lunes, 15 de septiembre de 2014

UN VIAJE AL SUR



En la vida, como en el amor, hay tanto que hacer, que terminamos abocados al fracaso. Siempre acabamos dependiendo de los demás. Dependemos de sus besos, de sus abrazos, de sus consentimientos, dependemos de sus sonrisas, de sus caricias, de una palabra amiga. Y cuando menos te das cuenta, terminas pidiendo permiso para todo. El gran error es no enseñarnos a ser independientes, porque sólo desde esta independencia emocional, lo podremos dar todo sin necesitar. Lo daremos por verdadero amor y no por esperar algo a cambio. No venderemos nuestra alma al diablo por un beso, ni temeremos defraudar, porque estaremos tan seguros que no nos importará. Esa es la verdadera libertad, no depender, sino ser, uno mismo, sin nadie más. Sino, seguiremos tendiendo telarañas en vez de puentes. Las telarañas engañan, seducen, atrapan y no dejan que te muevas. Los puentes son caminos entre dos lugares, independientes, que se pueden recorrer en ambas direcciones, con libertad. Esta es la verdad de las relaciones, creamos telarañas en vez de puentes y, cuando nos damos cuenta del error, es demasiado tarde, porque no podemos deshacer el camino andado sin cortar los hilos que lo sujetan.
                                           

                                                            UN VIAJE AL SUR







                                                    

Capítulo I

Tengo tanto dolor que el alma me pesa, si esto fuera posible. Creo que se refleja en el rostro inexpresivo, en mis lentos movimientos, en la apatía que me precede como si de una comitiva se tratara. He intentado sonreír, pero la mueca no ha sido sincera. Quiero llorar pero no puedo. Encojo tanto los ojos que me están saliendo arrugas de expresión antes de tiempo. Son los intentos fallidos para que tal preciado líquido salga de ellos.
Pero he decidido no rendirme. Después de semanas de lucha interna, de mantenerme en pie a base de batidos y tostadas. De ser una estatua viviente allá donde fuera, he decidido cambiar.
-No puedes seguir así-me ha dicho mi primo.
Como buen vecino, viene a verme de vez en cuando. Me trae sopa que tiro por el fregadero en cuanto se marcha. Tiene alquilado un apartamento en la segunda planta de mi edificio. Es mayor que yo dos años. De pequeña siempre me robaba los bollos y aún no se lo he perdonado.
Trabaja en un bufete de cierto renombre. En su armario sólo hay un traje, el resto está ocupado por camisetas rotas y chaquetas de cuero negro.
-¿No se extrañan de que siempre lleves el mismo traje?, ¿por qué no te compras más?. Tú puedes.
Él se comió un puñado de palomitas que acababa de hacer en el microondas.
-No quiero. Además, todos los trajes me parecen iguales. Grises, tristes y monótonos.
El otro día, viniendo de la farmacia, donde me aprovisiono de aspirinas para la eternidad, lo vi sentado en el escalón del portal. Estaba triste y lloraba. ¡Bien para él, yo no puedo!.
Quería dar la vuelta y esperar a que se marchara, pero me vio y no pude evitarlo. Subió al piso conmigo. Me contó su ruptura de manera esquemática.
-Me ha dejado. No sé que le habré hecho, pero esta mañana me ha llamado y me ha dicho que no quiere verme más, que soy un capullo y un cerdo engreído.
Se pasaba las manos por el cabello revuelto y me ponía nerviosa. No es un hombre guapo pero sí muy atractivo, con su media melena negra como el azabache y los ojos de un verde profundo.
-Pues tu sabrás, seguro que algo le has hecho a…¿cómo se llama?
Él me miró con ternura y extrañado que no conociera a su enésima novia.
-Como eres. Celia, se llama Celia.
-¡Ah!. Bueno, ya tendrás otra.
-No soporto que me dejen…
Entonces, ahí está la cuestión. Se trata de orgullo. Me entraron ganas de echarlo, pero no podía. Así de débil soy.
-¿Quieres tomar algo?
-Pues no sé. ¿Qué tienes?
Lo miré con los ojos muy abiertos, como si no lo supiera. Siempre me coge las bebidas.
-Ginebra, ya lo sabes.
-Pues venga ese cubata.
Y terminamos los dos borrachos sobre la cama con jueguecitos de edredones. A la mañana siguiente, desnuda entre las sábanas y él a mi lado, con una resaca en la que no sabía ni quien era, me dí cuenta de lo que había hecho y sentí vergüenza. ¡Por Dios!, si era mi primo, de mi misma sangre. Segundo, pero primo al fin y al cabo. ¿Cómo había pasado?.
Estaba guapo dormido, sereno y tranquilo, distante. Lo observé durante un segundo y después reaccioné. Me duché y vestí, eran las siete de la mañana y la cafetería no esperaba. Hoy me tocaba abrir.
Le dejé una nota que rompí, después otra que volví a romper. Al final decidí no dejar nada, que pensara por él mismo. Seguramente, dentro de una hora, ya se le habría olvidado y volveríamos a ser los de siempre.
Era una mañana gris y plomiza, de las típicas de Febrero en Madrid. Me cogí el cabello descuidado en una coleta y me ajusté el pantalón y la camisa blanca de rigor. El sonido del cerrojo de la puerta me despertó de un ensimismamiento estúpido. Mi compañero Adrián me miraba con el cigarrillo en la boca.
-¡Qué pasa!, parece que no has dormido.
-Anda y cállate, que necesito un café.
 En media hora llegarían los clientes y quería desayunar. Fui al lavabo y me pinté los labios y los pómulos con colorete. Tengo una piel aceitunada. El cabello castaño, casi neutro, había intentado reavivarlo con cualquier producto o tinte que saliera en el mercado. Sólo había conseguido apagarlo más. Me costaba mantener el peso pero lo conseguía, con desarreglos de comida. Grandes atracones seguidos de ayunos innecesarios. Lo único que no perdía era pecho. Tenía una 105 y de ahí no bajaba.
Por cierto, me llamo Adela y tengo treinta años. Sé que mi nombre es antiguo pero es una herencia que no pude rechazar. Todas las primogénitas de mi familia se llaman así. Y ese día fue el que empezó mi calvario, porque me enamoré hasta las trancas de mi primo. Me sonrojo al pensarlo, pero no pude evitarlo.
Cuando volví a casa, después de ocho horas de duro trabajo detrás de una barra, la casa seguía tal como la dejé. Miré con atención, por si había alguna nota o mensaje, pero nada. Sabía que ya estaría en su apartamento, pero no lo llamé ni fui a verlo.
Esa noche soñé con él, que volvíamos a hacer el amor, con ternura. Esta vez conscientes de nuestra realidad. Que me decía lo que me amaba. Después, cuando he despertado y todo seguía en su sitio, sintiendo el tamborilear de la lluvia sobre el piso de la terraza, una amarga realidad me ha bombardeado.
-Otra vez te has vuelto a enamorar- me parece escuchar a mi madre, aunque esté a cientos de kilómetros.
No tengo remedio. En mi corta vida me he enamorado cinco veces, pero sólo he sido correspondida una. Se llamaba Carlos y, durante seis meses, fui la mujer más feliz del mundo. Terminó el día que un accidente de coche me lo robó. Y no porque muriera, murió su amor por mí y se enamoró de la fisioterapeuta que lo trataba.

