Rosi
era como un soplo de frescura entre tanta polución, con su minifalda de colores
imposibles y pestañas postizas, con su peluca a lo afro y sus labios púrpura.
El humo negro de los coches se elevaba por los edificios haciendo de paraguas
que amortiguaba los rayos de sol. Estaban a 25º pero la sensación de bochorno
la hacía sudar como si estuvieran a diez grados más. Eran las cuatro de la
tarde, mala hora para trabajar, pero no tenía más remedio. El casero la amenazaba
con echarla a calle si no paga enseguida. Y eso de enseguida era muy relativo,
porque podían ser horas o días, nunca lo sabía. Por eso Rosi se apresuraba a
coger sitio, entre el pino torcido y la papelera de color amarillo, antigua y
rota, que aún se conservaba en el parque después de que lo remodelaran. Es como
ella —piensa— vieja, pero se mantenía en pie, desafiante. Ya nadie tiraba envoltorios
en su interior. Quedó relegada detrás de los setos donde nadie la veía. A Rosi
le viene de perlas, porque en ella esconde un estuche con toallitas y un
pequeño monedero. Ella también hecha de menos las risas de los niños en los
columpios y el cuchicheo de las madres cuando la veían pasar. Ahora aquel lugar
había sido olvidado. Bello, hermoso, con sus bancos de piedra naranjas y sus
rosales, con sus grandes árboles que dan sombra todo el año. Desde que se
llevaron el parque infantil, sólo sirve para dar cobijo a los sin techo, a los transeúntes
que pasan rápido para coger el metro y a ella, que montó allí su despacho, como
le gusta llamarlo, desde que llegó hace cinco años. Ahora no piensa en la vida
que tenía antes, era una desgraciada sin futuro en manos de un energúmeno sin
consciencia, como le decía una y otra vez su madre. Pero ella sólo deseaba salir de su casa, huir con quien fuera. Así pasó de un
maltratador a otro sin darse cuenta.
—Oye Guapo,
¿hoy no te apetece? mira —y se contoneaba exhibiendo unas piernas largas y
delgadas como alfileres. Llevaba una falda de flores, colorida y alegre. El suéter
era demasiado pequeño, pero le servía para disimular unos pechos diminutos. De
todas formas, nunca los enseñaba.
Guapo
es un chico veinteañero que pasa por allí de vez en cuando, se fuma su porrito
y charla de cosas banales que Rosi nunca entiende. Le habla del último juego de
la Game Boy, de los exámenes de acceso a no sabe que carrera o de las comidas
con la familia los domingos. Ella no pasó de cuarto y respecto a la familia, la
suya no era la más apropiada. Era una paria, como le decían algunos sin corazón.
Porque Rosi sí que tenía uno y bien grande. Y este chico lo sabía, por eso le
daba más dinero de lo que pedía, por un servicio que ella prestaba con menos
esmero del que debía.
Tras
las incipientes arrugas, podía distinguir una mirada limpia, verde, transparente
y una sonrisa casi perfecta. Porque Rosi era una prostituta, como ella decía
para que sonara más fino, y no puta, como la querían llamar, pero limpia y
aseada.
—Yo soy
una chica decente —decía con la boca pequeña.
—Eres
la mejor —le decía Guapo cuando terminaba de dejar su sudor sobre una espalda
que sabía moverse como una serpiente y le liberaba de la presión del día.
Malditos exámenes, maldita familia, maldita vida de la que no consigue salir.
El chico era infeliz en su gran mundo. Rosi, en cambio, era la más dichosa en
su pequeño habitáculo, cuando contaba el dinero del día, enrollándolo en
paquetitos que enviaba a su madre todos los meses. Porque Rosi, a pesar de los
gritos y palizas que sufrió, era una buena persona y no dejaría a su madre sin
comer.
Marion
miró el reloj con desasosiego, llegaría tarde si no se daba prisa. Había
quedado con Carlos en una cafetería de Gran Vía, quería hablarle del viaje que
debían hacer a la India para recoger a la pequeña Fátima. Lo tendría que
convencer, aunque no sería difícil, él tenía sus sueños y ella el suyo. Ya lo
había apoyado demasiadas veces, ahora le tocaba a ella. Se miró al espejo, iba
perfecta. El pelo rubio recogido en una coleta alta, el vestido gris ajustado,
con la falda tubo a la altura de la rodilla, como debía ser. Los labios rosa
pálido y unos tacones de ocho centímetros hacían el resto. Nada fuera de su
lugar. Ya había ordenado el bolso cuatro veces, sacándolo todo y volviendo a
colocarlo meticulosamente. Ella era así, escrupulosa, se podía decir, también
algo esnob. Pensó en coger el autobús, pero en metro iría más rápido. Detestaba
el olor a sudor reconcentrado y a comida barata. Detestaba que la rozaran
personas desconocidas y siempre temía que le fueran a robar. Pero faltaba una
hora y no llegaría a tiempo.
