitiría entrar en España.


No hubo encuentro más dichoso, más feliz, que la de aquella mujer sola con esa niña traumatizada por un pasado no muy lejano. Eran dos piezas de un puzle de la vida que encajaron a la perfección. María lo sabía, lo supo desde el primer momento que tuvo a la niña en brazos. Sabía que su madre era Marion, no podía haber otra.


Y como ya no había más que hacer allí, porque entre todas habían corrido aventuras, desdichas, alegrías y celebraciones, decidieron salir al día siguiente.


Durante todo el viaje, Fernando no paró de jugar con Fátima, que se expresaba con pequeños gemidos y lo señalaba todo. En ningún momento tuvo que ponerle el oxígeno, pero Mercedes no se extrañó.


—Cuando llegue a Madrid, pido que le hagan una revisión. Estoy segura de que lo que nos pasó, de alguna manera, lo ha curado.


Las demás la miraron con complacencia, asintiendo y pensando que era mera casualidad, pero que su amiga necesitaba apoyo.


—Pues yo, pienso declararme a Ernesto. Tengo que sentar la cabeza —a nadie le extrañó la afirmación de Macarena. Aún con un gran corazón, todas sus frases sonaban interesadas, incluso las más románticas.


—Pues esto tenemos que celebrarlo —añadió María, intentado hacer de tripas corazón— , llamaremos a José Luis y quedaremos una tarde, todos juntos, como antes.


—Pues yo no me separo de Fátima, aún no—Marion todavía no sentía aplacado su deseo maternal.


—¡Uff, pues ya verás cuando crezca!, cuando llore por las noches, cuando te pida el primer móvil o quiera ropa de marca. Entonces sí que necesitaras desconectar y echarás de menos nuestras salidas.


La respuesta de Mercedes convenció a todas, que asintieron ante la ingenua mirada de Marion.


—Bueno, ya veremos —fue lo máximo que pudo decir. Después pensó en su relación abocada al fracaso; en las cuatro mujeres que se habían conocido fruto de casualidades. Todas tenían parejas o estaban casadas excepto Macarena, cabeza loca que iba de flor en flor, picoteando aquí y allá.


—Que curioso —añadió- ahora estamos todas sin pareja excepto la loca ésta —y señaló a Macarena que, con los ojos cerrados, hizo que no la oía. Que extraño era el mundo.


No tuvieron más remedio que reír, porque era irónico que la mayor de las infieles y menos enamoradiza, estuviera con el hombre más solícito que habían conocido. Hasta el punto, de querer al hijo que no era suyo.


En el aeropuerto, nadie, excepto José Luis y Rosi fueron a recibirlas. Con globos, carteles de bienvenida, y pequeños saltos y gritos que llamaron la atención enseguida. Ella, con minifalda tan floreada como un campo estival. Él, vestido de Emperatriz, como era de haber.


—Chicas, no me ha dado tiempo a cambiarme —fue su excusa—, es que no veáis la noche que llevo.


Allí se despidieron, cada una a su hogar, para enfrentarse a sus miedos, los que olvidaban cuando estaban juntas. María comenzó a urdir su viaje a EE.UU, aunque tendría que convencer a su madre, porque Celia se iría con ella. Mercedes necesitaba abrazar a sus otros hijos, decirles que el viaje había merecido la pena, que Fernando estaba bien, aunque la sombra del hospital se cerniera de nuevo sobre ellos. Macarena entraba por la puerta de su casa, abalanzándose sobre el hombre que la esperaba con los brazos abiertos. Y Marion, de la mano de Rosi, contemplaba como la mitad de su armario se había quedado vacío, como la mitad de su vida. Fátima correteaba por la habitación y se aferró a su mano, mirándola con aquella sonrisa tan especial.


—Pero ten tengo a ti —pensó. Aunque en el fondo el corazón le dolía tanto como si Carlos hubiera fallecido. Aunque para el caso era lo mismo.


—Mañana será otro día —sentenció Rosi con su eterna sabiduría.


Mientras, la lluvia comenzó a caer, aporreando los cristales y puertas, nublando la vista de la ciudad, dejando que los sueños rotos dieran paso a nuevas alegrías, como encender las chimeneas o sacar la ropa de abrigo. Era el final del otoño y principio del invierno. Porque una nueva estación era una nueva vida, según la madre de Rosi, fuente de conocimiento, a la que siempre aludía.