No he sabido nada de él desde entonces. El resto fueron amigos, con ciertos acercamientos pero infructuosos. Y es que me he pasado la vida soñando. Soy una chica inteligente. En el Instituto me dijeron que por encima de la media. Pero mis fantasías han hecho que no pudiera terminar la universidad y que mi destino estuviera en servir café y bocadillos en una cafetería.
Ese día, en el trabajo, decidí llamarlo. Su voz sonaba dormida a pesar de ser ya las once, pero era sábado y él no trabajaba.
-Primo ¿cómo estás?
-¿Primo?, por favor, no me llames así…después de lo que pasó.
Me sonrojé.
-Bueno, Fermín. Es que no sé si te acordabas de algo.
Sentí que resoplaba y tuve ganas de colgar.
-Lo siento. Creo que no debió pasar.
-Yo también lo siento.
-Pero ¿seguiremos siendo amigos?. Sabes que te necesito. A quien si no le voy a contar las historias con mis novietas.
Tenía ganas de tirarle el teléfono a la cabeza, pero no lo tenía delante.
-Bueno, entonces, ¿te llegas a casa esta tarde y tomamos café?
-Está bien.
Y colgó. Sin añadir nada más, ni un te quiero, aunque fuera como amiga, prima, familia o yo qué se.
Terminé mi turno y regresé rápido para ducharme y arreglarme un poco. Me depilé las piernas, en las que el vello asomaba desafiante como agujas negras. Y es que los hombres no saben la atención que las mujeres volcamos sobre nuestro cuerpo, sobretodo las que no tenemos la suerte de nacer sin él.
Para mí se ha convertido en una rutina. Varias veces he intentado ahorrar para hacerme la depilación láser, pero después he gastado el dinero en comprar regalos a mis sobrinos o en ayudar a mis padres.
-Eres muy buena, hija. Te mereces alguien que te ame con locura.
Sus buenas intenciones me matan, pero yo sé que lo dicen para animarme. Aquella tarde, cuando mi primo vino a verme, lo recibí con una sonrisa en unos labios perfectamente pintados de rosa púrpura. Mi pelo olía a perfume.
Él venía en vaqueros y camiseta.
-Bueno, bueno. ¿Vas a salir?
Yo negué con la cabeza. Me sentía avergonzada por intentar algo que sabía no pasaría.
-Ya tengo hecho el café, ¿quieres uno?.
Estaba en la cocina, de pie, mientras él me observaba de arriba abajo y eso me estremeció hasta el punto de que casi tiro el café. Serví dos tazas y le entregué una.
-Tenemos que hablar de lo que pasó-le dije mientras me sentaba a su lado.
Él echó tres cucharadas de azúcar, yo me límite a tomarlo amargo.
-¿Te refieres a lo que pasó el otro día?
-Sí, Fermín, a lo del otro día. Bueno, yo…
Me tapó la boca con la mano.
-No, por favor, déjalo así, fue perfecto.
-¡Perfecto!.-exclamé-pero si estábamos borrachos.
Se rió mientras comenzó a juguetear con mi pelo.
-Pues por eso, es mejor dejarlo así. Yo apenas me acuerdo.
Pero el temblor de su voz decía otra cosa. Quería decir te amo, no sé como ha pasado pero me he enamorado de ti. El café derramado sobre mis piernas me devolvió a la realidad.
-¿Estás bien?, tiene que quemar.
Me siguió al cuarto de baño donde tratamos de calmar la piel con agua fría, aunque ya comenzaba a sonrojarse, señal de que terminaría dañada.
-Ya está, no hace falta que me des tanto. Me encuentro bien.
Pero él siguió dándome y acariciándome las piernas. Después subió más arriba. Se deslizo por mis partes, con agilidad y destreza. –De algo tiene que servir el haber estado con tantas mujeres, sabe qué hacer.
De nuevo, terminamos en mi cama. Esta vez fue despacio. Me besó en la boca tierna y dulcemente. Llegamos al éxtasis casi al unísono y fue estupendo.
Dormimos durante dos horas, abrazados. Cuando desperté ya no estaba. En su lugar sólo había una nota que decía “lo siento”.
Y volví a dormir, llorando como una niña pequeña.
Los días siguientes no supe nada de él. Ansiaba una llamada pero no hubo nada. Me moría de ganas de que habláramos, pero no quería ceder. Lo veía pasar, desde mi ventana, con chicas. Nunca repetía y sé que terminarían haciendo lo que, con tanto amor, había hecho yo con él hacía unos días.
Me he refugiado en el chocolate y los sándwich rápidos, de salchichón, jamón y queso.
Mi primo volvió, como buen vecino, a traerme sopa que yo tiro por el retrete. Y hoy ha sido el día que he decidido salir, no permanecería encerrada en este pozo sin sentido. Él no me quiere y tengo que aceptarlo. Seré el hombro sobre el que llora sus desamores.
Adrián tiene un reloj por cerebro, puede saber la hora que es aunque no tenga nada cerca, ni siquiera el sol. Aunque estuviera en una habitación oscura y sin ninguna referencia, lo sabría.

