viernes, 24 de octubre de 2014

EL PELIGRO DE LOS APRIETATORNILLOS




Martillo en mano, pañuelo en la cabeza, mal atado por supuesto. Sierra rescatada del trastero y un berbiquí como arma de destrucción masiva. Camiseta rota y pantalones a juego. Parezco una psicópata de película. Me dispongo a destruir muebles, rajar cortinas hasta dejarlas inservibles, irreconocibles. Me ha invadido el espíritu del aprietatornillos, con su mono vaquero y sus diseños imposibles. Un sótano de los horrores, al que no bajaría ni muerta, lo convierte en veinte minutos en un palacio de cristal con luz y todo, la cual no sé de donde sale porque las ventanas son diminutas. Sabe coordinar a la perfección colores, texturas y materiales, la mayoría reciclados, a los que en un santiamén le da un lavado de cara. Con el brillo y color adecuado es suficiente. Con el superprograma de ordenador, ese no lo tengo yo, en cambio sí una imaginación desbordante, diseña cada espacio a medida de los clientes de turno, que lo observan todo con la boca abierta y desbordados por un final apoteósico, sobretodo al saber que lo harán ellos mismos. Es en ese momento cuando mis ojos se quedan sin pestañear durante tanto tiempo que las lágrimas empiezan a asomar, la boca abierta casi a punto de baba. Ya lo veo con claridad. No necesito decorador, ni muebles caros, ni telas de seda adornando las ventanas. Sólo preciso un par de herramientas, una meta, mucha voluntad y, claro está, mucha fuerza. Me emociono con tan sólo pensarlo. Y es que es muy fuerte que estos programas te abran los ojos, enseñándote el camino de la decoración en mayúsculas. Ya puedo tener un piso de revista, aunque sea minúsculo y los años le hayan jugado malas pasadas.
Así que bajo decidida a un trastero, en el que no entro desde hace meses, donde los trastos, nunca mejor dicho, se acumulan sin orden. Allí, debajo de la bolsa llena de zapatos que no me atrevo a tirar pero tampoco a poner, encuentro una vieja caja de herramientas. Y como si de un tesoro se tratara, le quito el polvo con suavidad para examinar posteriormente su contenido. Tornillos, tuercas, casquillos y metales de todas las clases que no sé para que sirven pero que ya averiguaré. Y después de la primera capa que ya he ordenado, lo más valioso: martillo, sierra y berbiquí.
Ya está, ya lo tengo todo y estoy preparada para cambiar. Así termino, como debe ser después de haber visualizado diez veces el mismo programa para no perder detalle, con el salón cubierto de plástico y varios muebles hechos trizas. He comprado dos latas de pintura y ahora tengo mezclar, aplicar, dejar secar y, por último, colocar. No tengo el dichoso ordenador con proyecciones en 3D
como ellos; pero a cambio, he colgado mi bonito diseño hecho con rotulador en la pared principal, donde pueda verlo bien.
He decidido pintar marrón chocolate una de las paredes, ahora se lleva mucho, y el resto ya veré, crema, blanco puede. El sofá, no me gusta nada su tapicería, así que decido cambiarla. Gracias a Dios que tengo una grapadora. Y me esmero en dar forma a la tela que he comprado en rebajas y que es casi igualita a la de mi programa favorito. Por fin vuelvo a colgar las estanterías, poner el sofá en su sitio, atornillar y colocar los nuevos cuadros. Son de mercadillo, pero no se nota. Todo ello aderezado con el mix de música alegre y positiva buscada en You Tube.
El aprobado final viene cuando mi marido entra por la puerta. Debe ser una sorpresa y vaya que lo es. Después de doce horas de trabajo cree que se ha equivocado y que, por error, se ha metido en la casa de mi vecina jubilada.
No da crédito —me dice casi exultante—, que si he pintado una pared de color mierda, yo le digo que es marrón chocolate, pero nada, él insiste en la mierda. Que si el sofá parece tapizado con retales de colchas, yo aclaro que es étnico y patchwork. Que de dónde he sacado esos cuadros que parecen pintados por niños. Que poco entiende, le respondo que es arte contemporáneo. Es frustrante, me duelen todos los músculos de mi cuerpo, incluso los que no sabía que existían. Tengo el pelo salpicado de pintura imposible de quitar y sé que me lo tendré que cortar. He manchado los marcos de las puertas; no soy demasiado detallista y quería terminar rápido. Después, estaba tan cansada que lo he dejado, esperando que no se notara, pero sí que lo hace, sobretodo desde la puerta principal, que tiene una panorámica espectacular. Desde ella se divisa toda mi obra. En seguida entra la vecina, la jubilada de 85 años a la que hago compra semanal, y se emociona ante el cambio. Es igualita que la que tenía hace cuarenta años —me dice—, ¿cuarenta años? ya no puedo más y me derrumbo sobre el sillón étnico o yo que sé, porque la noche se ha echado y con las luces de las bombillas no me parece todo tan bonito. La pared es demasiado oscura para un salón tan pequeño. El tapizado es chillón, seguro que no me podré relajar en él. Y el mueble que he despedazado como si el espíritu de un poseso me hubiera invadido, luce en color ocre, formando un diseño imposible de determinar. Y eso que hice bien los deberes y medí, calculé, estimé. El aprietatornillos me mira parpadeando desde el televisor. Lleva cinco horas congelado, su sola visión me animaba a seguir.
¿Qué he hecho? mi casa no es una mansión canadiense con porche. Es un pequeño piso del extrarradio. Entonces lloro de impotencia, porque quiero volver a mis paredes blancas, a los visillos transparentes, a las fotos de familia en sus marcos negros. Y, sobretodo, a mi sofá grande, de tela ocre, lavable y repelente. Mi gata ya se ha subido en él y hay pelos por todas partes, que en la nueva tapicería se me hacen imposible de quitar, porque se agarran a ella como si fueran anzuelos.
Entonces, fruto de un decaimiento en el que no me reconozco, comienzo a chillar. ¿Por qué, por qué habré visto este programa? Y me doy cuenta de que llevo dos meses, viendo en la sobremesa después de comer, a estos hombres que, desde su bonita oficina, te llenan el cerebro de pajaritos para que termines creyendo que eres capaz de todo, una macgyver del diseño.
Menos mal que mañana vendrá un pintor y que mi tío, bastante apañado él, volverá a retapizarme el sofá. Respecto a los cuadros, ha sido fácil, se los he regalado a mi vecina. Desde entonces me trae flan y pudding todas las semanas. El mueble ha sido complicado, así que lo hemos conservado. Pero que conste que ha sido lo único.
Ahora, en vez de ver programas de decoración, me dedico a
escribir, con mi gata observándome desde el pedestal que le he construido con cajas recicladas. Si, ya sé, pero se trata de decoración de un espacio diminuto y a ella le da igual con tal de que sea blandita y cómoda. 

