“Esta historia comenzó hace mucho tiempo, algo más de un año y se convirtió en una
anécdota para desarrollar personajes femeninos y masculinos de hoy en día,
jugando con ellos al azar, moviéndolos por instinto en direcciones dispares.
Durante unos meses los he tenido paralizados, en un rincón de mi escritorio,
porque terminar una novela que tenía pendiente se convirtió en una prioridad
para mí. Ahora han vuelto. María, Mercedes, Macarena y Marion, con sus amores y
desamores, sus luchas diarias, sus momentos de alegría y de tristeza. Pero,
sobre todo, con su amistad puesta a prueba constantemente y de la que no
quieren nunca desligarse, por más que pase el tiempo o la distancia entre ellas.
Porque nos guste o no, la amistad es una de los lazos más importantes en
nuestra vida.”
En el
último capítulo, que comenzó con el viaje de todas a la India, donde Marion adoptaría
a Fátima, terminó agridulce. Les recuerdo brevemente: Marion consiguió adoptar
a Fátima, con la ayuda de Vadin, médico hindú que estaba enamorado de María,
amiga de Marion, pero a la que escondió su matrimonio de conveniencia. Ahora
María lo ha descubierto y está dolida, sólo quiere huir lejos. Marion, por su
parte, ya tiene a su hija, pero ha sido abandonada por su marido que realmente
no apoyaba el deseo de su mujer para tener hijos.
Por
su parte Mercedes, con su hijo Fernando enfermo, piensa que el asceta que
encontraron en una arriesgada excursión a un oasis, ha tenido algo que ver con
la mejoría tan rápida del pequeño. Su exmarido e hijos la esperaban con anhelo
en España. Ella sólo vive por y para su pequeño, al que le diagnosticaron poco
tiempo de vida.
Macarena,
sin embargo, está embarazada sin proponérselo. Ginecóloga de profesión,
promiscua por vocación, no desea atarse a ningún hombre. Sin embargo, Roberto,
compañero del Hospital, le ha robado el corazón y éste ha comenzado a abrirse
poco a poco. Ahora se ha instalado en su casa, casi sin darse cuenta, y ella se
debate entre la libertad de no sentir nada o dejarse arrastrar por un amor que
le aporta serenidad.
Todos
han regresado a su hogar, donde cada uno se enfrenta a sus miedos, a lo que han
perdido y a la aleatoriedad del futuro. Pero ¿no es eso acaso lo que hace
emocionante la vida?
Comencemos,
pues, con la historia, tal donde la dejamos, un poco más tarde quizás y más
lejos de donde pensamos
Nueva York, 15 de Julio
El
gato sin nombre permanece apoyado junto al mobiliario, encima de la mesa del
comedor. Es una masa ingente de músculos y pelaje, con un hilo de vida guardada
en su interior. Es como el alquitrán del asfalto, caliente e inerte bajo el sol
abrazador.
Cuarenta
grados a la sombra. Cuerpos ligeros de ropa moviéndose de aquí para allá,
aplastados sin remedio por la calima sin nombre, inhóspita y extraña en
aquellos lugares, pero tan llenos de vida y energía como si estuvieran en
invierno.
María
deja un cuenco a su gato, lleno de agua fresca. Éste ni se inmuta, prefiere
guardar las fuerzas para la noche. Antes de marchar suspira. Su madre y su hija
duermen plácidamente en la habitación. Ella, sin embargo, no puede. Hace meses
que se despierta cada dos horas y después da vueltas sobre sí misma intentando
encontrar consuelo. Vadin aparece en sus sueños, tan lúcidos y reales como si
se encontrara allí mismo. Le susurra frases bonitas y ella se encoge sobre sí
misma, deseando no despertar. Hasta que el pitido del despertador la apuñala
devolviéndole a la realidad. Ha pasado un año pero su corazón se niega a
olvidarlo.
La
calle le parece ajena y fascinante. La vitalidad que la envuelve, el continuar
con la rutina a pesar de todo. Lleva una mochila a las espaldas, unas sandalias
de baratillo y un vestido suelto de algodón, algo informe, aunque su cuerpo
sabe rellenarlo. Desde que descubrió las tiendas de segunda mano en la Quinta
Avenida de Brooklyn, no pasa un mes que no se deje caer por allí. Siempre
encuentra algo que encaje con ella, algo con historia, en la que le gusta
pensar. No importa que tenga un pequeño descosido o que necesite algún
remiendo. Su madre siempre sabrá solucionarlo.