Así que
se decidió. Tendría que cruzar el parque de la esquina, donde algunos borrachos
dormitaban, oscuros, sucios, harapientos. Debía sentir lástima por ellos y lo
hacía, pero procuraba evitarlos. Esa decadencia la mataba y prefería fingir que
no existía. Después estaba la mujer del pino, la que la miraba con descaro, con
la boca llena de chicle y le enseñaba las bragas rojas mientras ella corría sin
mirar atrás. Pocas veces había pasado por allí, pero ahora no tenía más
remedio.
Rezaba,
por el camino, para que ese día el parque estuviera limpio de intrusos que
pudieran asustarla o amedrentrarla. Limpio de prostitutas y borrachos. Respiró
tranquila cuando no vio a nadie, así que caminó sin prisa, dejando que el calor
tostara su piel. Incluso pudo admirar los rosales que habían plantado y que se
erguían desafiantes en su belleza.
—Nada
de ingratos —pensó mientras cortaba una de las rosas.
Y en
ese momento algo tiró de ella con tanta fuerza, que perdió el equilibrio. Lo
último que pudo ver es un joven alto, con gorra de visera que corría a toda
prisa por el parque vacío de putas y borrachos.
—¡¡Socorro!!
—gritó con todos sus pulmones antes de que todo se volviera oscuro a su
alrededor, antes de que algo rojo empapara su frente y después su rostro.
Rosi no
sabía que hacer con aquella mujer, la misma que la evitaba cada vez que pasaba,
como si tuviera la peste. Tenía el rostro lleno de sangre. Primero decidió llamar
a la policía, pero lo pensó mejor. Su casa no estaba lejos, la podría ayudar a
levantarse y esperar a que se despejara. Después, que ella decidiera. No era
asunto suyo y la policía no la había ayudado a ella cuando le robaron en casa.
Ni más ni menos que todo lo ahorrado durante dos semanas. Como si por ser puta
se mereciera todo lo malo del mundo.
La asió
por las axilas, Marion abrió los ojos por un momento. No visualizaba bien, una
neblina se extendía por todas partes. Una voz algo gangosa le susurraba frases
que pretendían tranquilizarla, pero no lo hacían. Se escabullían por su cerebro
y se depositaban en el estómago, dándole nauseas. Sus pies tropezaban a cada
paso y la misma voz la animaba a seguir. Subieron los escalones casi arrastras.
Rosi jadeando y barruntando a cada paso. Marion nunca había oído tantas
palabrotas juntas. Un grito casi la dejó sorda.
—¡A la
puta mierda, cabrón!
Era la
misma voz gangosa que ahora había cambiado de tono, haciéndose más ruda, más
varonil. Pensaba si sería hombre o mujer quien la sujetaba con tanta fuerza que
dolía. Seguro que parecería una borracha, desahuciada, como las que ve en los
bancos del parque. Se tocó con la mano libre la falda, que ahora estaba rota y
por la que enseñaba sus bragas de algodón. Intentó taparse pero no pudo, su
mano calló hacía un lado. No tenía fuerzas, ¿qué le había pasado? Lo último que
recuerda es un techo blanco con una lámpara de la que colgaba un muñeco que se
balanceaba y que se aleja de ella cada vez más, mientras la gravedad la arrojaba
sobre una cama dura y suave. Después, una cara, todavía borrosa, de una mujer
morena, sonriente, sobretodo porque los grandes labios rojos era lo más
distinguible en ella.
—No me
hagas daño —dijo casi susurrando.
Y se
sumió en un profundo sueño.
Rosi estaba
sudada, el esfuerzo había sido demasiado. Se olió las axilas y arrugó la nariz.
Después se encogió de hombros. Total, hoy no iba a trabajar. Le limpió la
herida a Marion, le puso una tirita y la tapó con las sábanas. Después se metió
en la ducha y salió con la cara limpia y la bata de boatiné. Se sentó en el
sillón, al lado de la ventana y encendió un cigarrillo. Fumando esperaría a que
se espabilara. El día dio paso a la noche y Rosi pensó que aquella mujer nunca
se despertaría. Se hizo una infusión en el hornillo, heredado de los días de
camping con su marido. Eso, y trece abrelatas de acero que guardaba no sabía
por qué.