FIN.

Safe Creative #1410242394109

martes, 21 de octubre de 2014

HISTORIA DE CUATRO MUJERES. INCONSCIENTE




Rosi era como un soplo de frescura entre tanta polución, con su minifalda de colores imposibles y pestañas postizas, con su peluca a lo afro y sus labios púrpura. El humo negro de los coches se elevaba por los edificios haciendo de paraguas que amortiguaba los rayos de sol. Estaban a 25º pero la sensación de bochorno la hacía sudar como si estuvieran a diez grados más. Eran las cuatro de la tarde, mala hora para trabajar, pero no tenía más remedio. El casero la amenazaba con echarla a calle si no paga enseguida. Y eso de enseguida era muy relativo, porque podían ser horas o días, nunca lo sabía. Por eso Rosi se apresuraba a coger sitio, entre el pino torcido y la papelera de color amarillo, antigua y rota, que aún se conservaba en el parque después de que lo remodelaran. Es como ella —piensa— vieja, pero se mantenía en pie, desafiante. Ya nadie tiraba envoltorios en su interior. Quedó relegada detrás de los setos donde nadie la veía. A Rosi le viene de perlas, porque en ella esconde un estuche con toallitas y un pequeño monedero. Ella también hecha de menos las risas de los niños en los columpios y el cuchicheo de las madres cuando la veían pasar. Ahora aquel lugar había sido olvidado. Bello, hermoso, con sus bancos de piedra naranjas y sus rosales, con sus grandes árboles que dan sombra todo el año. Desde que se llevaron el parque infantil, sólo sirve para dar cobijo a los sin techo, a los transeúntes que pasan rápido para coger el metro y a ella, que montó allí su despacho, como le gusta llamarlo, desde que llegó hace cinco años. Ahora no piensa en la vida que tenía antes, era una desgraciada sin futuro en manos de un energúmeno sin consciencia, como le decía una y otra vez su madre. Pero ella sólo deseaba salir de su casa, huir con quien fuera. Así pasó de un maltratador a otro sin darse cuenta.

—Oye Guapo, ¿hoy no te apetece? mira —y se contoneaba exhibiendo unas piernas largas y delgadas como alfileres. Llevaba una falda de flores, colorida y alegre. El suéter era demasiado pequeño, pero le servía para disimular unos pechos diminutos. De todas formas, nunca los enseñaba.

Guapo es un chico veinteañero que pasa por allí de vez en cuando, se fuma su porrito y charla de cosas banales que Rosi nunca entiende. Le habla del último juego de la Game Boy, de los exámenes de acceso a no sabe que carrera o de las comidas con la familia los domingos. Ella no pasó de cuarto y respecto a la familia, la suya no era la más apropiada. Era una paria, como le decían algunos sin corazón. Porque Rosi sí que tenía uno y bien grande. Y este chico lo sabía, por eso le daba más dinero de lo que pedía, por un servicio que ella prestaba con menos esmero del que debía.

Tras las incipientes arrugas, podía distinguir una mirada limpia, verde, transparente y una sonrisa casi perfecta. Porque Rosi era una prostituta, como ella decía para que sonara más fino, y no puta, como la querían llamar, pero limpia y aseada.

—Yo soy una chica decente —decía con la boca pequeña.

—Eres la mejor —le decía Guapo cuando terminaba de dejar su sudor sobre una espalda que sabía moverse como una serpiente y le liberaba de la presión del día. Malditos exámenes, maldita familia, maldita vida de la que no consigue salir. El chico era infeliz en su gran mundo. Rosi, en cambio, era la más dichosa en su pequeño habitáculo, cuando contaba el dinero del día, enrollándolo en paquetitos que enviaba a su madre todos los meses. Porque Rosi, a pesar de los gritos y palizas que sufrió, era una buena persona y no dejaría a su madre sin comer.




