martes, 26 de mayo de 2015

El milagro de Isabel








El día cinco de Octubre el circo llegó, lleno de espectáculo, belleza y muerte. El olor a animal invadió el ambiente. Desconocían de dónde venía, pues hacía ya mucho tiempo que nadie pasaba por allí. Era un pueblo de apenas cincuenta habitantes, la mayoría mayores de sesenta años, y algunos jóvenes que habían renunciado a huir a la ciudad. No tenían médico, ni farmacia, ni tienda de ultramarinos, ni Iglesia. Para todo lo necesario debían de acudir a la aldea más cercana, situada a treinta kilómetros por la carretera comarcal.
Por eso, cuando los camiones comenzaron a llegar y a instalarse en la explanada sur, cerca del campo del trigo, todos los vecinos se extrañaron.
—¡Hay que convocar una reunión! —exclamó don Fernando.
El alcalde, un hombre de ochenta años pero que aparentaba sesenta, con su gran mata de cabello negro, del que tanto presumía, y grandes mejillas sonrosadas, daba instrucciones a Alterio, el más joven del pueblo y ayudante para todo. Tenía cincuenta años pero aparentaba setenta. Nunca había sabido cuidarse, como le decían sus vecinos, con tanta bebida y comida grasienta. Pero era feliz y se sentía bien consigo mismo, sobre todo cuando era capaz de arrancar una sonrisa a los más ancianos que lo miraban con benevolencia.
—Ya voy, jefe. En la casa del pueblo ¿verdad?
Y marchó corriendo como pudo, bamboleando su gran vientre y estresado por tan importante encomienda, pues nunca se había solicitado una reunión urgente en aquel lugar perdido de la mano de Dios.
Fue casa por casa, gritando el mensaje en cada una de ellas. En algunas solo estaban las mujeres, porque los hombres habían marchado al campo y no volverían hasta el atardecer. Se sentaban en las puertas, en sus viejas sillas de mimbre, aprovechando el sol de las mañanas, mientras remendaban ropa usada y chismorreaban. Aquellos terrenos que nadie quería,  los vecinos luchaban por conservarlos, mientras pudieran, dándole vida. Era una tierra áspera y dependía de un clima extremo, tanto en invierno como en verano. Pero sus habitantes se habían propuesto conseguir cosechas de trigo y centeno, de tomates, manzanas y ciruelas.
—¡No lo lograreis, las heladas las matarán y os moriréis de hambre. Es lo que ha pasado siempre. Este pueblo está muerto!.
Así lo había sentenciado el Gobernador de la Provincia. Hombre importante y astuto donde los haya, vinculado a una gran corporación empresarial, empeñada en construir una estación de esquí para el invierno, aunque para ello tendría antes que echar a todos los habitantes que quedaban en el pueblo.
—¡Ya, ya os iréis!—les amenazó la última vez que se reunió con el alcalde—. Si no, esperaré, ya no falta mucho para que la vayáis palmando.
Y se alejó con su traje de Armani y su desdén,  impregnando de perfume las paredes de aquella casa consistorial, hasta el punto de que ni una mano de pintura lo pudo quitar.
El olor que llegaba ahora era diferente, profundo; desprendía temor y tristeza. Don Fernando observó durante todo el día, entre los arbustos, como colocaban la carpa y montaban el campamento. Eran familias enteras, hombres, mujeres y niños; pero no parecían del país, ni siquiera de la época. Ellas vestían faldas largas como las cíngaras que había visto en las películas de Marifé de Triana. Ellos lucían con chulería pañuelos en el cuello y blusas de colores. Y los animales, los podía oler pero no ver. Oyó sus gemidos y gruñidos, que hacían un eco horrible en los campos.
Su hija, una mujer de treinta y cinco años, morena y espabilada, le llamó la atención en cuanto fue a casa a comer.
—Ya no está usted para esos trotes, padre —y se puso de jarras mientras él tomaba con ansiedad la sopa de maimones y el resto de asado del día anterior.
Tenía unos ojos verdes, casi transparentes, heredados de una madre que murió joven. Muchas veces le había dicho su padre que marchara a la ciudad, que allí no podría hacer nada, que no tendría futuro. Pero el amor a su familia pudo más y decidió quedarse al lado de lo único que tenía. Ella fue quien ideó la forma de cosechar tomates y frutas, diseñando invernaderos con plásticos reciclados y motores de aire caliente para el invierno. Se encontraban en otoño y ya comenzaban a dar sus frutos. Hortalizas pequeñas pero sabrosas, frutas descaradamente feas pero dulces como la miel. Ella tenía un secreto gritado a voces y era el amor que daba a aquellas pequeñas matas todos los días. Les cantaba al amanecer, bellas canciones que su madre le enseñó, con tanta dulzura que la escarcha se tornaba fresco rocío. Y así crecían, fuertes y confiadas de los humanos que las trataban con respeto.