Nueve
meses de patear las calles, de comer pizza a diario, o hamburguesas de la
esquina, su madre la compensa el fin de semana con verduras rehogadas y pollo a
la plancha. Su niña va a la guardería tres horas, no más, y ya se ha
acostumbrado a balbucear en dos idiomas.
Pero
para ella todo quedó atrás. No consigue acostumbrarse a la libertad de la que
goza ahora. Un artículo de tres páginas sobre Lorca en Nueva York, seguir sus
pasos, averiguar qué o dónde comió, qué contempló, donde se alojó. Es una tarea
difícil pues hay poca documentación. Sólo sus poemas, profundos y dolidos, y el
anhelo de volver a una España que lo mató.
—Igual
que yo —piensa María casi en voz alta. Nadie se vuelve a mirarla, a nadie le
importa que vocalice sin sentido. Demasiadas personas, demasiadas vidas,
demasiada prisa.
Ella
también desea volver y sabe que el regresar la matará también. No consigue olvidar
a Vadin, por mucho espacio y tiempo que ponga entre los dos. Conserva sus
llamadas perdidas y los mensajes, que no cesan de llegar. Sabe que él tampoco
la ha olvidado. Pero en ningún momento hace ninguna referencia al divorcio o
separación.
—¿Qué
se cree? —no se permite responder, porque Alfred ya la está saludando desde
detrás del mostrador, con su amplia sonrisa y mirada picarona.
Ella
se la devuelve sin ganas, intentando transmitir algo de amabilidad. En el
periódico son habituales sus entradas y salidas. Es una buena periodista de
investigación y eso le ha otorgado la posibilidad de no sufrir de horarios.
Henri
es un amasijo de nervios. Alto, ancho de hombros y con el cabello descuidado.
Lleva tres noches sin dormir. Un bebé de tres meses le sobresalta cada dos
horas. María lo sabe en cuanto entra el despacho y todos permanecen en un
silencio sepulcral, intentando no romper el poco hilo de paz que todavía le
queda. Él apenas levanta la cabeza de la agenda del día, que todos esperan con
impaciencia.
—No
sé como lo aguantas —le dijo en cuanto comenzaron los cólicos.
María
tenía a su madre, siempre había estado ahí. También Marion, con su paciencia y
devoción. Nunca había sufrido a su hija Celia durante tanto tiempo. No hubiera
sido buena madre si lo hubiera dejado todo por ella. Era mejor así. Sin
embargo, no se lo dijo. Se limitó a aconsejarle sobre biberones de manzanilla y
paseos por el apartamento. Era lo que hacía su madre mientras ella viajaba por
la India, corriendo detrás de la investigación que le dio el mayor premio que
un periodista puede desear.
—Es
cuestión de paciencia, algún día dejará de llorar.
Pero
habían pasado semanas y seguía igual. Su mal humor se quebraba con frecuencia y
estallaba por cualquier cosa. Y las reuniones de los lunes eran las peores. Así
que ella también hizo acopio de sus compañeros y se mimetizó con ellos,
esperando con la respiración contenida que asignara a cada uno sus respectivos
artículos. Pero esta vez tendría que dar respuestas que no tenía.
Henry
la observa por encima de sus gafas, pequeñas y redondas.
—María,
tú no te vayas, tenemos que hablar.
Ella
deseaba perderse con la corriente de los demás, que marchaban despavoridos de
allí, tras soportar durante media hora los gritos del jefe.
—Sí,
ya sé lo que me vas a decir. Voy retrasada. Pero esta semana le daré un buen
empujón.
María
intenta justificar su retraso con frases de excusa poco creíbles porque no está
para aguantar más sermones. Le sudan las manos y se siente descuidada también,
como aquel hombre que la mira con reproche. No luce tacones, apenas se
maquilla. A veces incluso pasa días sin mirarse al espejo. Sabe que no es
importante en su profesión, pero eso no evita los cuchicheos de la plantilla
sobre su estabilidad mental que, por cierto, es bastante estable.
—¿Sabes
que te llaman la loca de la peineta?
—Me
da igual, realmente es su problema.
Henry
estalla en una carcajada, después frunce el ceño y la señala con el dedo inquisitivamente.
María sabe lo que va a decirle, lo que lleva esperando desde hace semanas.