Marion miró el reloj con desasosiego, llegaría tarde si no se daba prisa. Había quedado con Carlos en una cafetería de Gran Vía, quería hablarle del viaje que debían hacer a la India para recoger a la pequeña Fátima. Lo tendría que convencer, aunque no sería difícil, él tenía sus sueños y ella el suyo. Ya lo había apoyado demasiadas veces, ahora le tocaba a ella. Se miró al espejo, iba perfecta. El pelo rubio recogido en una coleta alta, el vestido gris ajustado, con la falda tubo a la altura de la rodilla, como debía ser. Los labios rosa pálido y unos tacones de ocho centímetros hacían el resto. Nada fuera de su lugar. Ya había ordenado el bolso cuatro veces, sacándolo todo y volviendo a colocarlo meticulosamente. Ella era así, escrupulosa, se podía decir, también algo esnob. Pensó en coger el autobús, pero en metro iría más rápido. Detestaba el olor a sudor reconcentrado y a comida barata. Detestaba que la rozaran personas desconocidas y siempre temía que le fueran a robar. Pero faltaba una hora y no llegaría a tiempo.

Así que se decidió. Tendría que cruzar el parque de la esquina, donde algunos borrachos dormitaban, oscuros, sucios, harapientos. Debía sentir lástima por ellos y lo hacía, pero procuraba evitarlos. Esa decadencia la mataba y prefería fingir que no existía. Después estaba la mujer del pino, la que la miraba con descaro, con la boca llena de chicle y le enseñaba las bragas rojas mientras ella corría sin mirar atrás. Pocas veces había pasado por allí, pero ahora no tenía más remedio.

Rezaba, por el camino, para que ese día el parque estuviera limpio de intrusos que pudieran asustarla o amedrentrarla. Limpio de prostitutas y borrachos. Respiró tranquila cuando no vio a nadie, así que caminó sin prisa, dejando que el calor tostara su piel. Incluso pudo admirar los rosales que habían plantado y que se erguían desafiantes en su belleza.

—Nada de ingratos —pensó mientras cortaba una de las rosas.

Y en ese momento algo tiró de ella con tanta fuerza, que perdió el equilibrio. Lo último que pudo ver es un joven alto, con gorra de visera que corría a toda prisa por el parque vacío de putas y borrachos.

—¡¡Socorro!! —gritó con todos sus pulmones antes de que todo se volviera oscuro a su alrededor, antes de que algo rojo empapara su frente y después su rostro.



Rosi no sabía que hacer con aquella mujer, la misma que la evitaba cada vez que pasaba, como si tuviera la peste. Tenía el rostro lleno de sangre. Primero decidió llamar a la policía, pero lo pensó mejor. Su casa no estaba lejos, la podría ayudar a levantarse y esperar a que se despejara. Después, que ella decidiera. No era asunto suyo y la policía no la había ayudado a ella cuando le robaron en casa. Ni más ni menos que todo lo ahorrado durante dos semanas. Como si por ser puta se mereciera todo lo malo del mundo.

La asió por las axilas, Marion abrió los ojos por un momento. No visualizaba bien, una neblina se extendía por todas partes. Una voz algo gangosa le susurraba frases que pretendían tranquilizarla, pero no lo hacían. Se escabullían por su cerebro y se depositaban en el estómago, dándole nauseas. Sus pies tropezaban a cada paso y la misma voz la animaba a seguir. Subieron los escalones casi arrastras. Rosi jadeando y barruntando a cada paso. Marion nunca había oído tantas palabrotas juntas. Un grito casi la dejó sorda.

—¡A la puta mierda, cabrón!

Era la misma voz gangosa que ahora había cambiado de tono, haciéndose más ruda, más varonil. Pensaba si sería hombre o mujer quien la sujetaba con tanta fuerza que dolía. Seguro que parecería una borracha, desahuciada, como las que ve en los bancos del parque. Se tocó con la mano libre la falda, que ahora estaba rota y por la que enseñaba sus bragas de algodón. Intentó taparse pero no pudo, su mano calló hacía un lado. No tenía fuerzas, ¿qué le había pasado? Lo último que recuerda es un techo blanco con una lámpara de la que colgaba un muñeco que se balanceaba y que se aleja de ella cada vez más, mientras la gravedad la arrojaba sobre una cama dura y suave. Después, una cara, todavía borrosa, de una mujer morena, sonriente, sobretodo porque los grandes labios rojos era lo más distinguible en ella.

—No me hagas daño —dijo casi susurrando.

Y se sumió en un profundo sueño.

Rosi estaba sudada, el esfuerzo había sido demasiado. Se olió las axilas y arrugó la nariz. Después se encogió de hombros. Total, hoy no iba a trabajar. Le limpió la herida a Marion, le puso una tirita y la tapó con las sábanas. Después se metió en la ducha y salió con la cara limpia y la bata de boatiné. Se sentó en el sillón, al lado de la ventana y encendió un cigarrillo. Fumando esperaría a que se espabilara. El día dio paso a la noche y Rosi pensó que aquella mujer nunca se despertaría. Se hizo una infusión en el hornillo, heredado de los días de camping con su marido. Eso, y trece abrelatas de acero que guardaba no sabía por qué.

Su piso era pequeño, sin habitaciones. Un estudio único, dónde cocina, salón y dormitorio lo compartían todo. Y ahora se encontraba con que tendría que pasar la noche con la espalda torcida en un viejo sillón de skay que se le pegaba a la piel.