—Isabel, hija, no te enfades. Es mi trabajo, debo velar por este lugar. Soy el único que tiene la cabeza en su sitio.
Pero ella sabía que se trataba de mucho más. Para él su familia se había extendido más allá de aquella casa en la que habitaba desde que nació, para abarcar todo el pueblo, con sus habitantes, tierras y animales.
Alterio llegó cuando estaba tomando el café, sentado en el porche. Su expresión lo decía todo, porque el sudor corría por su rostro y escote, bañándole literalmente, en agua salada.
—Ya está, señor. Todos avisados.
Y se sentó en el sillón a su lado, mientras se secaba la frente con un pañuelo. Don Fernando ni siquiera lo miró, siguió bebiendo tranquilamente, mientras su nariz olfateaba el ambiente.
—¿Quiere un café, Alterio? aún está a tiempo.
Éste se sonrojó como un chiquillo al ver a Isabel asomar por la ventana.
—Pues sí, pero con hielo si puede ser.
—Claro que puede ser.
En dos minutos salió con un café bien frío en una mano y un plato con galletas en el otro. Era de dominio público la atracción que sentía por ella, aunque nunca se había atrevido a decirle nada. Vio como se alejaba moviendo sus caderas prominentes bajo la falda ajustada. Las piernas, blancas como el algodón, asomaban tímidamente entre unos calcetines mal ajustados. Era toda una belleza y dominaba su pensamiento día y noche. Por eso siempre era tan servicial con don Fernando. El hecho de estar cerca de ella lo hacía el hombre más feliz del mundo.
Esa misma noche, en la reunión, decidieron que alguien debía ir a hablar con el responsable de la caravana, explicarle las condiciones que tenían que aceptar si querían quedarse durante un tiempo y, ya de paso, algún impuesto que tendrían que pagar por tal privilegio.
Isabel se ofreció, era la más leída e instruida; después de todo, era la única que tenía estudios de Bachiller.
—¡Pero yo soy el alcalde, debo ir también!—gritó don Fernando, exasperado de que no lo hubieran elegido a él.
—Y yo también voy, soy su ayudante ¿recuerda?
Así Alterio se sumó a la comitiva y decidieron que saldrían los tres al día siguiente, a las nueve, para ir al campamento. Quedaron en la plaza del pueblo, debajo de la única farola que iluminaba las antiguas casonas de piedra que ya comenzaban a sufrir el  paso del tiempo. Hacía un frío seco y cortante, pero haría sol y eso lo agradecerían mucho los huesos del alcalde, que últimamente no paraban de recordarle la edad que tenía.  Isabel echó a su padre una manta por los hombros, pero éste la rechazó.
—¡Ya es suficiente!  He salido a esas tierras durante sesenta años al amanecer y nunca me ha importado el tiempo que hiciera. Mira mis brazos—y se remangó para enseñar unos antebrazos musculosos y quemados.
—Bueno padre, usted sabrá. Pero yo me la llevo, por si acaso.
Y los tres salieron del pueblo en dirección al campamento. Bordearon el arroyo del Asno y sintieron las hojas secas de los castaños crujiendo bajo sus pies. Las ramas se extendían enlazando en armonía unos árboles con otros.
—¡Mira Isabel, es como si bailaran!.
Alterio se emocionaba siempre con los cambios que el tiempo provocaba en la Naturaleza. Sentía tanta devoción por ella, que había llegado incluso a rezarle, escondido en el bosque.
—Sí, son muy bellos.
Ella siempre trataba de ser cortés con él, al que consideraba un ser especial. Las luces jugaban con las sombras, provocando destellos de luz sobre una paleta de colores que iba del marrón al amarillo más intenso.
El olor a animal borró toda la magia que sentían en ese momento. La explanada junto al campo de trigo ya estaba cerca y podían sentir la presencia del circo.
Cuando bajaron la ladera, nadie de los que allí estaban reunidos ante el fuego se extrañó. Todos eran hombres, todos serios y enjutos. Don Fernando supuso que las mujeres aún estarían en las caravanas.
Se dirigió al más anciano, sentado en una silla de plástico vieja, con su gran bigote blanco y envuelto en un poncho verde.