-Tres minutos tarde has llegado hoy. Ayer uno y mañana ¿qué será Adela?
Yo hice caso omiso, no tenía ganas de regañinas. Desde que estoy de mañana con él, hay días que me gustaría estrangularlo con mis propias manos. Pero entonces, ¿quién se encargaría de la cocina?.
Hace dos años que trabajo en la cafetería “La Perla de Madrid” y aún no he visto al dueño. La chica que hace la tarde me dijo que era un grupo inversor y que sólo se limitaban a ir una vez al mes a hacer cuentas. El encargado pasa de vez en cuando, prefiere la noche, es altivo y orgulloso, de porte demasiado recto, con la mirada huidiza. Realmente no me ofrece confianza alguna.
Sólo tengo dos amigas en esta ciudad, Marta y Guillermina. Las conocí en un curso de hostelería que di por el Ayuntamiento. Ahora nos vemos cuando podemos, tomamos copas, nos emborrachamos y tratamos de ligar. A mi edad ya me tengo que dar prisa, es lo que dice mi madre. Yo me siento como si tuviera sólo quince años. No tengo ninguna prisa por conocer a nadie más. Estoy bastante cansada de que mis relaciones no prosperen, que se queden en una noche de cama o que terminen asustadas por algo que todavía no he sabido descifrar.
-Eres demasiado directa —me dijo Guillermina el otro día— enseguida cuentas tus problemas y tu vida. Los hombres de ahora no quieren complicaciones, sólo divertirse. Después se enganchan a ti y ya no se pueden despegar.
Y lo dice la experta en relaciones, que maneja a los hombres a su antojo, sin importarle el daño que hace.
—A mí me lo hicieron antes, que más da.
Pero sé que algún día encontrará a alguien bueno de verdad y, entonces, ¿qué hará?. Lo enrollará en su tela de araña para que no se escape. Es como mi primo Fermín en mujer. Debería presentárselo.
Yo, por ahora, me contento con llegar a final de mes y mandarle algo a mis padres. Ya no quiero ir a bares de copas para intentar cazar a hombres que no me van a amar. Ya no quiero más caricias de una noche, ni rostros desconocidos.
—Te has vuelto un muermo.
Marta se encarga de recordármelo constantemente, mientras comemos helado y presume de su trabajo. Ella tuvo suerte, trabaja en un gran hotel del centro, tiene tres días de descanso y gana un pastón. Es delgada y esbelta, de cabello rubio como la miel y pechos bien definidos. Creo que su físico la ayudó.
Ella y Guillermina podrían hacer de modelos en un desfile de lencería. Yo, en cambio, un palmo más baja y con rasgos tan raciales que delatan mis orígenes. Provengo del sur, de una aldea que vive por y, exclusivamente, para sus olivos. Mis padres son morenos y
pequeños, tostados por el sol de años. Mi madre va a misa los domingos, mientras papá juega al dominó. Si yo me hubiera quedado allí, hubiera terminado labrando la tierra, como ellos, tan curtida como el cuero y con las manos llenas de callos.
Por eso decidí venir a la capital, mis hermanos lo entendieron. A ellos le gusta aquello, no podrían vivir entre tanto cemento sin poder ver el horizonte. He sido la única que ha ido a la universidad, aunque no llegué a terminar la carrera de periodismo. Sentía que tenía tantas cosas que contar, pero se quedaron en el tintero.
De vez en cuando, cuando no puedo dormir, escribo historias, opiniones, incluso poemas, que terminan escondidos bajo las revistas y facturas sin abrir.
La historia con mi primo Fermín es algo que no quería repetir. Una noche en la que volvía de tomar algunas cañas con mis amigas, él me asaltó en el portal. Salió de detrás de los buzones, con la cazadora de cuero tapándole las orejas y tiritando.
—Uff, pensaba que no vendrías, te he llamado varias veces.
Miré el móvil, lo había apagado.
¿Qué te ha pasado?
Él se echó las manos a la cabeza, tenía ojeras y parecía que había llorado.
—Me estoy congelando, abre de una vez.
Subimos a mi apartamento. Con toda confianza se dio una ducha caliente. Yo no pregunté. Hice café y esperé. Nunca lo había visto así. Cuando salió con mi albornoz puesto parecía el de siempre.
-—Me lo tienes que contar.
Se sentó en el sillón y aceptó el café. Bebía sorbos pequeños, como si fuera el último que fuera a tomarse.
—No es nada, es que he perdido las llaves.
—Pues haber llamado a un vecino y hubieras esperado dentro.         
—No tengo buena fama entre ellos, ya sabes.
—Si, ya sé. Todos son mayores y te tienen por un don Juan que trata como el culo a las mujeres. Razón tienen.
Él se incorporó, se estaba irritando.
—¿Vas a empezar tu también?
Decidí no seguir, a pesar de que sentía rencor. A mi me había tratado igual, como algo de usar y tirar. Sus ojos languidecieron de pronto, como si hubiera recordado algo. Su mirada se perdió en algún lugar lejos de allí. En aquel momento parecía un cordero asustado. Me senté a su lado y lo abracé.
—No pasa nada, Fermín. Después de todo, somos amigos.

Me sujetaba tan fuerte que temí que fuera a romperme. Sus brazos estaban fuertes y volví a sentir lo de la primera vez. Me olvidé de todo lo que pensaba sobre él y lo volví a besar. Él se dejó, primero con suavidad, después se abalanzó sobre mí, sin compasión. Me
encantó que me arrancara la ropa, que me besara hasta dejarme moratones. Duró más de lo que creía. Amanecimos a la mañana siguiente abrazados. El sol asomó tímidamente por los visillos, reflejando la sombra de las ramas en la cama. Él estaba despierto y sonreía también.
—¿Ahora qué? —pregunté.
Él siguió observándome un buen rato, recorriendo con sus dedos mi rostro, sin contestarme.
—Si me quedaran unos meses de vida, te elegiría a ti para pasarlos. No podría hacerlo con otra persona.
En ese momento quería dar saltos de alegría, abrir las ventanas, gritar al viento que Fermín me amaba.
—¿Nos vemos mañana, verdad?, podemos tomar algo en el centro, paso a recogerte.
No podía creerlo. Se estaba vistiendo, el color había vuelto a sus mejillas y su mirada era sincera.
Yo permanecí enrollada entre las sábanas, esperando despertar del sueño. Me besó en la frente y se marchó. Entonces fue cuando llamé a mis amigas, cuando bailé por la habitación desnuda, cuando un arco iris salió para mí, donde podía ver en grandes letras doradas “Fermín y Adela”.

Lo que no sabía entonces es que lo que me dijo la noche anterior era verdad, que meses de vida es lo que le quedaban. Su deseo no era tal, era una realidad dura y cruel que se abalanzaría sobre nosotros para devorarnos. Pero en aquel momento no lo sabía, no lo supe hasta que no fue demasiado tarde.
                                                                                                                                                                                                   




Safe Creative #1409151977497

viernes, 12 de septiembre de 2014

HISTORIA DE CUATRO MUJERES Y UNA EN PROYECTO


 

                                                UN DIA DE PLAYA

Mercedes respiró tranquila. Hacía tiempo que no se sentía así, libre. Todo el día en pijama, tendida al lado de Fernando, esperando a que agonizara y deseando que no lo hiciera. Su cuerpecito demasiado delgado, demasiado pequeño. Su tez a veces rosada, a veces azul. El zumbido de la botella de oxígeno la llenaba de aprensión. Pero lo tenía en casa, era lo importante. Siete días desde que le dieron el alta e iniciaron el tratamiento. Siete días en los que no podía dormir tranquila. Se pasaba las noches viéndole respirar, esperando que en algún momento el aire dejara de entrar.

Pero ese día reaccionó. Eran las siete de la mañana y hacía calor. El verano se había instalado como un mal acompañante, de forma brutal y sin compasión. El aire acondicionado trabajaba noche y día, sin descanso. El sol se imponía de forma dura, entrando por cada rendija por mínima que fuera y como buen despertador natural, sobresaltando a los que pasaron una buena noche y a los que no, como Mercedes, también.

La vida pasa sin que se de cuenta, ajena en un mundo paralelo, intocable, etérea, como un sueño.