Y Vadin, sentado en su jardín, perfectamente organizado, tratando de evitar a la mujer que no amaba, se recomponía de su derrota, con un whisky en la mano, pensando que todavía había esperanza para su relación con María.






Continuará…

















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viernes, 5 de diciembre de 2014

QUIERO SER PERRO




Se escabullen entre los cubos de basura, andan ágiles entre la gente, que pasea tratando de evitarlos. Ellos los miran desconfiados, pero siguen su camino. Olfatean cualquier rastro de posible comida. Son educados y no ladran cuando vienen al pueblo, saben que eso alertaría. Son grandes y pequeños, unos negros como el carbón, otros blancos como el algodón o moteados como un tigre. De color miel, con parche de pirata o sin cola. Son perros, son una manada, una familia y son libres.
Y así es como los vi la primera vez, de la mano de mi padre, que me había comprado una manzana de caramelo. Mi instinto me dijo que debía seguirlos, que tenía que conocer. No era curiosidad científica, era algo más. Una atracción sin precedentes que tiraba de mí. Quería marchar con ellos,
correr y rozarnos los hocicos, mientras abríamos los cubos de basura y compartíamos deshechos de comida. Anhelaba dormir acurrucada con ellos, sentir el calor de su piel, la respiración entrecortada. Sus patas moviéndose al ritmo de alguna pesadilla; algunos corrían, otros sonreían y el resto, simplemente, suspiraba. No había duda, tenían alma. Con cinco años, ya lo sabía. Pero mi padre tiró de mí en cuanto los vio, tratando de apartarme a su paso.

—No se sabe lo que pueden contagiar —dijo una mujer que, cesta en mano, ofrecía peladillas envuelta en una túnica, con las uñas más negras que había visto nunca.

—Eso es, es que deberían hacer algo —murmuró mi padre.

Desde entonces, ya supe lo que quería ser de mayor. Costumbre muy arraigada entre las familias, preguntar a niños que no levantaban un palmo del suelo:

—¡Que ricura! ¿y que quieres ser tú de mayor?

Mi hermana profesora, ya lo tenía definido. Aunque creo que esa afirmación se la dio mi madre, que veía con claridad que sólo dos trabajos podía tener una mujer, profesora o ama de casa. Y así lo comentaba habitualmente en la puerta del colegio, en la tienda de ultramarinos, en la pescadería o tomando café por las tardes con sus amigas. Por eso, a mi hermana no se le ocurrió otra cosa que decir, que lo que llevaba aprendido desde que tenía el poder de oír.

En cambio yo, con una sonrisa de oreja a oreja, mientras mi mente divagaba por mundos que serían imposibles de llegar a ver, respondía:

—Perro, quiero ser perro.

Esto provocaba carcajadas entre mis tíos y un azoramiento entre mis padres, que se miraban entre sí. Después, en casa, me echaban diversas charlas de porqué no podía ser un animal, de que debía ejercer una profesión. Que en un futuro tendría un perro y así me aliviaría esa ansia, pero que ahora, no debía decir esas cosas o me tacharían de loca y me tendrían que llevar al médico, donde me encerrarían por desquiciada.
¿Y que tenía de malo ser perro?, ¿no me decían, acaso, que poder ser cualquier cosa? Esto provocó en mí una gran confusión. Ellos, en su insistencia para que olvidara el asunto, decidieron que podía ser veterinaria.

—Así podrás estar con los animales y curarlos. ¿Qué te parece?, pero no puedes ser uno de ellos.

Y así quedó zanjado el asunto. Desde entonces, me ocupé de no expresar mi verdaderos sentimientos a mi familia, con la que cada día me sentía menos identificada. Mi comportamiento era ejemplar. En el colegio sacaba buenas notas, obedecía en todo, por lo menos en apariencia. Porque cuando llegaba la tarde y podía salir a jugar, durante dos horas, al campo cercano, lo dedicaba a buscar perros vagabundos. Era tal la necesidad que sentía de ellos, que me alejaba kilómetros sin saberlo y después me costaba la misma vida volver, siempre guiada por las luces de mi casa, que mi padre encendía bastante pronto, en aquel paraje desierto aún sin habitar. 