—¿Es usted el jefe de todo esto?—preguntó.
El hombre lo miró en silencio pero no habló. Un joven salió de la parte de atrás.
—Soy yo.
Alto, moreno, con barba espesa y ojos azules como el mar. Isabel se sonrojó nada más verle. Era el hombre más guapo que había visto nunca.
—Soy don Fernando, el alcalde del pueblo. Y estos son mi hija Isabel y mi ayudante Alterio.
—Pues yo soy Rafael, para servirles— hizo una reverencia exagerada— .Supongo que han venido a ponernos condiciones ¿verdad?
—Pues sí, aunque primero querría saber que hacen aquí.
—En ese caso, es mejor que se sienten con nosotros, no queremos que cojan frio—y algunos hombres se levantaron a regañadientes, para dejarles sitio.
Se acomodaron como pudieron, los tres juntos, en un viejo banco de madera improvisado con troncos.
—Usted dirá, buen señor.
Don Fernando se rascó la barba.
—No, no, primero dígame, ¿son un circo?
—Así es—y sonrió dejando ver unos dientes perfectos.
—¿De animales?
—Así es—volvió a repetir.
—Pues en ese caso debemos saber como están.
Rafael se levantó indignado.
—¿Cómo están?¿acaso cree que no sabemos tratarlos?
Don Fernando comenzó a perder la paciencia, la pierna le rabiaba de dolor a causa del reuma y quería zanjarlo cuanto antes. Alterio permanecía en silencio, mordisqueando una hoja. Isabel se percató de la situación y medió.
—No se preocupe Rafael. No desconfiamos de su circo, es que nosotros tenemos unas normas muy especiales respecto al trato a la Naturaleza. Nuestra supervivencia depende de ello.
Habló con soltura y sin maldad. Él se dio cuenta de ello y decidió escucharla, mientras traspasaba su cuerpo para ir más allá e imaginarse con ella en otro mundo, donde posiblemente el amor les habría unido. Pero en este no podría ser, eran las leyes de la familia.
—Venga conmigo, le enseñaré como viven.
Isabel miró a su padre, que dio su consentimiento. Se levantó y siguió a Rafael. La llevó detrás de los carruajes, donde se oían a niños llorar y mujeres charlar animadamente mientras hacían el desayuno. Algunos perros alborotaron a su alrededor.
Allí estaban, seis jaulas perfectamente cerradas. En dos de ellas había tigres, en otras dos leonas y en el resto chimpancés. Todos los animales permanecían en silencio, sin emitir ningún gemido, hasta el punto de que creía fueran de mentira, lo que la obligó a acercarse a una de ellas. Una leona permanecía tendida sobre una capa de paja, suspiraba y tenía la mirada perdida. La tristeza se podía respirar, emanaba de ella en forma de niebla gris, se volvía sólida y hasta se podía masticar. Olía a metal y polvo. La energía áspera y moribunda la apresó como si fuera ella la enjaulada. Y la música de piano comenzó a sonar dentro de su cabeza, inundando sus oídos, nublando sus sentidos. La misma que oía cuando llegaban hasta ella los lamentos lejanos de los animales perdidos, que buscaban la muerte como la única forma de libertad.
—¡Esto es tenerlos bien!—exclamó Isabel indignada.
Rafael la observó, extrañado ante su reacción. En ningún pueblo le habían puesto impedimentos para asentarse y ganarse la vida. Era un buen domador y alimentaba a sus animales incluso mejor que a sí mismo. Ella, que pareció escuchar sus pensamientos, lo miró con firmeza y añadió.
—Pero están enjaulados de por vida.
—¿Y qué quiere?, son animales salvajes. De ellos dependemos todos y son nuestro sustento.
Isabel divisó los látigos en una de las paredes y sintió ganas de llorar.
—Deje que le diga nuestras condiciones, amigo. Este pueblo, como esta tierra, es frágil. Hemos salido adelante porque hemos hecho un pacto con la Naturaleza y ella nos lo agradece con sus frutos. Ese pacto implica respeto absoluto por toda la fauna y flora. Claro que tenemos granjas, pero nunca enjaulamos a nuestros animales. Les damos una vida feliz y tranquila en el campo, y si sacrificamos alguno porque sea necesario, debe de ser de los más mayores. Lo hacemos con respeto y sabiendo que el tiempo que han vivido hasta entonces, han sido felices y queridos.
Rafael la miraba extasiado ante tanto entusiasmo reflejado en aquellos ojos pícaros y sabios.