Su piso
era pequeño, sin habitaciones. Un estudio único, dónde cocina, salón y
dormitorio lo compartían todo. Y ahora se encontraba con que tendría que pasar
la noche con la espalda torcida en un viejo sillón de skay que se le pegaba a
la piel.
—¡Al
carajo! —y se tendió al lado de Marion, que la abrazó en sueños.
El ruido
ensordecedor de un motor la despertó, el sol cegador entraba por la ventana; un
ligero viento movía los visillos y las partículas de polvo volaban como
pequeñas mariposas a su alrededor.
—Son
como ángeles —pensó mientras sus músculos comenzaban a despertar también. Se
miró las uñas, ahora rotas y resquebrajadas. Llevar un peso muerto no es fácil.
Pensó en su madre, la de veces que había arrastrado a su padre a la habitación
después de un día de borrachera. Pero claro, ella era fuerte, grande y
poderosa. Su padre, pequeño y frágil, se movía en sus brazos como un muñeco.
¿Por qué no hizo nada por ella cuando pudo?. Después, la enfermedad y ya fue
demasiado tarde.
—¡Ay
Dios mío!, ¿quién eres?
Marion
se había levantado como un resorte y de un salto se había plantado al lado de
la ventana. La verdad era que estaba hecha un cristo. La pintura corrida, el
pelo enmarañado, la ropa rajada por varios sitios. Intentaba taparse mientras
su mirada asustada escrudiñaba el lugar. Poco había que ver allí. Rosi sonrió y
se sentó en la cama. Encendió un cigarrillo mientras la observaba. Era como ver
una película romántica, de las que le gustaban a ella, con mujeres que se
perdían y se encontraban, sufriendo mil peripecias y viviendo amores
imposibles. En una de ellas, esta mujer sería la estirada que nunca había roto
un plato, la que después se desmelena para fugarse con un motorista del
infierno, dándose a la bebida y terminando en una cárcel por pasar droga para
su amante.
—¡Qué
imaginación tengo! —Rosi sacudió su cabeza, intentando despejarla.
—¿No me
respondes? —Marion insistía.
Rosi se
levantó despacio, se dirigió al espejo del cuarto de baño, se refrescó la cara,
ahora salpicada de manchas y blanca como la nieve. Abrió la boca para mirarse
la dentadura, perfecta, sin picaduras. Una de las pocas cosas que mantenía en
buen estado. Después sus ojos, de color verde, o grises, según se mirara,
cansados, alegres, optimistas.
Se
volvió hacia la asustada mujer, que aún estaba en la misma postura, encogida
sobre ella misma, con ojos de loca.
—Te
salvé —dijo Rosi. Y se dirigió a encender el hornillo de nuevo para hacer dos
cafés instantáneos.
—¿Qué?
—preguntó Marion sin entender. Las palabras le habían llegado como un susurro.
—¡Quée
tee salvée! —respondió Rosi gritándole al oído.
Marion
dejó caer sus brazos, empujados por la gravedad; después su cuerpo sobre el
sillón de skay verde. Ahora estaba desecha, no recordaba nada. Tan sólo que
disfrutaba de un paseo antes de coger el metro, que el parque estaba tranquilo,
libre de indeseables, como ella los llamaba, que la prostituta que la molestaba
tampoco estaba a la vista. La miró una vez más, después se acercó lentamente
mientras Rosi canturreaba.
—¡Eres
tú! —gritó— ,¿dónde están mis cosas, me has robado?
—Coño,
que susto me has dao joía —Rosi se llevó las manos al pecho, ahora era ella la
asustada. Aquella mujer había olvidado sus poses educadas y se abalanzaba sobre
ella como una fiera hambrienta— . ¿Pero qué dices?, si yo no fui, te encontré
así. Anda, siéntate, necesitas un café —y la empujó del nuevo al sillón.
Marion
volvió a perder su mirada en el vacío. Se tocó la herida, ahora limpia y tapada
con una tirita. ¿Sería verdad que aquella mujer la había ayudado? Era
prostituta y todos saben que roban a la primera de cambio si se lo proponen.
Tendría que seguirle la corriente y salir de allí en cuanto pudiera. Miró a su
alrededor pero no encontró teléfono alguno, ni fijo ni móvil. Se miró la ropa,
rota y sucia.
—Anda y
bebe, lo necesitas —Rosi le puso una taza en la mano. Marion la cogió, estaba
caliente y olía bien. Vio huellas de labios en el borde, pero la ansiedad pudo
más y tomo un sorbo. El líquido le bajó por la garganta y le despertó el
estómago y el cerebro. Ahora recordaba el golpe que recibió, el joven con la
gorra que se alejaba con su bolso.
—¡Dios
mío, Dios mío! —murmuraba mientras los lagrimones caían por su rostro y la
pintura corrida lo convertía en un cuadro de Picasso.