—Si
esta semana no me muestras algún resultado, tendré que prescindir de ti. Te
retrasas demasiado y no estoy para corretear detrás de una periodista
caprichosa.
Ella
se encoge sobre sí misma, cruza las piernas y las balancea con nerviosismo,
mientras agarra con fuerza la mochila. Pero lo único que sale de su boca es:
—Después
te envío algo, ya lo tengo casi preparado.
Porque
desde hace semanas sólo sabe decir: después, ahora, cuando llegue a casa,
cuando ordene los apuntes. Todo excusas. Su mente se pasea de una lado al otro
de sus recuerdos y de allí no quiere salir. Y ella, mientras tanto, se pasea
por la ciudad fingiendo que hace algo que en realidad no hace: trabajar.
En
cuanto sale del despacho se dirige al baño, se echa agua en el rostro, que
prefiere no ver, pero está allí. Las luces azules y parpadeantes no ayudan
mucho, pero allí están sus facciones delicadas, sus profundas ojeras, la
palidez en todo su cuerpo. No se reconoce, no se admite. No es ella la que la
observa compasiva desde otro lado.
—¿Qué
has hecho de ti María?, y sólo por un hombre. Sólo es eso, un hombre.
—Eso
digo yo.
María
se vuelve sobresaltada. Allí se encuentra, en la puerta del baño, la chica pelirroja
y alta que lleva cafés a los despachos. Joven y ambiciosa, como lo era ella a
los 25. Mastica chicle y se ajusta la camiseta con esmero, en unos vaqueros que
a ella le habrían servido de mangas para sus brazos.
—Te
he escuchado, lo siento. Pero es que no he podido evitarlo. Eres muy
peculiar¿sabes?
María
no sonríe, su rostro la estudia con detenimiento. Porque ahora desconfía de
cualquiera. La competencia es desleal y muy ambiciosa.
—No
temas —replica la joven mientras se pinta los labios—, no soy tu enemiga. De
otros sí que tendrías que tener cuidado.
Y
sale tal como ha entrado, guiñándole un ojo con picardía, mientras ella continúa
agarrada al lavabo, encerrada en sí misma. Y es cuando decide que no puede
continuar así, que el pitido de los mensajes la sobresalta. La luz roja
parpadea, sabe que Vadin ha regresado, y no puede más con ello. Tiene que
anularlo y olvidarlo. Superó el abandono del padre de su hija, podría superar
éste también.
Bloquea
sin mirar los mensajes, no quiere necesitarlo más. Recorrer las calles en busca
de quien compartiría los secretos de Lorca en Nueva York, Nella Larsen,
eso es lo que debe hacer. Así que Harlem será su primera parada. Aunque el
parpadeo amenazante de su móvil le sigue recordando que tiene un mensaje sin
leer, un mensaje que nadie espera y menos ella. Un mensaje que le cambiará la
vida.
Pero su ingenuidad hace que avance, pensando que su mayor
problema es superar sus miedos, sin saber que el mayor de ellos la espera en
cuanto llegue a casa.
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Mercedes
necesita un día de fiesta, uno como los de antes.
—Marion,
por favor, una salida solo de chicas.
Suplica
y suplica, no tiene a nadie más. Macarena, con su bebé recién nacido, María,
tan lejos, en Nueva York y José Luis, que como alma libre es imposible
localizarlo cuando más lo necesita.
Marion
suspira al otro lado del teléfono. Acaba de salir de su aburrido trabajo en la
gestoría. Se alisa la falda y se coloca bien estirado el jersey amarillo limón.
No puede salir sin los labios pintados, y es lo que hace mientras toma un café
en la terraza del Bar El Ciervo, acompañada de las jovencitas del Instituto
cercano, que fuman cigarrillos con una Coca-cola en la mano, pensando que así
serán más adultas, más respetadas. Parece que fue ayer que ella era así
también, pero sin pitillo, claro está. Más bien era de misa los domingos y
horario tan rígido como el de un militar.
—No sé,
Mercedes, es que tengo que llevar a Fátima al cumpleaños de su amigo. Ya sabes
que no tiene muchos. Y después recogerla a las diez.