—¿Y qué obtienen a cambio?
—Tenemos cosechas abundantes y nunca nos falta de nada. Las grandes corporaciones nos acechan pero hemos resistido. No estamos atados a ninguna iglesia, ni credo, ni religión. Solo estamos atados a la Naturaleza porque nos salva la vida. No pueden quedarse aquí si no la respetan.
Y se marchó, dejando atrás el sentimiento de angustia que le había creado ver tanto ser vivo destrozado por la avaricia del hombre. Si el mal tuviera aspecto, sería el de las manos que torturan a seres inocentes, desvalidos por su propio origen. Salvajes a los ojos de los demás, perfectos a los de ella.
Su padre no pudo evitar echarle una reprimenda en cuanto llegaron a casa.
—¿Podías haber sido más cordial?, necesitamos el dinero.
—Pues no padre, no ha visto a esos animales, tristes, apáticos. Si rompemos el equilibrio, perderemos todo lo que tenemos.
—¡Ay hija!—se sentó cansado en la cama—tus teorías son buenas y nos han ayudado hasta ahora, pero necesitamos más. Cada vez somos menos los que quedamos y ya sabes que el gobernador sigue presionando.
—Lo sé padre, tenga paciencia, la Naturaleza nos escuchará.
—Sí, sí, la Naturaleza ¿y si no la oímos?, ¿y si ya nos ha olvidado?
—No sea tonto y acuéstese un rato, que lo necesita.
Isabel fue a la cocina a recoger los platos del día anterior y después se sentó en porche, con un té bien caliente en la mano y pensando en aquel hombre que tanto le había atraído hacía unos minutos. Soñó despierta como habría sido tener una relación con él a pesar de que le repugnaba lo que hacía. ¿Se podía amar al diablo? Negó con la cabeza. En ocasiones, se sorprendía con pensamientos demasiados sentimentales para una mujer como ella. Ya hacía años que se había entregado a la tierra, que su corazón no la guiaba de otra forma que no fuera para cuidarla, sanearla. Su madre, a la que tanto echaba de menos, también le hablaba en sueños. Pero no se atrevía a decirle nada a su padre, no querían que la tacharan de loca. Aunque una de sus locuras era las que hacía que el pueblo subsistiera.
En una nueva reunión se acordó dejar que el circo hiciera una función, a la que acudirían vecinos de los pueblos cercanos, a cambio de un porcentaje de la recaudación. El único voto en contra fue el de Isabel, que se negaba a que tal espectáculo tuviera lugar en la tierra que tanto había mimado.
Pero ya no había vuelta atrás. Los cinco días siguientes, el viento llevaba a sus oídos los latigazos y los gruñidos, el olor a miedo y rabia, y supo que algo no iría bien.
La noche anterior al primer pase, cuando todos dormían menos ella, presa de una congoja aún mayor de lo que pensaba, Rafael llamó a su puerta.
—Tiene que ayudarme—suplicó. En su mirada había preocupación, tenía profundas ojeras pero sus ojos seguían siendo tan bellos como el día que lo conoció.
—No sé en qué puedo yo ayudarle—ella permaneció en el umbral, sin invitarle siquiera a entrar. Después de todo, era el culpable de toda la ruina que vendría.
—Usted conoce a los animales, por favor—volvió a suplicar.
Isabel titubeó pero luego aceptó. Si era por ellos, lo haría. Y él la siguió por el bosque, alumbrados tan solo por la luna. No necesitaban ir por la carretera, ella sabía moverse por aquel lugar con los ojos cerrados. Allí había dormido y jugado. Allí había salvado de morir a un zorro y se había bañado en el arroyo desnuda. Era una parte más de ese bosque profundo y enigmático, en la ladera de aquel valle rodeado de frutales dignos de cualquier sitio tropical, aunque estuvieran bajo cero. Incluso las mariposas revoloteaban de aquí para allá, ignorando el frío que podrían sentir ellos.
—Desde que tenemos árboles frutales, siempre están— dijo Isabel—. A veces, se posan en mis manos, pero siempre las dejo libres. Me encanta verlas aletear por los campos.
—¿Nunca las ha cazado?, conozco un profesor que daría un buen dinero por ellas.
—No, nunca. Algunos me llaman la cazadora de mariposas, porque soy la única a la que se acercan. Pero nunca las he retenido.
Por un momento, Rafael  pensó que era verdad, que tenían un pacto secreto con la Naturaleza. Que aquel hormigueo que lo invadía procedía, de alguna manera, de la tierra y aquella mujer era el nexo de unión con ella.