Rosi
levantó la taza a modo de brindis.
—Eso
es, te has acordao.
Marion
no dejaba de lamentarse, agarrándose el vientre y balanceándose de un lado a
otro, como si pretendiera consolarse. Intentó pensar en por qué había elegido
ese camino, a donde se dirigía, a quien iba a ver. Tenía que volver a su casa,
ver a su familia, ¿familia? —pensó— , ¿qué familia? Miró a la mujer que tenía
enfrente, sentada en la cama, ojeando una revista envuelta en esa bata grande y
antigua. Después la habitación, con paredes color ocre, o blancas con suciedad
incrustada, no sabía. Los muebles austeros, cubiertos de una capa blanca de
polvo, que se elevaba al menor golpe de viento.
—¿Cómo
te llamas? —preguntó.
Rosi
levantó la mirada y arqueó las cejas, largas, finas, negras como el carbón.
—Soy
Rosi ¿y tú?
Marion
siguió con los ojos muy abiertos una mosca que paseaba entre los baldosines del
suelo, frotándose las patas traseras, para elevar el vuelo de nuevo.
—No lo
sé, no sé quien soy —respondió al fin, esbozando una leve sonrisa.
Rosi se
levantó tirando la revista sobre la cama y encendió un cigarrillo, el segundo
en lo que llevaba de día y eso que había decidido dejarlo. Tres era su máximo y
pretendía conseguirlo. Eso sí, después de arreglar todo el desaguisado.
—¿Quién
coño me creo que soy?, ¿por qué te habré recogido? —murmuró entre dientes.
Marion,
aún absorta con la mosca y jugando con el pico de su blusa, parecía una niña de
diez años, indefensa y acobardada.
—Bueno,
pues tendré que dejarte en un hospital, qué se yo, aquí no te puedes quedar.
Marion
la miró, tenía lágrimas en sus ojos. La palabra hospital no le traía buenos
recuerdos, aunque no sabía porque, pero un amargor le subió por la garganta y
la hizo vomitar, allí mismo, entre las piernas desolladas, salpicando a la
inofensiva mosca que quedó atrapada en aquella masa informe de color gris.
—¡Joder,
tía!, ¡qué asco!, ¿por qué no avisas?
Rosi se
había levantado e intentaba tirar de Marion, que se agarraba al sofá como si
fuera su tabla de salvación.
-Vamos
tía, ¿qué crees que te voy a hacer? —relajó los brazos— . Necesitas una ducha
—añadió.
Rosi la
lavó como si fuera un bebé, con suavidad, dejando que el vapor limpiara sus poros,
que el agua callera por su cabeza arrastrando toda la sensación de pesadez que
parecía llevar aquella mujer. Marion se dejaba hacer, sintiendo como el calor
invadía sus pulmones, suspirando aliviada, mientras su mente se activaba con
recuerdos difusos de discusiones maritales, camas de hospital y una foto de una
niña que la miraba con sus dulces ojos almendrados desde algún lejano lugar.
En
cuanto terminaron, ya más relajadas, decidieron poner por escrito lo que
recordaba y lo que no. Rosi tardó un buen rato en encontrar un papel que le
sirviera. Finalmente tuvo que ser el rollo del baño el único testigo de su
psicoanálisis. Por bolígrafo, el lápiz khôl negro que reservaba para
emergencias. No el bueno, comprado en la perfumería de la esquina, sino el de
la tienda de chinos que guardaba en el forro del bolso.
—¡Vamos
a ver! –exclamó mordiéndose el labio superior— primero…
Marión
se desesperó al verla hacer tan trabajosamente algo tan sencillo, así que se lo
arrebató de las manos.
—Dame, yo lo hago, tú tardarás demasiado.
Rosi
abrió exageradamente la boca, arqueando la comisura de los labios, en señal de
asombro o de asco, indignada aunque, en el fondo, aliviada. Cuatro años de
colegio no daban para mucho, sobretodo si hacía más de treinta y cinco años que
los había hecho.
Marion
se apoyó en la mesa pequeña que hacía las veces de taburete de emergencia,
llena de ropa doblada y cartas sin abrir. Hizo la lista tanta rapidez que Rosi
no se percató hasta que ésta no le fue plantada delante de sus narices.
—Ves,
mira —Marion sacudió el papel ante sus ojos. Mientras, intentaba descifrar las
letras negras y bailantes. Se encogió de hombros.
Marion
enumeró y leyó a toda prisa la lista de cosas que no recordaba. No se acordaba
de su nombre, ni de su familia, ni de sus amigos, ni de si tenía trabajo o no.