Los hijos mayores entran en la habitación, cuando vienen a verlo, que cada vez es más a menudo. Besan al hermano, le cantan, juegan mientras le dicen:

—¿Ves Fernando, no es tan difícil?

Quieren que se levante y juegue con ellos, como si eso le fuera a dar más vitalidad. Porque Fernando es niño ahora mortecino, arropado entre sábanas de algodón, que su madre protege como un buldog, olvidando lo que es vivir.

Desde hace una semana, Mercedes no espera la vida sino la muerte. Ese fue el día que se dio cuenta de su error, que el camino que debía recorrer Fernando se lo estaba acortando con su temor.

Las chicas habían decidido animarla, Macarena con su incipiente barriga, se mostró implacable con ella.

—No puedes seguir así. Estás muerta en vida.

Está tomando una Coca-Cola, a pesar de que los gases le hacen estragos. Pero es lo único que le calma las ganas de vomitar. Se mira en el espejo para alisarse el corto cabello, mientras Mercedes hace tiempo que olvidó como era.

Macarena le ha dado a Roberto una oportunidad. Todavía no siente el amor profundo que debería, pero si sabe que no quiere separarse de él y eso tiene que significar algo.

—Te amo cariño  —le había dicho el día anterior mientras desayunaban.

Ella no respondió. Sólo sonrió y cambió de canal la radio. Él no se inmutó, la quería demasiado como para enfadarse.

Ahora Macarena tenía remordimientos, ¿debía haberle dicho algo, por lo menos un “yo también”?. Y es que un corazón sellado se tiene que abrir poco a poco.

—Bueno, que te parece, las cuatro y José Luis, que también se ha apuntado. Fernando estará genial, el apartamento es grande y la playa está cerca.

Mercedes doblaba la ropa o la tiraba, porque aquello no era organizar. Los armarios parecían no tener fondo y ella sólo quería estar con su pequeño.

Sus hijos mayores se habían marchado con el padre, así ella se encargaría mejor de Fernando. Pero no era verdad, no se estaba encargando bien de él, lo estaba perjudicando con su absurdo control. Todo era un caos a su alrededor. Miró por la ventana y no divisó nada, hacía días que la tenía cerrada. Las habitaciones desordenadas. Ya no podía echar la culpa a sus hijos. Ahora era ella y nadie más. Su vida era un desastre. No podía seguir así y su hijo tampoco.

—Está bien  —respondió—  pero antes tengo que consultarlo con los médicos.

Macarena se marchó satisfecha. Su nuevo descapotable se quedaría pequeño en unos meses, pero no le importaba. Miró el colgante del retrovisor, con la foto de sus padres, y sonrió. Estaba perdonada y había perdonado también. Se sentía en paz.

Llamó a María y confirmaron el día. Saldrían el lunes por la mañana y así no cogerían atasco.

—Bueno, sólo tengo una condición. Yo pongo la parte de Marion, ¿vale?, no quiero que se estrese de nuevo.

—Oye, ¿sabes como va lo suyo con Carlos?

—Bueno, pues ahí ahí, no sabría que decirte. Sé que él se esfuerza mucho, que va a verla, que le hace regalos y quiere mimarla, ya sabes. Pero…bueno, ella está cerrada, no se ablanda. No sé como puedo ayudarla más.

—Bueno, no te preocupes, poco a poco. Este viaje nos vendrá muy bien a todos.

María, en casa, con su pequeña Celia, sabía que el viaje no curaría a su amiga. Tenía la certeza que su curación estaba en la pequeña Fátima. Faltaban dos semanas para ir a recogerla y aún no había nada preparado. Cuando su amiga se enterara de que el dinero lo habían puesto entre todas, ¿aceptaría?.

La niña tosió, atragantada por un gusanito de maíz. Después sonrió mientras volvía a comer. Pensó en Vadin, le dijo que en iría a verla, pero todavía no sabía nada de él. ¿Quedaría todo en unas noches olvidadas en su memoria?. Para ella había sido especial, ¿pero para él?, tenía esperanzas que también, aunque su ausencia decía otra cosa.

Sintió el chapuceo de niños alborotando en la piscina de la comunidad.

—¿Qué te parece, un bañito?

Y como si Celia entendiera a sus siete meses, emitió un pequeño silbido que interpretó como un si.

Marion suspiró aliviada, la llamada de Macarena para hacer un viaje a la playa le encantaba.

—Es un regalo de María —le había dicho.

Sino no podría habérselo permitido. Ahora no entiende como pudo hacer lo que hizo, se puede vivir con dolor, ella lo sabe bien. Carlos va a verla de vez en cuando, se sienta a su lado. La quiere, pero ella no se atreve a volver a la vida de antes, angustiada por la falta de dinero, viviendo una fantasía tras otra, que su marido niega a abandonar.  Porque siempre tiene en mente un nuevo proyecto, una nueva idea, que nunca lleva a cabo o que fracasa. Ella quiere tener los pies en la tierra, saber lo que es real y lo que no. Ella quiere conocer sus límites y no tiene fuerzas para animarlo a seguir sueños que vuelan demasiado alto.

—No son solo sueños —le dice Carlos— , es real. Un amigo del Bachiller , ¿te acuerdas de Pepe?, pues ese, va a poner la mayor parte. Yo, sólo la idea. Esta vez irá bien, cariño, y podré dejar el trabajo de mierda en el que llevo dos años.

Marion ya no se sorprende, piensa que a su marido le pasa algo. No se centra en ningún trabajo, es un hombre veleta, como decía su madre, que no se asentará nunca.

Él le está haciendo un té y sonríe. Su cara, redonda y de ojos almendrados, le inspira tanta ternura que siente ganas de llorar, pero no se lo demuestra. Quiere que cambie aunque sabe que eso no será posible sino se muestra inflexible.

—El lunes me voy con las chicas, a la playa —bebe despacio, tranquila, como hace mucho que no lo está, sintiendo el brebaje bajar por su esófago y fundirse en su estómago, proporcionándole el único placer que tiene desde que está sola. Ella y sus infusiones, de cualquier cosa, que le curan la ansiedad, el alma o el karma, según la naturista que se las vendió.

—¿A la playa?, te vendrá bien, después… —se sienta y le acaricia el cabello. Ella se deja y se estremece, podría dejar que tuviera sus sueños,  si ella tuviera el dinero suficiente para los dos. Pero no es así.

—¿Después qué?.

—Después podría volver a casa ¿no crees?. Que hago yo viviendo en casa de mis padres, no tiene sentido si nos queremos.

—No sé, ya veremos.

Ese ya veremos le sabe a Carlos a gloria, es lo mejor que ha podido arrancar de sus labios en semanas.

 

José Luis se despereza en la cama, a su lado, un hombre joven lo acompaña. Duerme profundamente y es perfecto, por lo menos para él. Moreno, alto, musculoso lo justo. Se levanta para observar su pelo rojizo, revuelto como un nido de pájaro, enroscado sobre sí mismo. El vello o la ausencia de él, eso le gustaba, por lo menos así no tenia que depilarse. Por lo demás, las hormonas y el tratamiento harían el resto.