—¡Al carajo! —y se tendió al lado de Marion, que la abrazó en sueños.

El ruido ensordecedor de un motor la despertó, el sol cegador entraba por la ventana; un ligero viento movía los visillos y las partículas de polvo volaban como pequeñas mariposas a su alrededor.

—Son como ángeles —pensó mientras sus músculos comenzaban a despertar también. Se miró las uñas, ahora rotas y resquebrajadas. Llevar un peso muerto no es fácil. Pensó en su madre, la de veces que había arrastrado a su padre a la habitación después de un día de borrachera. Pero claro, ella era fuerte, grande y poderosa. Su padre, pequeño y frágil, se movía en sus brazos como un muñeco. ¿Por qué no hizo nada por ella cuando pudo?. Después, la enfermedad y ya fue demasiado tarde.

—¡Ay Dios mío!, ¿quién eres?

Marion se había levantado como un resorte y de un salto se había plantado al lado de la ventana. La verdad era que estaba hecha un cristo. La pintura corrida, el pelo enmarañado, la ropa rajada por varios sitios. Intentaba taparse mientras su mirada asustada escrudiñaba el lugar. Poco había que ver allí. Rosi sonrió y se sentó en la cama. Encendió un cigarrillo mientras la observaba. Era como ver una película romántica, de las que le gustaban a ella, con mujeres que se perdían y se encontraban, sufriendo mil peripecias y viviendo amores imposibles. En una de ellas, esta mujer sería la estirada que nunca había roto un plato, la que después se desmelena para fugarse con un motorista del infierno, dándose a la bebida y terminando en una cárcel por pasar droga para su amante.

—¡Qué imaginación tengo! —Rosi sacudió su cabeza, intentando despejarla.

—¿No me respondes? —Marion insistía.

Rosi se levantó despacio, se dirigió al espejo del cuarto de baño, se refrescó la cara, ahora salpicada de manchas y blanca como la nieve. Abrió la boca para mirarse la dentadura, perfecta, sin picaduras. Una de las pocas cosas que mantenía en buen estado. Después sus ojos, de color verde, o grises, según se mirara, cansados, alegres, optimistas.

Se volvió hacia la asustada mujer, que aún estaba en la misma postura, encogida sobre ella misma, con ojos de loca.

—Te salvé —dijo Rosi. Y se dirigió a encender el hornillo de nuevo para hacer dos cafés instantáneos.

—¿Qué? —preguntó Marion sin entender. Las palabras le habían llegado como un susurro.

—¡Quée tee salvée! —respondió Rosi gritándole al oído.

Marion dejó caer sus brazos, empujados por la gravedad; después su cuerpo sobre el sillón de skay verde. Ahora estaba desecha, no recordaba nada. Tan sólo que disfrutaba de un paseo antes de coger el metro, que el parque estaba tranquilo, libre de indeseables, como ella los llamaba, que la prostituta que la molestaba tampoco estaba a la vista. La miró una vez más, después se acercó lentamente mientras Rosi canturreaba.

—¡Eres tú! —gritó— ,¿dónde están mis cosas, me has robado?

—Coño, que susto me has dao joía —Rosi se llevó las manos al pecho, ahora era ella la asustada. Aquella mujer había olvidado sus poses educadas y se abalanzaba sobre ella como una fiera hambrienta— . ¿Pero qué dices?, si yo no fui, te encontré así. Anda, siéntate, necesitas un café —y la empujó del nuevo al sillón.

Marion volvió a perder su mirada en el vacío. Se tocó la herida, ahora limpia y tapada con una tirita. ¿Sería verdad que aquella mujer la había ayudado? Era prostituta y todos saben que roban a la primera de cambio si se lo proponen. Tendría que seguirle la corriente y salir de allí en cuanto pudiera. Miró a su alrededor pero no encontró teléfono alguno, ni fijo ni móvil. Se miró la ropa, rota y sucia.

—Anda y bebe, lo necesitas —Rosi le puso una taza en la mano. Marion la cogió, estaba caliente y olía bien. Vio huellas de labios en el borde, pero la ansiedad pudo más y tomo un sorbo. El líquido le bajó por la garganta y le despertó el estómago y el cerebro. Ahora recordaba el golpe que recibió, el joven con la gorra que se alejaba con su bolso.

—¡Dios mío, Dios mío! —murmuraba mientras los lagrimones caían por su rostro y la pintura corrida lo convertía en un cuadro de Picasso.

Rosi levantó la taza a modo de brindis.

—Eso es, te has acordao.

Marion no dejaba de lamentarse, agarrándose el vientre y balanceándose de un lado a otro, como si pretendiera consolarse. Intentó pensar en por qué había elegido ese camino, a donde se dirigía, a quien iba a ver. Tenía que volver a su casa, ver a su familia, ¿familia? —pensó— , ¿qué familia? Miró a la mujer que tenía enfrente, sentada en la cama, ojeando una revista envuelta en esa bata grande y antigua. Después la habitación, con paredes color ocre, o blancas con suciedad incrustada, no sabía. Los muebles austeros, cubiertos de una capa blanca de polvo, que se elevaba al menor golpe de viento.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

Rosi levantó la mirada y arqueó las cejas, largas, finas, negras como el carbón.

—Soy Rosi ¿y tú?