Sólo había tenido ciertas visiones difusas en el cuarto de baño, cuando estaba
en la ducha.
—¿De
qué te acuerdas, entonces?
Marion
arrugó el papel entre sus manos y la miró con severidad, sabiendo que lo que iba
a decir no gustaría.
—Me
acuerdo de ti, Rosi. Sé que te he visto otras veces, en el parque. Siempre te
metías conmigo. ¿Eres puta, verdad?
Rosi se
encendió como una antorcha, las manchas rojas iban coloreando toda su piel
blanca y despejada, hasta convertirla en un sarpullido gigante. Marion
retrocedió, por un momento pensó que la cogería por los pelos para arrastrarla
por aquella habitación diminuta. En cambio, Rosi respiró hondo, se cruzó de
brazos y alzó la barbilla para decir:
—Soy
prostituta, no puta. Yo elijo, ¿sabes?
Marion
sonrió y se relajó de nuevo en su silla. Aquella mujer era peculiar y parecía
buena persona. Pero ¿qué iba a hacer ahora? quizás fuera bueno ir a un
hospital, pero pensar en ello le producía nauseas.
Así que
decidieron dar a su mente un día más, una noche tal vez. Rosi sacó una botella
de vino del armario e hizo bocadillos de lomo para comer. Se relajaron hablando
de hombres. Marion sólo recordaba discusiones, pero Rosi era un libro de
sabiduría. Le contó historias que le parecieron increíbles y le hicieron
recordar.
—Una
vez —relataba haciendo grandes aspavientos con las manos y abriendo tanto los
ojos, que parecían se le salieran de las órbitas. Marion la escuchaba agarrada
a la almohada, expectante como un niño ante un relato de terror— ,vino un
hombre a las cinco de la madrugá. Ya había sacado bastante. Cuatro —hizo una
mueca con la boca en forma de o y puso la mano sobre ella como si llevara un
micrófono— y tres completos. Había llegado a los doscientos y empezaba a
quemarme el chichi —Marion asintió, deseando que prosiguiera— . Pues esa noche,
te había dicho que vino un señor, muy bien arreglao, llevaba traje y una de
esas corbatas pequeñas, ¿cómo se llaman?, eso, pajarito.
—Pajarita
—corrigió Marion.
—Eso,
pues que se acercó. Hacía un frio de cojones, ya me entiendes, en Enero y con
nieve. Bueno, a lo que iba, que se acercó tan despacio que ni le oí. Tenía unos
ojos azules y me miró con un yo que sé, que casi me meo en las bragas. Yo me
quedé allí pasmada, mirándolo a él y esperando a que dijera algo.
—¿Qué
edad tendría, Rosi?
—No me
interrumpas o se me olvida el detalle. Yo que sé, unos cincuenta, más o menos.
Yo, lo de calcular no se me da bien. Bueno, pues que al final habló y me dijo
que si quería ir con él a su piso, que necesitaba compañía. Y así, tan finolis,
como si estuviera pidiendo un cóctel en un bar, como si no fuéramos a follar.
Yo le dije que no estaba para muchos trotes, que tenía que descansar. Pero él
insistió, sacó un fajo de billetes de cien y me dijo:
—Si pasas conmigo la noche y haces lo que
te pida, esto será tuyo.
Y
joder, tía, ¿qué iba a hacer? Necesitaba el dinero, así que me fui con él.
Andamos un trecho por la avenida y nos metimos en un coche con chófer. Yo no
paraba de masticar chicle, estaba tan nerviosa como si fuera la primera vez. Él
no me miraba, ni hablaba. Sólo charlaba por teléfono con alguien sobre ventas y
cosas que no entendía. Por fin llegamos a su casa. ¿Sabes dónde Gran Vía se une
a Plaza de España?, pues él vivía en el torreón redondo, el que da al parque.
El ascensor era de un lujo, todo dorado y con espejos, vamos, como en las
películas.
Rosi
respiró hondo, bebió un sorbo de vino y miró hacía la ventana, había comenzado
a anochecer. Marion se impacientó.
—Pero
bueno, no te pares ahora y sigue.
Rosi
sonrió y se preparó para la segunda parte de su función. Se llevó las manos al
pelo recogido en un gran moño en la nuca para colocarlo de nuevo en su sitio y
después tensó los brazos sobre las piernas extendidas.
—En
cuanto entramos —prosiguió— casi me desmayo. Salió a recibirnos una criada con
uniforme, con su delantal blanco y su cofia. Estaba de un hortera, parecía que
estábamos en una película de Alfredo Landa, las de señorito, ¿te acuerdas?.