La ducha de la mañana caía sobre su piel devolviéndole a la realidad. Desde que había dejado el trabajo en la oficina, no conseguía ganar lo suficiente para pagar el alquiler. Tendría que alquilar un estudio más barato o compartir piso.

Cuando salió, él ya no estaba. Una nota mal escrita en la almohada: “Nos vemos”.

¿Nos vemos?, ¿qué significaba esa frase si ni siquiera tenía su teléfono?. Pero su vida era así, se había convertido en presa fácil que no daba explicaciones ni las pedía. Aunque él soñara con un amor que perdurara más de una noche y de dos, que fuera para toda la vida. Eran los principios que le habían inculcado en la familia, con la que, por cierto, no se hablaba desde que les informó de su condición.

Su padre entró en cólera como si no lo supiera. Su madre lloró agarrada al delantal, que a él le parecía eterno, pues estaba en la casa desde que tenía diez años. Lo llama a escondidas, desde cabinas o desde la casa de alguna vecina. Su marido se lo prohibió—es una deshonra, como voy a explicar ahora todo esto—. Desde entonces, ha sustituido las partidas de dominó por los paseos solitarios por el campo.

—Mucho mejor para él, hacer ejercicio no le vendrá mal —le había dicho la madre.

José Luis lo tenía asumido, algún día lo aceptaría; mientras tanto, con su mamá le bastaba. Tan sólo algunas palabras cariñosas a través del teléfono, un te quiero, no te preocupes, siempre estaré ahí, eran suficientes.

Por eso necesitaba más que nunca a sus nuevas y únicas amigas. Mujeres que nacieron mujeres, con el cuerpo correcto aunque no fuera el deseado. Mercedes se quejaba siempre de su corta estatura y anchas caderas. Macarena de su pecho plano. María de su celulitis y Marion de sus cicatrices.

—Pobre —pensó mientras bebía café sentado en la terraza. Tan minúscula, que sólo cabían dos patas de la silla— .Con su pequeño Fernando enfermo, tan sola. Hoy no pasará de que vaya a verla.

El teléfono sonó, era María.

—Hola guapo, ¿te apetece una escapadita?

—Depende, guapa, de a dónde me lleves.

María combatía el sol con gorro, camiseta y protección de bebé. Su piel pasaba del blanco al gangrena y después al blanco de nuevo.

—No quiero parecer un cangrejo —le dijo la última vez que se bañaron juntos. Parecía que tenía una enfermedad, su cuerpo estaba cada vez más pálido. Era el efecto de tanta protección.

—Macarena ha alquilado un piso en la playa, serán sólo cuatro días, pero lo pasaremos fenomenal. Iremos todas, yo sin Celia, pero Mercedes, ya sabes, tiene que llevar a Fernando.

José Luis puso la tele, el noticiario hablaba de bombas en Irak, presos de Guantánamo, asesinato de mujeres por puro machismo. El mundo era un caos sin futuro, pero él no quería verlo así. Deseaba llenar su vida y corazón de color, el que se había negado siempre.

—Me apunto, pero iré como tu sabes.

María rió de buena gana, agarrada a Celia que gateaba por la toalla, tan cubierta como su madre de crema más blanca que la nieve.

—Ve como quieras, pero avísanos para que sepamos con quien nos encontraremos.—Sonaron risitas de complicidad.

El debate de la mañana comenzó con la política de las autonomías y el fraude a Hacienda. Cambió de canal, no le apetecía ver tantos problemas, no quería saber de ellos. Bastante tenía con los suyos personales, sobretodo, desde que tenía personalidad múltiple, como le decía siempre Macarena.

—Será una sorpresa, me tengo que reinventar. Pero me tienes que decir a cuanto quedamos cada uno, ya sabes que tengo presupuesto limitado.

Tenían que hacer cuentas, pero esas las llevaba Macarena, precursora de las salidas y quedadas del grupo.

—No te preocupes, no será caro. Oyen —se oyeron grititos de Celia y voces— te dejo, parece que a mi hija le ha dado por robar juguetes de los demás.

José Luis marchó a su cuarto y abrió el armario, grande, antiguo, desvencijado. El color explotó ante sus ojos, despejándolo más que un café cargado. En la esquina derecha, su ropa de hombre anodino, tradicional y sin sustancia. No quería ser ninguno de los dos. Sólo quería ser él en mujer.

Divisó a través de la ventana, como la tienda de segunda mano abría, con sus ropas llenas de historias colgadas de ganchos tan antiguos como ellas.

—Tengo que ir de compras —se dijo a sí mismo. Y como si aquello fuera lo más normal del mundo, se dirigió a comprar la ropa que más le gustaba, con la que siempre se había identificado en las tertulias familiares, cuando aún no levantaba un palmo del suelo y veía a aquellas mujeres con sus faldas de pata de gallo y blusas almidonadas. Iría de maruja.

 

Macarena, a unos kilómetros de distancia, echaba por el inodoro lo cenado, desayunado y algo más. Ni la Coca-Cola consiguió calmarla. Fue al despacho y revisó que no tenía apenas citas. Ese día podría salir pronto e ir de compras, pasear con Yacky por el parque, dejar que corriera y se relacionara. No fuera a quedar tarado emocionalmente como ella.

Roberto la esperó por la noche, con la mesa puesta, las velas encendidas. Aquello no era normal en él.

—Bueno, bueno, ¿a qué se debe esto?

Yacky bebía de su escudillo, repartiendo el agua a su alrededor. Tanto paseo le había dejado extasiado.

—Esto es por los dos, hoy hace tres meses que estamos juntos.

Olía a algo asado al horno que no supo identificar. Ella era más bien de congelados y comida precocinada.

La besó y le acarició el vientre. Macarena se dejó. Desde que sabía que estaba embarazada estaba aún más atento, sin importarle que el niño no fuera de él.

—Y que más da —le había dicho— sé que es tuyo y me basta.

Le pareció empalagoso e irreal, pero le gustó. Y por ello habían terminado casi viviendo juntos, como una pareja normal. Ella tenía su libertad, no quería dar explicaciones. Él esperaba paciente en sus salidas y en sus silencios, porque lo que sentía por ella era profundo y no quería perderlo. Roberto se contentaba, por ahora, con poder rozarla de vez en cuando, con una sonrisa, con verla todas las mañanas. Roberto pide poco porque sabe que algún día lo tendrá todo.

 

Por el salón pasea Mercedes, con la mirada pensativa. Fernando duerme y ella intenta averiguar que debe hacer ahora. Irá a la playa, comerá, disfrutará, pero no olvidará. En algún momento tendrá que tomar la decisión. Es la espera eterna de una cura que no sabe si llegará. Necesita un milagro, como el de Marion. ¿Quizás debería ir a la Iglesia?, nunca ha sido religiosa. ¿Ir a ver a un lama budista?, tampoco la convence, tanto silencio y oración es más de lo mismo.