Sus animales se encontraban apáticos y desde que habían llegado a aquel lugar no querían comer, ni levantarse. No le obedecían a pesar del látigo y al día siguiente sería la función. Parecía que de repente fueran conscientes de su propia existencia. Los necesitaba y no podía permitirlo.
Ella los observó, incluso los tocó, sin agresividad alguna por parte de ellos. Después lo miró con severidad.
—El espíritu los ha abandonado. Se han dado cuenta de que están muertos en vida.
—¿Cómo es posible?, son animales.
Ella le sonrió, contenta de que no pudieran actuar.
—Pues por eso. Este sitio es especial, ya se lo dije. Venga conmigo— le cogió la mano, grande y caliente, que abrazó la suya como si siempre hubieran estado así.
El piano volvió a sonar y un pensamiento a rondarle: ¿se puede cambiar al diablo?
Y lo llevó al valle del norte, dónde le enseñó los pastos en los que tenían a sus animales. Vacas, toros, cabras, cerdos y gallinas, todos convivían en su propio espacio, entrando y saliendo del establo como seres libres. Ella se acercó al astado que descansaba en el pajar y le acarició el hocico. Los demás animales empezaron a cercarlos porque también querían los mimos a los que tanto los habían acostumbrado. Isabel comenzó a cantarles una canción dulce y melódica. Nunca había visto nada igual. Él, gitano de rango, heredero de una estirpe de domadores, que siempre se había creído en contacto con los animales, en realidad no lo estaba. Y Rafael fue un animal más esa noche, acurrucándose junto a Isabel, tendidos ambos en el granero, sobre una manta vieja y sintiendo el calor de tanto ser alrededor. Ella también sintió su rendición e hicieron el amor con ternura. A la mañana siguiente, cuando despertó, él ya se había ido. No le dolió en absoluto porque sabía que ya no sería el mismo. Algo había conseguido transformar en él, ella poseía esa magia.
Cuando llegó a casa, su padre no estaba y se extrañó. Se cambió de ropa y fue a la casa consistorial dónde todos estaban reunidos, incluido Rafael y su grupo.
—Anda hija, entra—don Fernando le hizo señales con la mano y ella se abrió paso entre la gente abarrotada en aquel lugar tan pequeño.
—Han venido a vernos porque no harán la función. Dicen que tenías razón y que tienes que ayudarles, quieren acabar con esto, sus animales ya no sirven.
Pero Isabel sí sabía qué hacer. Les habló de las tierras que estaban a dos kilómetros del pueblo. Una finca que no habían conseguido cultivar.
—Están llenas de campo abierto y vallado, podéis soltar allí a los animales y dejar que se recuperen.
Don Fernando la miró con severidad.
—Pero hija, así ellos no ganan y nosotros tampoco.
Alterio, que había permanecido callado durante los acontecimientos, algo normal en él, tuvo una gran idea.
—¿Por qué no hacen una especie de reserva?
Todos lo miraron y el silencio se hizo en la sala. Él quiso volver atrás y tragarse sus palabras, pero no pudo.
—Sí, como esos de la tele, donde la gente paga por entrar. Así ganamos todos y los animales también—su voz era apenas perceptible.
Los gitanos se miraron entre sí y sonrieron.
—Nunca se nos hubiera ocurrido. ¿Nos ayudarán?
Todos aplaudieron y celebraron el acuerdo. Así, un mes más tarde, después de un arduo trabajo diseñando espacios para cada animal y añadiendo alguno más para los de granja, celebraron la apertura con ilusión. La gente del campamento compró algunas casas del pueblo, ya que se asentarían allí. Acudieron personas, incluso de ciudades a cientos de kilómetros, que habían conocido la historia por los pocos periódicos que se habían hecho eco del acontecimiento. Los animales habían vuelto a ser felices y eso es lo que transmitían a los visitantes.
Rafael abordó a Isabel por la noche, cuando todo hubo terminado y los animales descansaban. La beso con ternura.
—¿Y ahora qué?—le preguntó ella.
—Ahora nosotros—y la volvió a besar.
—¿Juntos, los dos?¿y tu gente, qué dirá?
Él sonrió y la abrazó aún más fuerte.
—¿Qué gente?¿tú haces distinciones?
—Yo creía, no sé…—pero no la dejó terminar porque sus bocas sellaron el compromiso.
Y se alejaron cogidos de la mano, hacía el bosque que los había unido, mientras él le relataba antiguas historias de amor.
                                                                               
FIN