En la
vida, como en el amor, hay tanto que hacer, que terminamos abocados al fracaso.
Siempre acabamos dependiendo de los demás. Dependemos de sus besos, de sus
abrazos, de sus consentimientos, dependemos de sus sonrisas, de sus caricias,
de una palabra amiga. Y cuando menos te das cuenta, terminas pidiendo permiso
para todo. El gran error es no enseñarnos a ser independientes, porque sólo
desde esta independencia emocional, lo podremos dar todo sin necesitar. Lo
daremos por verdadero amor y no por esperar algo a cambio. No venderemos
nuestra alma al diablo por un beso, ni temeremos defraudar, porque estaremos
tan seguros que no nos importará. Esa es la verdadera libertad, no depender,
sino ser, uno mismo, sin nadie más. Sino, seguiremos tendiendo telarañas en vez
de puentes. Las telarañas engañan, seducen, atrapan y no dejan que te muevas.
Los puentes son caminos entre dos lugares, independientes, que se pueden
recorrer en ambas direcciones, con libertad. Esta es la verdad de las relaciones,
creamos telarañas en vez de puentes y, cuando nos damos cuenta del error, es demasiado
tarde, porque no podemos deshacer el camino andado sin cortar los hilos que lo
sujetan.
UN VIAJE AL SUR
Capítulo I
Tengo tanto dolor que el alma me pesa, si esto fuera
posible. Creo que se refleja en el rostro inexpresivo, en mis lentos
movimientos, en la apatía que me precede como si de una comitiva se tratara. He
intentado sonreír, pero la mueca no ha sido sincera. Quiero llorar pero no
puedo. Encojo tanto los ojos que me están saliendo arrugas de expresión antes
de tiempo. Son los intentos fallidos para que tal preciado líquido salga de
ellos.
Pero he decidido no rendirme. Después de semanas de
lucha interna, de mantenerme en pie a base de batidos y tostadas. De ser una
estatua viviente allá donde fuera, he decidido cambiar.
-No puedes seguir así-me ha dicho mi primo.
Como buen vecino, viene a verme de vez en cuando. Me
trae sopa que tiro por el fregadero en cuanto se marcha. Tiene alquilado un
apartamento en la segunda planta de mi edificio. Es mayor que yo dos años. De
pequeña siempre me robaba los bollos y aún no se lo he perdonado.
Trabaja en un bufete de cierto renombre. En su
armario sólo hay un traje, el resto está ocupado por camisetas rotas y
chaquetas de cuero negro.
-¿No se extrañan de que siempre lleves el mismo
traje?, ¿por qué no te compras más?. Tú puedes.
Él se comió un puñado de palomitas que acababa de
hacer en el microondas.
-No quiero. Además, todos los trajes me parecen
iguales. Grises, tristes y monótonos.
El otro día, viniendo de la farmacia, donde me
aprovisiono de aspirinas para la eternidad, lo vi sentado en el escalón del
portal. Estaba triste y lloraba. ¡Bien para él, yo no puedo!.
Quería dar la vuelta y esperar a que se marchara,
pero me vio y no pude evitarlo. Subió al piso conmigo. Me contó su ruptura de
manera esquemática.
-Me ha dejado. No sé que le habré hecho, pero esta
mañana me ha llamado y me ha dicho que no quiere verme más, que soy un capullo
y un cerdo engreído.
Se pasaba las manos por el cabello revuelto y me
ponía nerviosa. No es un hombre guapo pero sí muy atractivo, con su media melena
negra como el azabache y los ojos de un verde profundo.
-Pues tu sabrás, seguro que algo le has hecho
a…¿cómo se llama?
Él me miró con ternura y extrañado que no conociera
a su enésima novia.
-Como eres. Celia, se llama Celia.
-¡Ah!. Bueno, ya tendrás otra.
-No soporto que me dejen…
Entonces, ahí está la cuestión. Se trata de orgullo.
Me entraron ganas de echarlo, pero no podía. Así de débil soy.
-¿Quieres tomar algo?
-Pues no sé. ¿Qué tienes?