Mira las fotos de las paredes, una familia perfecta, sonriendo, saltando, gritando o posando, ahora desecha en pequeños trozos, como un papel mojado. Al lado, un gato de la fortuna, que la saluda sin parar, dorado y brillante, parece que le habla si lo mira fijamente.

—Estoy desvariando —piensa.

Y termina agotada en el sofá, durmiendo y soñando con el hombre que la visitó la primera vez. Los ángeles te llaman, o algo parecido, le dijo. Tiene las pupilas dilatas y una barba blanca y descuidada. Parece que esté fumado, los dientes picados, la delgadez extrema. Sin embargo, sus ojos brillan, de un verde intenso. Es un joven en cuerpo de viejo, que rezuma sabiduría.

—Escucha, las señales están ahí. Los ángeles también. No esperes más.

Y se levanta sobresaltada, le falta la respiración y no siente el motor de la bombona de oxígeno.

—¡Por Dios, no, por favor!

Mientras corre al cuarto de Fernando, quiere que la tierra se la trague. Porque si le pasara algo por un descuido suyo, moriría con él y lo sabe.

Pero cuando entra en la habitación, empapelada con ositos de colores que la miran con recelo, ve a su hijo sentado, con un libro en la mano, riendo mientras señala los dibujos del león que tanto le gustan. No tiene la mascarilla, se la ha quitado. La maquina se ha apagado y Fernando respira, más o menos. Está sonriendo después de mucho tiempo y los labios permanecen rosados.

—Tengo hambre mamá.

Mercedes mira el reloj, sólo son las tres de la mañana.

—Si cariño, te preparo lo que más te guste.

Fernando piensa, como si fuera un adulto ante una decisión importante.

—Raita, quiero raita con pollo.

No tiene ni la más remota idea de lo que es, pero se lo hará o lo buscará si su hijo quiere. Le pone de nuevo el oxígeno aunque parece no necesitarlo.

—Ahora no te lo quites y te haré lo que me has dicho, ¿vale?

El niño sonríe, irradiando poco a poco más vitalidad. Mercedes corre al ordenador. No puede creerlo, Fernando le está pidiendo comida hindú.

Ahora lo sabía, tenía que ir a la India, aunque la tacharan de loca.

José Luis se presentó en su coche, tan antiguo y carca como él. Los zapatos de piel le hacían daño y la falda le picaba. Los volantes ocupaban todo su pecho, para caer sobre la cintura bien apretada. El pelo rojizo engominado, los labios rojos carmesí y las gafas de pasta hacían de él la perfecta maruja que deseaba ser.

—Pero ¿de qué vas disfrazado ahora? —Macarena daba puntapiés con sus zapatillas blancas e impolutas a las ruedas de su deportivo.

Él no se inmutó, aparcó a su lado y la besó.

—Joder chica, cada vez estás más gorda.

Ella sonrió. María ya había metido todas las maletas y Mercedes se apresuraba por instalar a Fernando.

—Ya ves, y tu más cambiado, ¿te va bien con las hormonas?

—Fabuloso, mira —y le enseñó los incipientes pechos que al tacto parecían infantiles.

—Me alegro mucho, ¿cómo vais?, vamos a llegar a las tantas si seguís así.

Mercedes sudaba mientras repasaba mentalmente todo lo que no debía olvidar, que si las medicinas, el oxígeno, la ropa de algodón ecológico, las sábanas antialérgicas, Panchi, el peluche de león de su hijo, lavado hasta la saciedad para quitar cualquier mota de polvo.

Con un trapo bajado de casa estaba limpiando el salpicadero y los asientos.

—Pero, ¿qué  haces, no ves que está limpio?. Estás obsesionada.

María observaba sin rechistar desde el otro coche, donde Marion se relajaba fumando un cigarrillo.

—Obsesión es poco —respondió. Y se sentó al lado de Fernando.

Así quedaron divididos en dos coches, María y Marion irían con José Luis, Mercedes con Macarena.

El viaje fue plácido, lleno de risas y complicidades, parando cada hora, porque entre la incipiente menopausia de una y el embarazo de la otra, sus vejigas no daban abasto para contener tan preciado líquido.

Así un viaje que debió durar tres horas, se convirtió en cinco y media. Cuando entraron en el apartamento, sólo tuvieron fuerzas para sentarse en el sofá, mientras Fernando recorría curioso toda la casa. Conforme pasaba el tiempo, más fuerzas tenía. Mercedes estaba feliz por el cambio.

—¿Has mirado si hay restaurantes hindús cerca?

Todos se extrañaron ante su pregunta.

—Si, si, no me miréis así. Es que desde que pide comida hindú está mejor. No sé porqué pero es así.

Y lo observó con la tranquilidad que da la esperanza. El pequeño se había sentado sobre la alfombra y jugaba con amigos imaginarios a los que llamaba por nombres imposibles.

—Lo tengo que llevar a la India, allí sé que se curará.

—¿Qué dices? —preguntó Marion, que cada vez que hablaban de la India terminaba encendida como una antorcha. Roja de vergüenza y preocupación, por una niña que la esperaba y que no sabía como recuperar.

—Pues eso, que iré contigo a la India, es lo que tengo que hacer. El destino.

 

Nadie rechistó. Desde que su hijo enfermó tomaban en consideración sus altibajos, caprichos y desvaríos. Pero Marion sintió en su interior una luz, pequeña, que alumbró tímidamente la negrura que la había dominado desde entonces. En el fondo intuía que su amiga lo sabía, que había visto al mismo hombre que ella vio cuando estaba enferma. El guía que la llevaría hacia una salida. No podía ser casualidad.

—Yo te creo —y le cogió la mano con complicidad.

—Pues estamos apañados —se quejó Macarena— aquí todo el mundo tiene experiencias extrañas excepto yo.

 


1 x 12, 2x20, eso es lo que rezaba el cartel de la entrada, dónde María salió provista de bikinis para todas. Este último año había hecho estragos en sus cuerpos y los que llevaban no servían. Al parecer, alguna no recordaba que había tenido un hijo, otra que estaba embarazada o que había engordado siete kilos. Todos, excepto José Luis, que se bastó con el mismo pantalón verde de todos los años.

—Parezco una foca —exclamó Macarena.

—Pues anda que yo, ¿ves la celulitis? —María agarraba la piel de los muslos intentando estrujarla como un estropajo.

—Y a mí, ¿me habéis visto? — Mercedes se asomaba por el probador, dejando ver sólo una cabeza despeinada.

—Pues si no sales no podremos verte — Marion había aparecido delgada, exultante y exuberante, todo lo que comenzara por exu sería atributo para ella. Ni siquiera se le notaban las cicatrices.

—¡Chica, pero como estás! ¿la dieta verdad?