Vivíamos en un bloque de pisos, a las afueras de un pueblo pequeño, rodeados de campo salvaje y más allá, el cementerio. Mi madre se jactaba de que ellos fueron los primeros en habitarlo, que todos lo anhelaban; porque hasta ese momento, sólo había casas con patios enormes que había que arreglar, encalar, etc. Y el piso, aunque fuera pequeño y con habitaciones imposibles, representaba la modernidad y, sobretodo, el poco trabajo de mantenimiento.

—Mira —decía mi madre en el supermercado— son las once y media, y ya me veis, todo hecho. Si es que se barre en un periquete. Vamos, que hemos acertado con venir aquí.

Y lo decía tan convencida, cosa que ahora se reprocha, mientras las demás, monedero colocado adecuadamente debajo de la axila, asentían. Ellas se tenían que encargar de casas llenas de humedades, repasar los tejados y limpiar los sótanos repletos, a veces, de seres diminutos indeseados. Era todo un cometido y mi madre lo sabía, por eso se regodeaba.

Cuanto echa de menos ahora esos patios de azulejos sevillanos, adornados de geranios y cintas, esparragueras y costillas de adán, sobretodo en primavera y verano, cuando se podía sentar a tomar un café, mientras observaba como los pajarillos robaban las ramas secas.

Pero en aquellos años 70, todo era diferente. Estábamos a un paso de la modernidad, que no era sino lo que veíamos en la televisión. Y eso significaba alejarse todo lo que se pudiera del concepto de pueblo.

Pero me he desviado del asunto. En mi caso era el deseo de ser perro. No quería ser veterinaria, no quería ver sangre, ni curar. Quería estar con ellos, simplemente, como uno más.

Era una época donde los perros vivían en libertad, en manadas que recorrían los campos por la noche, cazando algún que otro conejo, o rebuscando entre la basura. Yo los seguía, observándolos con detenimiento. Ellos pendientes también de mí, expectantes y desconfiados. Aquellos minutos de visión me llevaban a otro espacio, tan diferente en el que vivía, hasta el punto de hacerme olvidar que era humana.

Un sábado, aburrido donde los haya, mi madre, después de haberme puesto el mejor vestido que tenía, me prohibió ir al campo. Debía estar impoluta . Eran días de gala, de salir por la calle principal, saludar a tus vecinos y sentarte en el único bar del pueblo con tu familia, a mirar como los demás hacían lo mismo. Eran días, donde las mujeres se ponían el collar de perlas y se hacían la permanente.
A mí, sin embargo, la ropa me picaba y los cuellos me apretaban. Con el ceño fruncido, aceptaba a regañadientes.

—Siéntate en la puerta pero no te vayas, que nosotros bajamos enseguida.

Y así debía permanecer, hasta que vi pasar uno de los míos. Su mirada denostaba miedo y me conmovió. Su color, canela. Las orejas largas, el cuerpo pequeño y algo regordete. 

—Este no es como los demás —pensé.

Lo perseguí dos calles y me adentré entre los matorrales hasta que lo pude coger. Le coloqué una cuerda al cuello y lo subí a casa. El animalito no dejaba de mirarme con susto, yo a él con
expectación. Iba a tener un compañero. Lo cuidaría, mimaría. Iría a recogerme a la salida de clase y correríamos juntos entre las margaritas, como Mellissa Gilbert en “La casa de la pradera”.
Pero en cuanto mi madre me vio por la mirilla, soltó una exclamación de horror, incitándome a dejar al animal en la calle.

—No sabe bajar las escaleras, mamá —le dije, aunque fuera absurdo. Yo tenía sólo seis años.

Pero chillidos se intercalaban con más alaridos y la puerta no se abrió. Lo tuve que soltar, con todo mi dolor, y dejar que se marchara, de nuevo asustado, con el rabito entre las patas. Ahora entiendo que era un animal abandonado, dócil y noble. Sin embargo, en aquel momento, no tuve miedo de que le pudiera pasar algo. Porque antes, los animales tenían una oportunidad. No se les perseguía y encerraba. No estaba bien definido el papel de la perrera, que sólo actuaba si algún vecino se quejaba de que le hubieran robado una gallina o roto el alambrado. Por lo demás, su salvajismo era casi tan enigmático como el de los lobos.