Pues ella no se extrañó de que yo estuviera allí ni nada. Se veía que estaba
acostumbrada. Pasamos dos pasillos que parecían la calle Alcalá de largos que
eran, llenos de retratos y cuadros y alfombras —Marion sonrió por la ocurrencia
de comparar un pasillo con la calle más larga de Madrid. Era extraño como
recordaba estas cosas banales pero nada sobre su persona. La voz de Rosi la
devolvió de nuevo a la historia— , y abrió una puerta con llave. Yo iba
asustada, ya lo puedes imaginar. Aquel tío tan guapo y tan raro también. Pero
claro, no podía dejarlo escapar y que otra se llevara el fajo que ya era mío.
El hecho es que cuando encendió la luz y cerró la puerta con llave,
guardándosela en el bolsillo, pensé que era el fin. Que me mataría y me haría trocitos,
que me haría desaparecer por un desagüe gigante y que la criada lo limpiaría
todo y no diría ni mu, porque le paga un pastón de la hostia. Toda la
habitación era de un rojo chillón que hacía daño sólo con mirarlo. No había na,
ni cuadros, ni sillas, ni alfombras ni puertas, na. Pues va el tío y toca un
botón en la pared y de repente, como por arte de magia, salen de las paredes
unas jaulas grandes llenas de látigos y cadenas y trajes negros. Me fui a la
puerta y comencé a gritar como una loca. Porque la Rosi no iba a morir allí, en
manos de un chiflado. Pero entonces él se acercó y me tocó en el hombro.
—No te
voy a hacer daño —me dijo— , me lo tienes que hacer tu a mí.
—¿Yo?
—respondí como una tonta— , yo no sirvo para eso, yo no, no…
Me acarició
de forma tan suave que un escalofrío me subió por la espalda y me puso los
pelos como escarpias —se frotó los brazos de forma demostrativa.
—Sólo
tienes que ponerte el traje negro y yo me ataré a la cadena. Tú me paseas y me
das de comer y me pegas si soy malo. Porque puedo ser un perro muy malo.
Yo
decía que si a todo, como una tonta. Si estaba loco y quería salir de allí, le
tendría que seguir la corriente. Me puse lo que me dijo, él, mientras, se
desnudó y se ató a la cadena, después se arrodilló y vino a mí a cuatro patas.
Me coloqué unas botas con tacones de infarto, hasta los muslos y un corsé que
parecía hecho para mí, tía —Rosi se emocionaba por momentos, contenta de que
sus historias prohibidas sirvieran para algo— . Los pechos casi no me cabían,
pero a su lado me sentí como un diosa. Cogí la correa y le di vueltas y vueltas
por la habitación. Nunca había tenido un perro, pero sabía que se les paseaba,
que había que esperar a que cagaran y después tocarles la cabeza. Es que a mí
siempre me han dao mucho susto los bichos. Ya ves, y eso que soy de pueblo.
Bueno, pues él al principio muy bien. Ya tenía las rodillas rojas de tanto
arrastrarse y me estaba dando un apuro, así que paré en seco. Entonces levantó
la pata y ¿sabes lo que hizo? meó, allí, en la pared. No veas el asco que me
entró. Pero le toqué la cabeza y jadeó. ¿Qué tenía que hacer ahora? vi la
comida para perro en una de las jaulas y los platos, así que le eché. Nunca
pensé que la comería, pero lo hizo. Casi vomito. Pero es que yo esperaba que
todo aquello, no sé, le produjera una excitación o algo. ¿Sabes lo que hizo después?
cagó, allí mismo, al lado de donde había comido. Yo pensé ¿la recojo?, ¿dónde
cojones encuentro yo ahora una bolsa? Abrí la boca y me tapé la nariz, pero él
me señalaba con la cabeza el látigo negro de atrás. Al principio no le entendí.
Creí que ya habíamos terminao. Pero el tío hacía tan bien su papel que no
hablaba siquiera y así no había quien lo entendiera. Soy un poco cerrá, ya has
visto, pero no tonta. Así que cogí el látigo y le di en la espalda. Sólo fue un
roce, no soy bruta. Él me miraba, con la boca abierta y jadeando como un
perrito, pero con los ojos me decía que le diera más. Así que comencé a
golpearlo cada vez más fuerte y él a gemir. Le pedía perdón con cada latigazo,
pero él sonreía y se relamía. Estaba tan apurá que quise ponerme a llorar. Yo
no soy de esas que hacen estas cosas. Yo, lo de siempre, lo que hacía con mi
marido el cabrón —e hizo énfasis en recalcar esta palabra, para dejar
constancia de lo que era— . Alguien llamó entonces y él se levantó de un salto.