Marion siguió con los ojos muy abiertos una mosca que paseaba entre los baldosines del suelo, frotándose las patas traseras, para elevar el vuelo de nuevo.

—No lo sé, no sé quien soy —respondió al fin, esbozando una leve sonrisa.

Rosi se levantó tirando la revista sobre la cama y encendió un cigarrillo, el segundo en lo que llevaba de día y eso que había decidido dejarlo. Tres era su máximo y pretendía conseguirlo. Eso sí, después de arreglar todo el desaguisado.

—¿Quién coño me creo que soy?, ¿por qué te habré recogido? —murmuró entre dientes.

Marion, aún absorta con la mosca y jugando con el pico de su blusa, parecía una niña de diez años, indefensa y acobardada.

—Bueno, pues tendré que dejarte en un hospital, qué se yo, aquí no te puedes quedar.

Marion la miró, tenía lágrimas en sus ojos. La palabra hospital no le traía buenos recuerdos, aunque no sabía porque, pero un amargor le subió por la garganta y la hizo vomitar, allí mismo, entre las piernas desolladas, salpicando a la inofensiva mosca que quedó atrapada en aquella masa informe de color gris.

—¡Joder, tía!, ¡qué asco!, ¿por qué no avisas?

Rosi se había levantado e intentaba tirar de Marion, que se agarraba al sofá como si fuera su tabla de salvación.

-Vamos tía, ¿qué crees que te voy a hacer? —relajó los brazos— . Necesitas una ducha —añadió.

Rosi la lavó como si fuera un bebé, con suavidad, dejando que el vapor limpiara sus poros, que el agua callera por su cabeza arrastrando toda la sensación de pesadez que parecía llevar aquella mujer. Marion se dejaba hacer, sintiendo como el calor invadía sus pulmones, suspirando aliviada, mientras su mente se activaba con recuerdos difusos de discusiones maritales, camas de hospital y una foto de una niña que la miraba con sus dulces ojos almendrados desde algún lejano lugar.

En cuanto terminaron, ya más relajadas, decidieron poner por escrito lo que recordaba y lo que no. Rosi tardó un buen rato en encontrar un papel que le sirviera. Finalmente tuvo que ser el rollo del baño el único testigo de su psicoanálisis. Por bolígrafo, el lápiz khôl negro que reservaba para emergencias. No el bueno, comprado en la perfumería de la esquina, sino el de la tienda de chinos que guardaba en el forro del bolso.

—¡Vamos a ver! –exclamó mordiéndose el labio superior— primero…

Marión se desesperó al verla hacer tan trabajosamente algo tan sencillo, así que se lo arrebató de las manos.

 —Dame, yo lo hago, tú tardarás demasiado.

Rosi abrió exageradamente la boca, arqueando la comisura de los labios, en señal de asombro o de asco, indignada aunque, en el fondo, aliviada. Cuatro años de colegio no daban para mucho, sobretodo si hacía más de treinta y cinco años que los había hecho.

Marion se apoyó en la mesa pequeña que hacía las veces de taburete de emergencia, llena de ropa doblada y cartas sin abrir. Hizo la lista tanta rapidez que Rosi no se percató hasta que ésta no le fue plantada delante de sus narices.

—Ves, mira —Marion sacudió el papel ante sus ojos. Mientras, intentaba descifrar las letras negras y bailantes. Se encogió de hombros.

Marion enumeró y leyó a toda prisa la lista de cosas que no recordaba. No se acordaba de su nombre, ni de su familia, ni de sus amigos, ni de si tenía trabajo o no. Sólo había tenido ciertas visiones difusas en el cuarto de baño, cuando estaba en la ducha.

—¿De qué te acuerdas, entonces?

Marion arrugó el papel entre sus manos y la miró con severidad, sabiendo que lo que iba a decir no gustaría.

—Me acuerdo de ti, Rosi. Sé que te he visto otras veces, en el parque. Siempre te metías conmigo. ¿Eres puta, verdad?

Rosi se encendió como una antorcha, las manchas rojas iban coloreando toda su piel blanca y despejada, hasta convertirla en un sarpullido gigante. Marion retrocedió, por un momento pensó que la cogería por los pelos para arrastrarla por aquella habitación diminuta. En cambio, Rosi respiró hondo, se cruzó de brazos y alzó la barbilla para decir:

—Soy prostituta, no puta. Yo elijo, ¿sabes?

Marion sonrió y se relajó de nuevo en su silla. Aquella mujer era peculiar y parecía buena persona. Pero ¿qué iba a hacer ahora? quizás fuera bueno ir a un hospital, pero pensar en ello le producía nauseas.

Así que decidieron dar a su mente un día más, una noche tal vez. Rosi sacó una botella de vino del armario e hizo bocadillos de lomo para comer. Se relajaron hablando de hombres. Marion sólo recordaba discusiones, pero Rosi era un libro de sabiduría. Le contó historias que le parecieron increíbles y le hicieron recordar.

—Una vez —relataba haciendo grandes aspavientos con las manos y abriendo tanto los ojos, que parecían se le salieran de las órbitas. Marion la escuchaba agarrada a la almohada, expectante como un niño ante un relato de terror— ,vino un hombre a las cinco de la madrugá. Ya había sacado bastante. Cuatro —hizo una mueca con la boca en forma de o y puso la mano sobre ella como si llevara un micrófono— y tres completos. Había llegado a los doscientos y empezaba a quemarme el chichi —Marion asintió, deseando que prosiguiera— . Pues esa noche, te había dicho que vino un señor, muy bien arreglao, llevaba traje y una de esas corbatas pequeñas, ¿cómo se llaman?, eso, pajarito.