—Pero
tienes a Rosi, ella es como una segunda madre, siempre lo dices —su voz suena
aburrida, algo empalagosa y lloricona contenida. Marion sonríe, no puede
resistirse. También ella está aburrida, del trabajo, de la monotonía, de pensar
siempre en lo mismo. De su vida estirada, que intenta amoldar a su pequeña, lo
único que le importa. Pero también necesita evadirse, aunque sea una noche,
hablar, desahogarse, pasarse de copas, reír, bailar…
—Está
bien —sentencia— nos vemos a las diez y media en el 37 Up, ¿qué te parece?
Un
alarido se oye a lo lejos y tiene que apartarse el teléfono del oído. Suspira
mientras se apura en terminar su bebida. Una leve ilusión cruza por su mente,
aunque la tristeza siempre hace presa en ella. Una tristeza a medias, borrada
por los momentos con su pequeña, que la coge siempre de improviso en cuanto
recuerda que su marido se fue quizás por su ansiedad, quizás por su culpa.
Aunque él ya sabía que para ella era importante la maternidad, no fue una
sorpresa la adopción. Pero sí que él no la quisiera.
—He
sido yo la engañada —gime en voz alta mientras abre el monedero. El camarero
espera impaciente y las jóvenes sueltan unas risitas al aire mientras
cuchichean.
Hablar
en voz alta no está tan mal, es de genios, se dice a sí misma.
—O de
locos —sentencia el chico en cuanto recoge la mesa.
Pero
ella se aleja con su falda ajustada de tubo y su cabeza bien alta.
—¡Qué
os den! —musita, sabiendo que nadie la ha escuchado. Es demasiado educada para
gritar fuerte sus emociones.
—¡Tú
necesitas un cambio, chica, o te vas a volver pirada! —Rosi no tiene pelos en
la lengua. Es así, espontánea y cruda.
—No sé
de qué me hablas.
—Digo,
que desde que te dejó tu marido y viniste de la India, pareces una zombi.
Hablas sola todo el rato. Si lo sabré yo…
Marion
se vuelve, ha soltado el pintalabios.
—¿Me
espías?
Rosi
levanta las manos, está perdiendo la paciencia con aquella mujer.
—Pero
si no hace falta, chica, tu voz es como los fantasmas, resuena en toda la casa.
Viaja de un lado a otro, como la de mi madre. Siempre sé donde está aunque no
lo diga. Vaya eco que tiene.
Así es
como Marion decide dar un vuelco a su vida, uno nuevo. Rosi sigue hablando
mientras dobla la ropa, pero ella ya no la escucha. Han sido sólo esas palabras
las que le han abierto la mente y le han despejado la conciencia.
—Iremos
a ver a María. Eso es, necesitamos un viaje, hace mucho tiempo que no salimos.
Rosi y
la pequeña Fátima la observan aturdidas, no habituadas a las acciones
impulsivas de Marion.
—No me miréis
así, hoy se lo diré a José Luis y a Mercedes. Está dicho, un viajecito a Nueva
York no nos hará daño.
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Mientras
tanto, a miles de kilómetros, María se desliza por su apartamento como un
fantasma. Todo demasiado silencioso. Los juguetes recogidos, las mantas en su
sitio, las camas bien hechas, la compra esparcida por el pasillo, los cuadros
girados, como si un viento huracanado hubiera atravesado las paredes,
volteándolos. El corazón galopando dentro de su pecho, agitándose y
aprisionando el poco espacio que queda para los pulmones. Le tiembla la mano,
le tiembla la espalda, no puede hablar porque tiene miedo a gritar la verdad.
“V” es
la única pista que ha dejado. Una “V” escrita sobre el mármol de la cocina, con
azúcar esparcida. Una “V“que le recuerda a Vadin, o puede significar también
venganza. No, no puede ser que Vadin esté tan obsesionado que haya secuestrado
a su madre y su hija. Pero, ¿quién más sino?, ahí está, la realidad contada en
programas sensacionalistas y pelis de las cuatro de la tarde, tan fantásticas y
verídicas al mismo tiempo. El corazón se le detiene y ya no oye su respiración.
Se sujeta a la silla para no caer. Mira de nuevo el móvil, investiga los
mensajes. Tres de Vadin diciéndole lo mucho que la ama, que le diera otra
oportunidad y el último, de un nº oculto, con un video donde puede ver a su
madre y su hija Celia riendo mientras hacen una tarta en la misma cocina donde
ella se encuentra.
Y sólo
una voz en off al final con tres palabras:
Ahora
son mías.
Para
finalizar, otro mensaje escrito:
Si llamas a la policía morirán.
Continuará….