Cuchicheó algo que no entendí, después me dio el dinero y me dijo que me
vistiera y me fuera. Yo salí de allí escopetá, esperando que él me siguiera en
cualquier momento para meterme en aquella habitación de los horrores. ¿Y sabes
qué fue lo peor, guapa?
Marion
negó con la cabeza.
—Pues
que la criada me despidió en la puerta como si fuera toda una señora. Ya ves,
que gente más rara hay por este mundo.
Rosi se
relajó sobre la almohada. Marion se echó a su lado, aún extasiada con el
relato. Vinieron a su mente imágenes de un hombre moreno, alto, que la
acariciaba y abrazaba, que la besaba con ternura, que la llamaba por su nombre.
—Marion,
me llamo Marion —susurró.
Rosi no
se movió del sitio, ni siquiera la miró.
—Ya es
algo, ahora falta el resto —respondió.
Esa
noche no dormirían. Llenarían las horas de historias fantásticas, casi
irreales, vividas por una prostituta de parque. Por una mujer que a Marion le
pareció grandiosa, fascinante, divertida. Le habló de los abusos en su
infancia, de su huida sin sentido con un hombre mucho más mayor del que no
recibió nada de cariño. De que le hubiera gustado tener hijos, vivir con un
hombre honrado y ser feliz.
—Ya lo
soy —le dijo—, no quiero que me interpretes mal, es que a mi siempre me ha
tirao mucho tener una familia.
Hijos,
Marion sintió una punzada en el corazón. Cerró los ojos para no pensar, le
dolía demasiado. Ahora recordaba un nombre, Fátima, y un país, India, al que
tendría que ir. Poco a poco, las imágenes vinieron a su mente de forma tan
nítida, que comenzó a olvidar lo que le había pasado. De nuevo, los primeros
rayos de sol comenzaron a inundar la habitación, las motas de polvo bailaban
alrededor de los visillos, que se movían con tanta suavidad que parece
acariciaran el vacío.
—Lo
recuerdo todo —exclamó Marion con lágrimas en los ojos. Rosi, tendida a su lado
y con un dolor de cabeza de espanto, le cogió la mano.
—Ya te
lo dije, un día más, sólo necesitabas eso.
Marion
se la agarró con fuerza, Rosi se dejó. Aquella mujer era la primera amiga que
había tenido en mucho tiempo y deseaba conservar ese momento. Sabía que cuando
saliera por la puerta, ya no volvería a verla, o si lo hacía, miraría para otro
lado.
—¿Quieres
venir conmigo a casa?
Rosi la
soltó y se incorporó. La miraba asombrada por tal pregunta, a ella, la Rosi.
¿Qué quería Marion de ella?
—¿Qué
dices tía?
—Es que
me da miedo ir sola, encontrarme con mis cosas. Es como si hubiera estado un
siglo fuera.
Así que
tras dejarle una nueva falda y un top ajustado, ambas se dirigieron a casa de
Marion. Ahora no eran una esnob y una prostituta, ahora las dos parecían
mujeres alegres que volvían a su casa tras una noche de duro trabajo. Los
vecinos que conocían a Marion la miraron de reojo, algunos niños reprimieron
risitas. Ella rio también. No le importaba lo que pareciera.
Su casa
estaba tan limpia que casi daba miedo. Aséptica, ordenada, era el ejemplo de
casa poco vivida. Y ella se dio cuenta, de que las cosas fuera de lugar, el
polvo acumulado por falta de tiempo, las tazas del desayuno que esperan a ser
fregadas, forman parte de la vida y dicen mucho de una persona. Su casa decía
que ella era tan estricta, que había olvidado convertirla en un hogar. Y si ahora
iba a traer una niñita, necesitaba dejarse llevar. Olvidar las arrugas en las
sábanas, los cojines perfectamente alienados, los posavasos, el brillo
constante de los cristales. Observó como Rosi se movía por las habitaciones,
sacudiendo las manos y asombrándose con cada detalle.
—¡Chica,
tú eres rica!
—¿Rica
yo?, si tu supieras, me comen las deudas. Es que Carlos ha sido un desastre y
yo también.
Rosi se
sentó en el filo del sofá, casi temiendo ensuciarlo.
—¿Tu
chico?
—Sí, mi
chico.
—Pues
yo digo que eres una suertuda. Mira yo donde vivo. Pero que le amos a hacer,
cada uno con lo que tiene.
Marion
se echó a su lado, ella la imitó. Cruzaron las piernas, al mismo tiempo, como
si estuvieran sincronizadas. El contestador del teléfono fijo parpadeaba, seguro
que le habían dejado mensajes. Carlos estaría preocupado. Por un momento, se le
hizo imposible enfrentarse a todo sin los consejos y historias de esa mujer.