Ella se miraba en el espejo, sin poder creérselo. Todo en su justa medida, como si tuviera veinte años.

—Si, ya ves, la dieta de la depresión.

Y se echaron a reír, mientras la dependienta las observaba extasiada dentro de su perfecta  talla 38 y con una blusa tan ajustada que sus pechos parecían cuencos a punto de estallar.

En la calle, José Luis paseaba a Fernando, con un helado en la mano y una bombona colgada en la espalda. El pequeño se quitaba la mascarilla para poder hablar. Y hablaba de los niños que conocía, aunque los viera sólo él. Niños y niñas de túnicas blancas y pieles aceitunadas, que corrían entre árboles densos llenos de frutos desconocidos.

José Luis asentía y, a veces, pensaba que el niño estaba desvariando tanto como la madre, aunque en el fondo supiera que no era así. Mercedes era la persona más realista que había conocido, y si ella decía que la India curaría a su hijo, tendría razón. Después de todo, su transformación se la debía a esas mujeres. Sin ellas, no habría tenido el valor de comenzarla.

Por el paseo marítimo, lleno de extranjeros variopintos, con sus pantalones cortos y chanclas de colores, con sus pieles anaranjadas y gorros protectores, él no destacaba en absoluto. Su piel blanca y pecosa podría decirle que es escocés o, como poco, francés o normando. Pero era español, de las tierras interiores, castellano por excelencia, amante de guisos contundentes y tardes de copas. Y por ser mujer no renunciaría a ello.

 

La playa se convirtió en un desahogo para todas, expuestas como un muestrario de tienda, en toallas de propaganda y con bikinis pequeños y ridículos. Al parecer, las boutiques playeras no pasaban de la talla 40.

El tiempo era cálido, mucho mejor para Fernando, que chapoteaba en una piscina de plástico llena de agua del Mediterráneo. Mercedes se esforzaba por participar en las conversaciones, asintiendo de vez en cuando y sonriendo. Pero su mente se marchaba a la India y pensaba en la forma de decírselo a su exmarido para que no pusiera el grito en el cielo. En el momento que le dijera que se llevaba a su hijo a un largo viaje, no estaría de acuerdo. Bueno, ya pensaría en la forma de convencerlo. Ella era buena negociadora.

 

María decidió sacar el tema, ya lo habían hablado y estaban de acuerdo. El dinero casi estaba reunido y, bueno, sólo faltaba que Marion no entrara en cólera cuando se lo dijeran.

—Marion, tenemos que decirte una cosa.

Marion se incorporó y miró por encima de las gafas de sol moradas, grandes como platos de postre. Es lo que pasa cuando compras por internet.

—¿Qué ocurre?

Las demás la observaban de reojo, temiendo una reacción negativa de la frágil mente de su amiga.

—¿Sabes que dentro de dos semanas tienes que ir a la India por Fátima?

Marion se tensó hasta el punto que la espalda le crujió. Ahora no estaba para regañinas.

—Si, pero me han ocurrido tantas cosas. Bueno, ya sabéis, tengo la documentación, aún no he llamado, tengo de plazo hasta el jueves que viene.

La tristeza cruzó por su rostro, como un mal recuerdo negro y denso, dejando escapar un suspiro.

—Pues si es por dinero ya lo tienes.

—¿Cómo?

Las demás no sabían si reír o mirar hacia otro lado, como si nada hubiera pasado. Las reacciones de una persona depresiva podían ser de lo más dispares.

Marion se levantó y corrió hasta la orilla. Una energía desbordada se había apoderado de ella. Al principio creyeron que intentaba ahogarse. Después de todo, era una forma de morir romántica, tragada por las olas de un mar en calma y con un socorrista a diez metros.

Las demás fueron despavoridas tras ella, olvidando, incluso, al pobre Fernando, que contemplaba la escena encantado, pensando que jugaban al pilla-pilla.

—¡No lo hagas, por Dios, la vida es bella, acepta el dinero, no hagas esto!

José Luis, más rápido y ágil, la había cogido por la cintura, mientras Marion lloraba con las manos en el rostro.

Sus lágrimas eran más saladas que el mar, que le pareció el más bello del mundo. No lloraba de pena, sino de alegría. Por fin tendría a la pequeña Fátima con ella, por fin había encontrado una familia de verdad. Tanta vida desperdiciada dando tumbos de aquí para allá, tanta infancia sin permanencia en ningún hogar. Ahora lo sabía, las amistad era importante, más de lo que pensaba. No tenían porque hacerlo, pero lo habían hecho.

Y todas terminaron saltando por el agua, como perseguidas por una alegría desconocida.

 

—Esto se merece una celebración, ya hablareis cuando lleguéis a Madrid, sólo tenemos dos días.

 

Macarena fue la que buscó los pub más cercanos, dónde podrían ir a tomar unas copas. Mercedes, reacia en un principio, a dejar a Fernando al cuidado de una canguro adolescente que no conocía, aceptó. Necesitaba estar un tiempo a solas con sus amigas.

—Sólo iré una hora, no lo dejaré solo más tiempo.

José Luis dio pequeñas palmaditas, nunca había sido tan feliz. Volvía a vivir la alegría de una inocencia compartida, a sus treinta y ocho años.

Y entre cubalibres y mojitos, diseñaron un proyecto de viaje que parecía mas un recreo. Mercedes se sumó al viaje, lo tenía decidido.

—Pero ¿tu sabes si Fernando lo soportará bien?

Macarena estaba preocupada, había visto demasiadas veces, a madres llevadas por supersticiones por negarse a ver la evidencia.

—¿Qué quieres, que me siente a esperar? aquí ya me han dicho que no pueden hacer más. Es mi obligación buscarlo en otra parte.

Y así quedó zanjado el tema. María reservaría el hotel y lo tendría todo previsto. Pero llegó el momento decisivo, Manuel tendría que ir también, su firma era importante. No la dejarían sacarla sin él.

—¿Sabes que tu marido tiene que venir? es fundamental.

Y lo dijo casi susurrando, mientras Marion fijaba su mirada en un horizonte que no estaba allí.

—Él irá, ahora estamos mucho mejor.

El alivio de las demás fue realmente expresivo. Era la última pieza del puzle. Marion sabía que su marido no estaría de acuerdo en que las amigas le pagaran el viaje, pero tendría que aceptar si quería volver con ella. Ya encontraría la manera de devolvérselo.

En ese preciso instante, la canción de “Lollipop” comenzó a sonar y José Luis, llevado por el ímpetu de la emperatriz que llevaba dentro, se levantó y tendió la mano a María.

—¿Qué tal chicas, bailamos?

—Creía que no lo dirías.