Ni que decir que aquel día no salimos y mi madre, frustrada por mi conducta, se dedicó a desinfectarme, rascándome tanto la piel con un estropajo , que estuve colorada una semana.
Y es que ella pensaba que cualquier animal podía transmitir una infección. De hecho, por animal englobo mamíferos, aves, insectos y demás. Pues difícil lo tenía si vivía en un pueblo donde las vacas pastaban alegremente al lado de casa. 

Los animales, las plantas que crecían sin control, todo era para mí más natural que las aceras o calles pavimentadas. De pequeñas, incluso, jugábamos a pasar entre las nubes de mosquitos que se formaban en la parte de atrás del bar. Era densa y zumbaba. No teníamos miedo, nunca pensamos que nos podrían picar. Formaban parte de la naturaleza, como los perros o los cardos borriqueros que se te clavaban en las piernas en verano.

Con el tiempo, resignada a no tener animales grandes, intenté tener algunos más pequeños. Y así, en una caja de zapatos, fui metiendo mariquitas, hormigas, grillos, etc. Les echaba de comer hojas de los árboles y restos de pan. La coloqué debajo de mi cama y cuando me iba al colegio, la dejaba detrás de una piedra, en la calle. No quería que mi madre la encontrara.
Pero lo hizo. El verano aún no había llegado, pero esa noche de Mayo hacía más calor que cualquier día de Agosto. El sueño se hacía imposible de tener y los cuerpos permanecían tendidos esperando que alguna brisa de aire entrara por la ventana. Mientras se abatían sobre ellos improvisados abanicos hechos de periódicos y dormíamos en ropa interior, un sonido parecido a un desgarro la alertó. 

—¡Cucarachas, cucarachas! —exclamaba con escobón en mano. 

Nos hizo levantarnos y buscar debajo de las sábanas, dentro de los armarios, en la despensa. Iba dando golpes en los quicios, esperando que los insectos salieran a su encuentro. Así, que antes de que terminaran debajo de las cerdas largas y cortantes, decidí tirar la caja por la ventana. Ésta se abrió y los insectos salieron volando unos, otros dando vueltas sobre sí mismos. Yo esperaba que el golpe no fuera demasiado para ellos. Pensaba que si no pesaban, no se espachurrarían contra el suelo, sino que se deslizarían sobre el él, como los aviones de papel.

—¿Qué haces? —mi madre me había descubierto —no te quedes como una pasmarota mirando por la ventana y ayúdame a buscar.

Amanecimos todos en el salón, exhaustos; toda la casa revuelta.

—Bueno —sentenció mi padre— seguro que se habrá ido. Vamos a dormir un poco.

Pero yo ya no pude, me habían quitado la única porción de naturaleza animal que había conseguido tener.
Pasaron los años y las vicisitudes se sucedieron unas con otras. Nunca olvidé mi esencia, que estaba ahí, de forma permanente, acechándome en cuanto veía un animal, que cada vez se hacía más difícil. En mi mente entraron los chicos, las salidas nocturnas y los anhelos de un futuro que deseábamos cambiar.
Las manadas desaparecieron de las calles, que se tornaron impolutas, con sus papeleras de bronce y cubos de basura de plástico, imposibles de volcar. Las normativas, estrictas hasta la saciedad, comenzaron a prohibir todo aquello que no fuera humano. Se prohibió que los perros anduvieran sueltos, que no llevaran collar, que ladraran mucho; que alguien tuviera demasiados canarios o pájaros, que podían enturbiar con su canto a los vecinos; que los gatos anduvieran por los tejados sin control. En fin, se les prohibió la libertad.
Eran de alguien, o no eran de nadie, en cuyo caso, serían arrestados, enjaulados y asesinados. Y esa detonante es la que ha seguido hasta hoy en día. 

Mientras veo las luces emerger en la ciudad, tomándome un té después de un largo día de trabajo en la oficina, dos perros y un gato, que ronronea sin césar, me acompañan. Dormimos juntos, mi marido
 también, por supuesto, que lo ha tenido que aceptar porque forman parte de mí. Los acaricio y siento sus respiraciones. Sus patitas se mueven al ritmo de algún sueño lejano y yo los acompaño. Corremos por un campo lleno de jaramagos y margaritas, bajo un cálido sol de primavera en un pueblo del sur, olisqueando las piedras y bebiendo agua del rio. Somos perros, somos una manada, una familia, y somos libres.

FIN





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