Lo miré con los ojos muy abiertos, como si no lo
supiera. Siempre me coge las bebidas.
-Ginebra, ya lo sabes.
-Pues venga ese cubata.
Y terminamos los dos borrachos sobre la cama con
jueguecitos de edredones. A la mañana siguiente, desnuda entre las sábanas y él
a mi lado, con una resaca en la que no sabía ni quien era, me dí cuenta de lo
que había hecho y sentí vergüenza. ¡Por Dios!, si era mi primo, de mi misma
sangre. Segundo, pero primo al fin y al cabo. ¿Cómo había pasado?.
Estaba guapo dormido, sereno y tranquilo, distante.
Lo observé durante un segundo y después reaccioné. Me duché y vestí, eran las
siete de la mañana y la cafetería no esperaba. Hoy me tocaba abrir.
Le dejé una nota que rompí, después otra que volví a
romper. Al final decidí no dejar nada, que pensara por él mismo. Seguramente,
dentro de una hora, ya se le habría olvidado y volveríamos a ser los de
siempre.
Era una mañana gris y plomiza, de las típicas de
Febrero en Madrid. Me cogí el cabello descuidado en una coleta y me ajusté el
pantalón y la camisa blanca de rigor. El sonido del cerrojo de la puerta me
despertó de un ensimismamiento estúpido. Mi compañero Adrián me miraba con el
cigarrillo en la boca.
-¡Qué pasa!, parece que no has dormido.
-Anda y cállate, que necesito un café.
En media hora
llegarían los clientes y quería desayunar. Fui al lavabo y me pinté los labios
y los pómulos con colorete. Tengo una piel aceitunada. El cabello castaño, casi
neutro, había intentado reavivarlo con cualquier producto o tinte que saliera
en el mercado. Sólo había conseguido apagarlo más. Me costaba mantener el peso
pero lo conseguía, con desarreglos de comida. Grandes atracones seguidos de
ayunos innecesarios. Lo único que no perdía era pecho. Tenía una 105 y de ahí
no bajaba.
Por cierto, me llamo Adela y tengo treinta años. Sé
que mi nombre es antiguo pero es una herencia que no pude rechazar. Todas las
primogénitas de mi familia se llaman así. Y ese día fue el que empezó mi
calvario, porque me enamoré hasta las trancas de mi primo. Me sonrojo al
pensarlo, pero no pude evitarlo.
Cuando volví a casa, después de ocho horas de duro
trabajo detrás de una barra, la casa seguía tal como la dejé. Miré con
atención, por si había alguna nota o mensaje, pero nada. Sabía que ya estaría
en su apartamento, pero no lo llamé ni fui a verlo.
Esa noche soñé con él, que volvíamos a hacer el
amor, con ternura. Esta vez conscientes de nuestra realidad. Que me decía lo
que me amaba. Después, cuando he despertado y todo seguía en su sitio,
sintiendo el tamborilear de la lluvia sobre el piso de la terraza, una amarga
realidad me ha bombardeado.
-Otra vez te has vuelto a enamorar- me parece
escuchar a mi madre, aunque esté a cientos de kilómetros.
No tengo remedio. En mi corta vida me he enamorado
cinco veces, pero sólo he sido correspondida una. Se llamaba Carlos y, durante
seis meses, fui la mujer más feliz del mundo. Terminó el día que un accidente
de coche me lo robó. Y no porque muriera, murió su amor por mí y se enamoró de
la fisioterapeuta que lo trataba.
No he sabido nada de él desde entonces. El resto
fueron amigos, con ciertos acercamientos pero infructuosos. Y es que me he
pasado la vida soñando. Soy una chica inteligente. En el Instituto me dijeron
que por encima de la media. Pero mis fantasías han hecho que no pudiera
terminar la universidad y que mi destino estuviera en servir café y bocadillos
en una cafetería.
Ese día, en el trabajo, decidí llamarlo. Su voz
sonaba dormida a pesar de ser ya las once, pero era sábado y él no trabajaba.
-Primo ¿cómo estás?