Y todas terminaron moviéndose y saltando como si el espíritu del mal ritmo las hubiera invadido.  Los extranjeros que sorbían sus copas con pajitas de colores, sonreían llevados por tal espectáculo. El camarero quiso decirles que aquello era una terraza y no una discoteca, pero ellas eran incapaces de detener tal frenesí. Las melenas volaban en todas direcciones presas de la euforia.  Las extensiones que Macarena se había puesto con tanto esmero, terminaron  en las faldas de una señora que no daba crédito a lo que estaba pasando. José Luis se desplazaba por las mesas, sobre sus tacones apretados y con movimientos robóticos.

El guardia de seguridad apareció de improviso, empujándolos con suavidad hacia la salida. Acostumbrado a desmadres más peligrosos, aquellas mujeres sólo se habían despeinado un poco.

—¿Qué daño hacen?, están un poco contentas ¿y qué?

Pero el dueño no perdonaba, después de todo, era el que pagaba. Frunció el ceño, de tal forma que la arruga que se formó, le cruzó la frente y el cuero cabelludo también.

—¡Obedece te he dicho! están molestando.

El guardia obedeció hasta cierto punto. Las mujeres se dejaron llevar, entre risas y miradas de complicidad.

Después volvió al despacho del “ceñudo”, como llamaba a su jefe y se despidió. Hacía tiempo que deseaba hacerlo y no lo dudó más.

—Tú te lo pierdes —le dijo el “ceñudo” mientras rellenaba la pipa— no tendrás trabajo en esta playa—y señaló hacía derecha e izquierda, dominando todo el horizonte.

Pero al joven ya no le importaba. Se dejó llevar por sus impulsos y corrió hasta alcanzarlas para unirse a ellas.

—Disculpen los modales, no me gustaría haberlas echado, pero mi jefe es así.

Lo miraban extrañadas. Estaban chisposas, pero no borrachas. Macarena, la única ilesa en aquella salida, aceptó las disculpas.

—¿Cómo te llamas chico?

—Martín — respondió nervioso.

Era delgado y algo larguirucho.  Pero su tez estaba dorada por el sol, señal de que pasaba las mañanas en la playa.

José Luis se apoyó en su hombro, los pies le dolían, pero no podía parar de reír. Desde luego, habían dado un espectáculo.

—Bueno, joven.

—No soy tan joven —respondió Martín— tengo 25 años.

—Para mí eres demasiado joven —respondió José Luis mientras trataba de recomponerse la falda, que había terminado dando una vuelta de 180 grados sobre su cintura.

Martín lo observaba hacer, nunca había conocido a una persona así, libre y espontánea. Para él era un mundo expresar su sexualidad en callejones escondidos y oscuros.

A la mañana siguiente, durante horas, la habitación de José Luis permaneció cerrada. Marion miró a las demás, señalando con la barbilla.

—Fijaos en nuestra emperatriz, ¿una noche loca?

—Quien sabe —respondió Mercedes mientras comía churros que le sabían a gloria.

—Es feliz. Desde que lo conocemos, no lo habíamos visto tan seguro.

María suspiró, tenía ojeras y la cabeza le dolía como si le clavaran agujas, pero por un día no había pensado en Vadin.

—Los hombres, ¿qué vamos a hacer?, aceptaremos nuestro destino.

Todas rieron al unísono, intuyendo que todo tenía que salir bien. En el fondo, muy en el fondo, eran personas optimistas. Eso es lo que las había unido.

José Luis, por su parte, no recordaba nada de la noche anterior, pero el joven que dormía a su lado le inspiró ternura y decidió seguir abrazado a él. Martín lo besó, aquel hombre lo tenía hipnotizado, con su cabellera rojiza y sus labios carnosos. Con su cuerpo cambiante, libre como él no lo era.

Afuera unas cuantas nubes se desplazaban con la velocidad de un rayo, proyectando sombras sobre el soleado salón. El mar respiraba calmado, apenas empujado por una suave brisa.

El sonido de un móvil interrumpió ese momento de contemplación.

María corrió a la habitación, temía que fuera su madre. Pero no, era un número internacional, demasiado largo para recordarlo.

—¿Diga? —le temblaba la voz, no quizás por la resaca como por el deseo de que al otro lado contestara la persona correcta.

—María, soy yo, Vadin.

Ella apenas si pudo articular palabra, emocionada por oír de nuevo su voz.

—Te he echado de menos, ¿lo sabes?

—Si, lo sé cariño.

Vadin parecía distante, nervioso.

—Dijiste que ibas a venir, todavía estoy esperando.

María no pudo reprimir decírselo, llevaba meses guardándolo.

—Pensaba que lo nuestro era especial —añadió.

—Y lo es —respondió él.

El silencio se instaló en la línea. María creyó que había colgado, pero una respiración entrecortada le decía que Vadin seguía allí, quizás pensando lo que debía decir.

—María, sabes que te amo. No lo dudes nunca por favor.

Ella siguió callada, sólo quería una explicación.

—Voy a ir la semana que viene, tenemos que hablar. Necesito verte.

Ella suspiró aliviada, Vadin la amaba e iban a verse. Meses de no sentir su piel, sus besos, de no dormir abrazados como aquel día en la India, cuando eran sólo ellos dos y nadie más.

Besos volaron en todas direcciones. Si lo tuviera allí, no lo habría dejado respirar. En cuanto colgó no tardó ni un segundo en abrazar a sus amigas. Ahora se sentía completa, el hombre al que amaba también la amaba a ella. Era así de sencillo, había encontrado su medida naranja.

Pero a miles de kilómetros, Vadin lloraba en silencio en el baño del gran salón. Una novia vestida de rojo lo esperaba junto a cientos de familiares venidos desde fuera. Una mujer que no conocía, que no amaba.

—Con el tiempo lo harás —le había dicho su padre.

No pudo parar la ceremonia, lo hubiera deseado pero su familia llevaba preparándolo demasiado tiempo. Había sido un cobarde. Su verdadero amor se encontraba en otro país, esperándolo, mientras él abrazaría a otra mujer.  Estaba avergonzado, no quería decírselo por teléfono y tampoco quería perderla.

Por el camino al altar, los aplausos y la mirada de la gente que no conocía, le acongojaron el corazón. La joven que le esperaba era hermosa, a su manera, pero no era María.

Su padre estaba orgulloso, su madre ausente. Ya le había aconsejado que se fuera, que no valía la pena pasar por esto, que podía elegir. Pero su padre había sido enérgico y la tradición, importante.

—Por lo menos, será mi amante. Eso es — se convenció— a ella no le importará, es libre.

Lo que Vadin no sabía es que los sentimientos no obedecen a creencia alguna. Los sentimientos cuando llegan aplastan, ablandan, distorsionan y cambian. Los sentimientos no conocen de lenguas, ni países, ni costumbres.

 

—Bueno, hoy tenemos otra razón para celebrar, ¿verdad María?.

José Luis había aparecido en el umbral, con un tímido Martín tras él.

María no contestó, se limitó a seguir mirando hacia el horizonte, que poco a poco, se llenaba con las sombrillas coloridas de los primeros bañistas.
Safe Creative #1409121959935