—Pajarita —corrigió Marion.

—Eso, pues que se acercó. Hacía un frio de cojones, ya me entiendes, en Enero y con nieve. Bueno, a lo que iba, que se acercó tan despacio que ni le oí. Tenía unos ojos azules y me miró con un yo que sé, que casi me meo en las bragas. Yo me quedé allí pasmada, mirándolo a él y esperando a que dijera algo.

—¿Qué edad tendría, Rosi?

—No me interrumpas o se me olvida el detalle. Yo que sé, unos cincuenta, más o menos. Yo, lo de calcular no se me da bien. Bueno, pues que al final habló y me dijo que si quería ir con él a su piso, que necesitaba compañía. Y así, tan finolis, como si estuviera pidiendo un cóctel en un bar, como si no fuéramos a follar. Yo le dije que no estaba para muchos trotes, que tenía que descansar. Pero él insistió, sacó un fajo de billetes de cien y me dijo:

    —Si pasas conmigo la noche y haces lo que te pida, esto será tuyo.

Y joder, tía, ¿qué iba a hacer? Necesitaba el dinero, así que me fui con él. Andamos un trecho por la avenida y nos metimos en un coche con chófer. Yo no paraba de masticar chicle, estaba tan nerviosa como si fuera la primera vez. Él no me miraba, ni hablaba. Sólo charlaba por teléfono con alguien sobre ventas y cosas que no entendía. Por fin llegamos a su casa. ¿Sabes dónde Gran Vía se une a Plaza de España?, pues él vivía en el torreón redondo, el que da al parque. El ascensor era de un lujo, todo dorado y con espejos, vamos, como en las películas.

Rosi respiró hondo, bebió un sorbo de vino y miró hacía la ventana, había comenzado a anochecer. Marion se impacientó.

—Pero bueno, no te pares ahora y sigue.

Rosi sonrió y se preparó para la segunda parte de su función. Se llevó las manos al pelo recogido en un gran moño en la nuca para colocarlo de nuevo en su sitio y después tensó los brazos sobre las piernas extendidas.

—En cuanto entramos —prosiguió— casi me desmayo. Salió a recibirnos una criada con uniforme, con su delantal blanco y su cofia. Estaba de un hortera, parecía que estábamos en una película de Alfredo Landa, las de señorito, ¿te acuerdas?. Pues ella no se extrañó de que yo estuviera allí ni nada. Se veía que estaba acostumbrada. Pasamos dos pasillos que parecían la calle Alcalá de largos que eran, llenos de retratos y cuadros y alfombras —Marion sonrió por la ocurrencia de comparar un pasillo con la calle más larga de Madrid. Era extraño como recordaba estas cosas banales pero nada sobre su persona. La voz de Rosi la devolvió de nuevo a la historia— , y abrió una puerta con llave. Yo iba asustada, ya lo puedes imaginar. Aquel tío tan guapo y tan raro también. Pero claro, no podía dejarlo escapar y que otra se llevara el fajo que ya era mío. El hecho es que cuando encendió la luz y cerró la puerta con llave, guardándosela en el bolsillo, pensé que era el fin. Que me mataría y me haría trocitos, que me haría desaparecer por un desagüe gigante y que la criada lo limpiaría todo y no diría ni mu, porque le paga un pastón de la hostia. Toda la habitación era de un rojo chillón que hacía daño sólo con mirarlo. No había na, ni cuadros, ni sillas, ni alfombras ni puertas, na. Pues va el tío y toca un botón en la pared y de repente, como por arte de magia, salen de las paredes unas jaulas grandes llenas de látigos y cadenas y trajes negros. Me fui a la puerta y comencé a gritar como una loca. Porque la Rosi no iba a morir allí, en manos de un chiflado. Pero entonces él se acercó y me tocó en el hombro.

—No te voy a hacer daño —me dijo— , me lo tienes que hacer tu a mí.

—¿Yo? —respondí como una tonta— , yo no sirvo para eso, yo no, no…

Me acarició de forma tan suave que un escalofrío me subió por la espalda y me puso los pelos como escarpias —se frotó los brazos de forma demostrativa.

—Sólo tienes que ponerte el traje negro y yo me ataré a la cadena. Tú me paseas y me das de comer y me pegas si soy malo. Porque puedo ser un perro muy malo.