-¿Primo?, por favor, no me llames así…después de lo
que pasó.
Me sonrojé.
-Bueno, Fermín. Es que no sé si te acordabas de
algo.
Sentí que resoplaba y tuve ganas de colgar.
-Lo siento. Creo que no debió pasar.
-Yo también lo siento.
-Pero ¿seguiremos siendo amigos?. Sabes que te
necesito. A quien si no le voy a contar las historias con mis novietas.
Tenía ganas de tirarle el teléfono a la cabeza, pero
no lo tenía delante.
-Bueno, entonces, ¿te llegas a casa esta tarde y
tomamos café?
-Está bien.
Y colgó. Sin añadir nada más, ni un te quiero,
aunque fuera como amiga, prima, familia o yo qué se.
Terminé mi turno y regresé rápido para ducharme y
arreglarme un poco. Me depilé las piernas, en las que el vello asomaba
desafiante como agujas negras. Y es que los hombres no saben la atención que
las mujeres volcamos sobre nuestro cuerpo, sobretodo las que no tenemos la
suerte de nacer sin él.
Para mí se ha convertido en una rutina. Varias veces
he intentado ahorrar para hacerme la depilación láser, pero después he gastado
el dinero en comprar regalos a mis sobrinos o en ayudar a mis padres.
-Eres muy buena, hija. Te mereces alguien que te ame
con locura.
Sus buenas intenciones me matan, pero yo sé que lo
dicen para animarme. Aquella tarde, cuando mi primo vino a verme, lo recibí con
una sonrisa en unos labios perfectamente pintados de rosa púrpura. Mi pelo olía
a perfume.
Él venía en vaqueros y camiseta.
-Bueno, bueno. ¿Vas a salir?
Yo negué con la cabeza. Me sentía avergonzada por
intentar algo que sabía no pasaría.
-Ya tengo hecho el café, ¿quieres uno?.
Estaba en la cocina, de pie, mientras él me observaba
de arriba abajo y eso me estremeció hasta el punto de que casi tiro el café.
Serví dos tazas y le entregué una.
-Tenemos que hablar de lo que pasó-le dije mientras
me sentaba a su lado.
Él echó tres cucharadas de azúcar, yo me límite a
tomarlo amargo.
-¿Te refieres a lo que pasó el otro día?
-Sí, Fermín, a lo del otro día. Bueno, yo…
Me tapó la boca con la mano.
-No, por favor, déjalo así, fue perfecto.
-¡Perfecto!.-exclamé-pero si estábamos borrachos.
Se rió mientras comenzó a juguetear con mi pelo.
-Pues por eso, es mejor dejarlo así. Yo apenas me
acuerdo.
Pero el temblor de su voz decía otra cosa. Quería
decir te amo, no sé como ha pasado pero me he enamorado de ti. El café
derramado sobre mis piernas me devolvió a la realidad.
-¿Estás bien?, tiene que quemar.
Me siguió al cuarto de baño donde tratamos de calmar
la piel con agua fría, aunque ya comenzaba a sonrojarse, señal de que
terminaría dañada.
-Ya está, no hace falta que me des tanto. Me
encuentro bien.
Pero él siguió dándome y acariciándome las piernas.
Después subió más arriba. Se deslizo por mis partes, con agilidad y destreza.
–De algo tiene que servir el haber estado con tantas mujeres, sabe qué hacer.
De nuevo, terminamos en mi cama. Esta vez fue
despacio. Me besó en la boca tierna y dulcemente. Llegamos al éxtasis casi al
unísono y fue estupendo.
Dormimos durante dos horas, abrazados. Cuando
desperté ya no estaba. En su lugar sólo había una nota que decía “lo siento”.
Y volví a dormir, llorando como una niña pequeña.
Los días siguientes no supe nada de él. Ansiaba una
llamada pero no hubo nada. Me moría de ganas de que habláramos, pero no quería
ceder. Lo veía pasar, desde mi ventana, con chicas. Nunca repetía y sé que
terminarían haciendo lo que, con tanto amor, había hecho yo con él hacía unos
días.