—¿Por
qué no vives conmigo, Rosi?
—¿Pero
qué dices chica?, ¿qué voy a hacer yo aquí?
—No sé,
puedes ayudarme con la casa y con la niña.
—¿Qué
niña? —por un momento pensó que Marion se había vuelto loca.
—La que
traeré en unas semanas, la he adoptado.
Rosi
hizo cuentas mentalmente. Tenía algún dinero guardado, para urgencias. Cambiar
de vida podía ser una de ellas.
—De
acuerdo —respondió— . Pero ¿seguro que me puedes pagar?
Marion
estaba emocionada.
—No
mucho al principio, pero hablaré con mis amigas, quizás ellas te puedan ayudar.
Sé que Mercedes necesita a alguien tres veces en semana y María, bueno, ella
sólo tiene a su madre de canguro. Algo conseguiremos, lo sé.
A Rosi,
aquella mujer le pareció una niña grande, abierta, dulce, triste e ilusionada
al mismo tiempo. Entonces supo que su inmadurez se debía a dolor, como el que
ella había sabido superar. Vio la marca en sus muñecas, ¿cómo no se había dado
cuenta antes? y pensó que algo así no pasa por casualidad. Que dos personas tan
diferentes y tan iguales al mismo tiempo, se encuentren y se acoplen, como si
fueran las piezas de un puzle. Acarició la Virgen de Fátima que llevaba al
cuello y la besó.
—Está
bien, tengo cuarenta y tres años, algo tengo que hacer con mi vida.
Marion
se agarró a su cuello como una chiquilla. Después llamó a Carlos y le contó a
trompicones todo lo sucedido. Las palabras salían por su boca disparadas, sin
control. Entre gritos de alegría y sollozos le relató como le robaron y como,
una buena mujer, la acogió en su casa hasta que estuvo bien. Y que ahora esa
mujer viviría con ellos.
—¿Con
nosotros? —Carlos se extrañó al verse incluido.
—Sí,
cariño. Pero seguiremos despacio —silencio— . Tienes que volver, esta es tu
casa también.
Carlos
se emocionó pero no lo demostró. Después de todo, él también había sufrido.
Pero la cosa iba bien. Él se encargó de llamar para que anularan las tarjetas
de crédito y pedir cita para el nuevo Dni. En eso Marion seguía como siempre.
Pero en lo demás, parecía una mujer nueva, quizás más frágil, menos fuerte.
A las
ocho de la tarde, Rosi ya había dejado su estudio y con tan sólo dos maletas,
se encontraba colocando su ropa en la nueva habitación. Pintada de rosa palo y
con cuadros de flores por todas partes, se sintió como en el parque, rodeada de
belleza.
Marion
había organizado una cena con sus amigas para el día siguiente, quería
presentarles a su nueva amiga. Pero esa noche sería de Carlos, tenían mucho de
lo que hablar. Rosi, que era prudente en cuestiones de pareja, se retiró a dar
una vuelta y dar espacio a la parejita.
Vio el
parque de lejos. Guapo paseaba al perro y la buscaba con la mirada. Se acercó a
él. No necesitaba dar explicaciones, pero quería que lo supiera, que corriera
la voz. Que la Rosi ya no era prostituta.
—Bueno
—añadió él mientras se encendía un canuto. Rosi lo rechazó, pero permaneció
sentada a su lado— .Tenía que pasar. Me alegro, de verdad.
Guapo
miró a unos obreros que medían y anotaban.
—¿Sabes
que van a poner de nuevo columpios para los niños?
—Ya era
hora —respondió Rosi— . Me voy yo y vienen ellos.
Y ambos
observaron en silencio como la noche caía y algunas nubes se abrían paso,
negras, densas y refrescantes. Guapo la miró con cierto temor.
—¿Por
qué no echamos el último?
Ella se
dejó querer, él insistió.
—Es que
entre los exámenes, mi padre. No sé, sólo tenía esto.
Rosi se
enterneció. Un chico de veinte años que prefiere estar con ella, con lo fácil
que sería buscar a una chica joven, de su edad, que entendiera lo que dice.
—No sé
—titubeaba— . Yo ya he dejao el trabajo, bueno, ayer fue el último día.
—Por
favor —suplicó él.
Algo se
removió dentro de ella. Ese servilismo que la había acompañado tantos años.
—Está
bien —levantó el dedo en señal de reproche— . Pero es el último y que conste
porque te aprecio.
Y así
se dirigieron al lugar más escondido del parque, entre el pino grande y la
papelera amarilla. Después de todo —pensó Rosi— , ser puta no se olvida en un día.
FIN