Yo decía que si a todo, como una tonta. Si estaba loco y quería salir de allí, le tendría que seguir la corriente. Me puse lo que me dijo, él, mientras, se desnudó y se ató a la cadena, después se arrodilló y vino a mí a cuatro patas. Me coloqué unas botas con tacones de infarto, hasta los muslos y un corsé que parecía hecho para mí, tía —Rosi se emocionaba por momentos, contenta de que sus historias prohibidas sirvieran para algo— . Los pechos casi no me cabían, pero a su lado me sentí como un diosa. Cogí la correa y le di vueltas y vueltas por la habitación. Nunca había tenido un perro, pero sabía que se les paseaba, que había que esperar a que cagaran y después tocarles la cabeza. Es que a mí siempre me han dao mucho susto los bichos. Ya ves, y eso que soy de pueblo. Bueno, pues él al principio muy bien. Ya tenía las rodillas rojas de tanto arrastrarse y me estaba dando un apuro, así que paré en seco. Entonces levantó la pata y ¿sabes lo que hizo? meó, allí, en la pared. No veas el asco que me entró. Pero le toqué la cabeza y jadeó. ¿Qué tenía que hacer ahora? vi la comida para perro en una de las jaulas y los platos, así que le eché. Nunca pensé que la comería, pero lo hizo. Casi vomito. Pero es que yo esperaba que todo aquello, no sé, le produjera una excitación o algo. ¿Sabes lo que hizo después? cagó, allí mismo, al lado de donde había comido. Yo pensé ¿la recojo?, ¿dónde cojones encuentro yo ahora una bolsa? Abrí la boca y me tapé la nariz, pero él me señalaba con la cabeza el látigo negro de atrás. Al principio no le entendí. Creí que ya habíamos terminao. Pero el tío hacía tan bien su papel que no hablaba siquiera y así no había quien lo entendiera. Soy un poco cerrá, ya has visto, pero no tonta. Así que cogí el látigo y le di en la espalda. Sólo fue un roce, no soy bruta. Él me miraba, con la boca abierta y jadeando como un perrito, pero con los ojos me decía que le diera más. Así que comencé a golpearlo cada vez más fuerte y él a gemir. Le pedía perdón con cada latigazo, pero él sonreía y se relamía. Estaba tan apurá que quise ponerme a llorar. Yo no soy de esas que hacen estas cosas. Yo, lo de siempre, lo que hacía con mi marido el cabrón —e hizo énfasis en recalcar esta palabra, para dejar constancia de lo que era— . Alguien llamó entonces y él se levantó de un salto. Cuchicheó algo que no entendí, después me dio el dinero y me dijo que me vistiera y me fuera. Yo salí de allí escopetá, esperando que él me siguiera en cualquier momento para meterme en aquella habitación de los horrores. ¿Y sabes qué fue lo peor, guapa?

Marion negó con la cabeza.

—Pues que la criada me despidió en la puerta como si fuera toda una señora. Ya ves, que gente más rara hay por este mundo.

Rosi se relajó sobre la almohada. Marion se echó a su lado, aún extasiada con el relato. Vinieron a su mente imágenes de un hombre moreno, alto, que la acariciaba y abrazaba, que la besaba con ternura, que la llamaba por su nombre.

—Marion, me llamo Marion —susurró.

Rosi no se movió del sitio, ni siquiera la miró.

—Ya es algo, ahora falta el resto —respondió.

Esa noche no dormirían. Llenarían las horas de historias fantásticas, casi irreales, vividas por una prostituta de parque. Por una mujer que a Marion le pareció grandiosa, fascinante, divertida. Le habló de los abusos en su infancia, de su huida sin sentido con un hombre mucho más mayor del que no recibió nada de cariño. De que le hubiera gustado tener hijos, vivir con un hombre honrado y ser feliz.

—Ya lo soy —le dijo—, no quiero que me interpretes mal, es que a mi siempre me ha tirao mucho tener una familia.

Hijos, Marion sintió una punzada en el corazón. Cerró los ojos para no pensar, le dolía demasiado. Ahora recordaba un nombre, Fátima, y un país, India, al que tendría que ir. Poco a poco, las imágenes vinieron a su mente de forma tan nítida, que comenzó a olvidar lo que le había pasado. De nuevo, los primeros rayos de sol comenzaron a inundar la habitación, las motas de polvo bailaban alrededor de los visillos, que se movían con tanta suavidad que parece acariciaran el vacío.

—Lo recuerdo todo —exclamó Marion con lágrimas en los ojos. Rosi, tendida a su lado y con un dolor de cabeza de espanto, le cogió la mano.

—Ya te lo dije, un día más, sólo necesitabas eso.

Marion se la agarró con fuerza, Rosi se dejó. Aquella mujer era la primera amiga que había tenido en mucho tiempo y deseaba conservar ese momento. Sabía que cuando saliera por la puerta, ya no volvería a verla, o si lo hacía, miraría para otro lado.

—¿Quieres venir conmigo a casa?

Rosi la soltó y se incorporó. La miraba asombrada por tal pregunta, a ella, la Rosi. ¿Qué quería Marion de ella?

—¿Qué dices tía?

—Es que me da miedo ir sola, encontrarme con mis cosas. Es como si hubiera estado un siglo fuera.

Así que tras dejarle una nueva falda y un top ajustado, ambas se dirigieron a casa de Marion. Ahora no eran una esnob y una prostituta, ahora las dos parecían mujeres alegres que volvían a su casa tras una noche de duro trabajo. Los vecinos que conocían a Marion la miraron de reojo, algunos niños reprimieron risitas. Ella rio también. No le importaba lo que pareciera.

Su casa estaba tan limpia que casi daba miedo. Aséptica, ordenada, era el ejemplo de casa poco vivida. Y ella se dio cuenta, de que las cosas fuera de lugar, el polvo acumulado por falta de tiempo, las tazas del desayuno que esperan a ser fregadas, forman parte de la vida y dicen mucho de una persona. Su casa decía que ella era tan estricta, que había olvidado convertirla en un hogar. Y si ahora iba a traer una niñita, necesitaba dejarse llevar. Olvidar las arrugas en las sábanas, los cojines perfectamente alienados, los posavasos, el brillo constante de los cristales. Observó como Rosi se movía por las habitaciones, sacudiendo las manos y asombrándose con cada detalle.