Me he refugiado en el chocolate y los sándwich
rápidos, de salchichón, jamón y queso.
Mi primo volvió, como buen vecino, a traerme sopa
que yo tiro por el retrete. Y hoy ha sido el día que he decidido salir, no
permanecería encerrada en este pozo sin sentido. Él no me quiere y tengo que
aceptarlo. Seré el hombro sobre el que llora sus desamores.
Adrián tiene un reloj por cerebro, puede saber la
hora que es aunque no tenga nada cerca, ni siquiera el sol. Aunque estuviera en
una habitación oscura y sin ninguna referencia, lo sabría.
-Tres minutos tarde has llegado hoy. Ayer uno y
mañana ¿qué será Adela?
Yo hice caso omiso, no tenía ganas de regañinas.
Desde que estoy de mañana con él, hay días que me gustaría estrangularlo con
mis propias manos. Pero entonces, ¿quién se encargaría de la cocina?.
Hace dos años que trabajo en la cafetería “La Perla
de Madrid” y aún no he visto al dueño. La chica que hace la tarde me dijo que
era un grupo inversor y que sólo se limitaban a ir una vez al mes a hacer
cuentas. El encargado pasa de vez en cuando, prefiere la noche, es altivo y
orgulloso, de porte demasiado recto, con la mirada huidiza. Realmente no me
ofrece confianza alguna.
Sólo tengo dos amigas en esta ciudad, Marta y
Guillermina. Las conocí en un curso de hostelería que di por el Ayuntamiento.
Ahora nos vemos cuando podemos, tomamos copas, nos emborrachamos y tratamos de
ligar. A mi edad ya me tengo que dar prisa, es lo que dice mi madre. Yo me
siento como si tuviera sólo quince años. No tengo ninguna prisa por conocer a
nadie más. Estoy bastante cansada de que mis relaciones no prosperen, que se
queden en una noche de cama o que terminen asustadas por algo que todavía no he
sabido descifrar.
-Eres demasiado directa —me dijo Guillermina el otro
día— enseguida cuentas tus problemas y tu vida. Los hombres de ahora no quieren
complicaciones, sólo divertirse. Después se enganchan a ti y ya no se pueden
despegar.
Y lo dice la experta en relaciones, que maneja a los
hombres a su antojo, sin importarle el daño que hace.
—A mí me lo hicieron antes, que más da.
Pero sé que algún día encontrará a alguien bueno de
verdad y, entonces, ¿qué hará?. Lo enrollará en su tela de araña para que no se
escape. Es como mi primo Fermín en mujer. Debería presentárselo.
Yo, por ahora, me contento con llegar a final de mes
y mandarle algo a mis padres. Ya no quiero ir a bares de copas para intentar
cazar a hombres que no me van a amar. Ya no quiero más caricias de una noche,
ni rostros desconocidos.
—Te has vuelto un muermo.
Marta se encarga de recordármelo constantemente,
mientras comemos helado y presume de su trabajo. Ella tuvo suerte, trabaja en
un gran hotel del centro, tiene tres días de descanso y gana un pastón. Es
delgada y esbelta, de cabello rubio como la miel y pechos bien definidos. Creo
que su físico la ayudó.
Ella y Guillermina podrían hacer de modelos en un
desfile de lencería. Yo, en cambio, un palmo más baja y con rasgos tan raciales
que delatan mis orígenes. Provengo del sur, de una aldea que vive por y, exclusivamente,
para sus olivos. Mis padres son morenos y
pequeños, tostados por el sol de años. Mi madre va a misa los domingos, mientras papá juega al dominó. Si yo me hubiera quedado allí, hubiera terminado labrando la tierra, como ellos, tan curtida como el cuero y con las manos llenas de callos.
pequeños, tostados por el sol de años. Mi madre va a misa los domingos, mientras papá juega al dominó. Si yo me hubiera quedado allí, hubiera terminado labrando la tierra, como ellos, tan curtida como el cuero y con las manos llenas de callos.
Por eso decidí venir a la capital, mis hermanos lo
entendieron. A ellos le gusta aquello, no podrían vivir entre tanto cemento sin
poder ver el horizonte. He sido la única que ha ido a la universidad, aunque no
llegué a terminar la carrera de periodismo. Sentía que tenía tantas cosas que
contar, pero se quedaron en el tintero.
De vez en cuando, cuando no puedo dormir, escribo
historias, opiniones, incluso poemas, que terminan escondidos bajo las revistas
y facturas sin abrir.
La historia con mi primo Fermín es algo que no
quería repetir. Una noche en la que volvía de tomar algunas cañas con mis
amigas, él me asaltó en el portal. Salió de detrás de los buzones, con la
cazadora de cuero tapándole las orejas y tiritando.
—Uff, pensaba que no vendrías, te he llamado varias
veces.
Miré el móvil, lo había apagado.
–¿Qué te ha
pasado?
Él se echó
las manos a la cabeza, tenía ojeras y parecía que había llorado.
—Me estoy
congelando, abre de una vez.
Subimos a mi
apartamento. Con toda confianza se dio una ducha caliente. Yo no pregunté. Hice
café y esperé. Nunca lo había visto así. Cuando salió con mi albornoz puesto
parecía el de siempre.
-—Me lo
tienes que contar.
Se sentó en
el sillón y aceptó el café. Bebía sorbos pequeños, como si fuera el último que
fuera a tomarse.
—No es nada,
es que he perdido las llaves.
—Pues haber
llamado a un vecino y hubieras esperado dentro.
—No tengo
buena fama entre ellos, ya sabes.
—Si, ya sé.
Todos son mayores y te tienen por un don Juan que trata como el culo a las
mujeres. Razón tienen.
Él se
incorporó, se estaba irritando.
—¿Vas a
empezar tu también?
Decidí no
seguir, a pesar de que sentía rencor. A mi me había tratado igual, como algo de
usar y tirar. Sus ojos languidecieron de pronto, como si hubiera recordado
algo. Su mirada se perdió en algún lugar lejos de allí. En aquel momento
parecía un cordero asustado. Me senté a su lado y lo abracé.
—No pasa
nada, Fermín. Después de todo, somos amigos.
Me sujetaba
tan fuerte que temí que fuera a romperme. Sus brazos estaban fuertes y volví a
sentir lo de la primera vez. Me olvidé de todo lo que pensaba sobre él y lo
volví a besar. Él se dejó, primero con suavidad, después se abalanzó sobre mí,
sin compasión. Me
encantó que me arrancara la ropa, que me besara hasta dejarme
moratones. Duró más de lo que creía. Amanecimos a la mañana siguiente
abrazados. El sol asomó tímidamente por los visillos, reflejando la sombra de
las ramas en la cama. Él estaba despierto y sonreía también.
—¿Ahora qué?
—pregunté.
Él siguió
observándome un buen rato, recorriendo con sus dedos mi rostro, sin
contestarme.
—Si me
quedaran unos meses de vida, te elegiría a ti para pasarlos. No podría hacerlo
con otra persona.
En ese
momento quería dar saltos de alegría, abrir las ventanas, gritar al viento que
Fermín me amaba.
—¿Nos vemos
mañana, verdad?, podemos tomar algo en el centro, paso a recogerte.
No podía
creerlo. Se estaba vistiendo, el color había vuelto a sus mejillas y su mirada
era sincera.
Yo permanecí
enrollada entre las sábanas, esperando despertar del sueño. Me besó en la
frente y se marchó. Entonces fue cuando llamé a mis amigas, cuando bailé por la
habitación desnuda, cuando un arco iris salió para mí, donde podía ver en
grandes letras doradas “Fermín y Adela”.
Lo que no
sabía entonces es que lo que me dijo la noche anterior era verdad, que meses de
vida es lo que le quedaban. Su deseo no era tal, era una realidad dura y cruel
que se abalanzaría sobre nosotros para devorarnos. Pero en aquel momento no lo
sabía, no lo supe hasta que no fue demasiado tarde.