—¡Chica, tú eres rica!

—¿Rica yo?, si tu supieras, me comen las deudas. Es que Carlos ha sido un desastre y yo también.

Rosi se sentó en el filo del sofá, casi temiendo ensuciarlo.

—¿Tu chico?

—Sí, mi chico.

—Pues yo digo que eres una suertuda. Mira yo donde vivo. Pero que le amos a hacer, cada uno con lo que tiene.

Marion se echó a su lado, ella la imitó. Cruzaron las piernas, al mismo tiempo, como si estuvieran sincronizadas. El contestador del teléfono fijo parpadeaba, seguro que le habían dejado mensajes. Carlos estaría preocupado. Por un momento, se le hizo imposible enfrentarse a todo sin los consejos y historias de esa mujer.

—¿Por qué no vives conmigo, Rosi?

—¿Pero qué dices chica?, ¿qué voy a hacer yo aquí?

—No sé, puedes ayudarme con la casa y con la niña.

—¿Qué niña? —por un momento pensó que Marion se había vuelto loca.

—La que traeré en unas semanas, la he adoptado.

Rosi hizo cuentas mentalmente. Tenía algún dinero guardado, para urgencias. Cambiar de vida podía ser una de ellas.

—De acuerdo —respondió— . Pero ¿seguro que me puedes pagar?

Marion estaba emocionada.

—No mucho al principio, pero hablaré con mis amigas, quizás ellas te puedan ayudar. Sé que Mercedes necesita a alguien tres veces en semana y María, bueno, ella sólo tiene a su madre de canguro. Algo conseguiremos, lo sé.

A Rosi, aquella mujer le pareció una niña grande, abierta, dulce, triste e ilusionada al mismo tiempo. Entonces supo que su inmadurez se debía a dolor, como el que ella había sabido superar. Vio la marca en sus muñecas, ¿cómo no se había dado cuenta antes? y pensó que algo así no pasa por casualidad. Que dos personas tan diferentes y tan iguales al mismo tiempo, se encuentren y se acoplen, como si fueran las piezas de un puzle. Acarició la Virgen de Fátima que llevaba al cuello y la besó.

—Está bien, tengo cuarenta y tres años, algo tengo que hacer con mi vida.

Marion se agarró a su cuello como una chiquilla. Después llamó a Carlos y le contó a trompicones todo lo sucedido. Las palabras salían por su boca disparadas, sin control. Entre gritos de alegría y sollozos le relató como le robaron y como, una buena mujer, la acogió en su casa hasta que estuvo bien. Y que ahora esa mujer viviría con ellos.

—¿Con nosotros? —Carlos se extrañó al verse incluido.

—Sí, cariño. Pero seguiremos despacio —silencio— . Tienes que volver, esta es tu casa también.

Carlos se emocionó pero no lo demostró. Después de todo, él también había sufrido. Pero la cosa iba bien. Él se encargó de llamar para que anularan las tarjetas de crédito y pedir cita para el nuevo Dni. En eso Marion seguía como siempre. Pero en lo demás, parecía una mujer nueva, quizás más frágil, menos fuerte.

A las ocho de la tarde, Rosi ya había dejado su estudio y con tan sólo dos maletas, se encontraba colocando su ropa en la nueva habitación. Pintada de rosa palo y con cuadros de flores por todas partes, se sintió como en el parque, rodeada de belleza.

Marion había organizado una cena con sus amigas para el día siguiente, quería presentarles a su nueva amiga. Pero esa noche sería de Carlos, tenían mucho de lo que hablar. Rosi, que era prudente en cuestiones de pareja, se retiró a dar una vuelta y dar espacio a la parejita.

Vio el parque de lejos. Guapo paseaba al perro y la buscaba con la mirada. Se acercó a él. No necesitaba dar explicaciones, pero quería que lo supiera, que corriera la voz. Que la Rosi ya no era prostituta.

—Bueno —añadió él mientras se encendía un canuto. Rosi lo rechazó, pero permaneció sentada a su lado— .Tenía que pasar. Me alegro, de verdad.

Guapo miró a unos obreros que medían y anotaban.

—¿Sabes que van a poner de nuevo columpios para los niños?

—Ya era hora —respondió Rosi— . Me voy yo y vienen ellos.

Y ambos observaron en silencio como la noche caía y algunas nubes se abrían paso, negras, densas y refrescantes. Guapo la miró con cierto temor.

—¿Por qué no echamos el último?

Ella se dejó querer, él insistió.

—Es que entre los exámenes, mi padre. No sé, sólo tenía esto.

Rosi se enterneció. Un chico de veinte años que prefiere estar con ella, con lo fácil que sería buscar a una chica joven, de su edad, que entendiera lo que dice.

—No sé —titubeaba— . Yo ya he dejao el trabajo, bueno, ayer fue el último día.

—Por favor —suplicó él.

Algo se removió dentro de ella. Ese servilismo que la había acompañado tantos años.

—Está bien —levantó el dedo en señal de reproche— . Pero es el último y que conste porque te aprecio.

Y así se dirigieron al lugar más escondido del parque, entre el pino grande y la papelera amarilla. Después de todo —pensó Rosi— , ser puta no se olvida en un día.

FIN








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