lunes, 15 de septiembre de 2014

UN VIAJE AL SUR



En la vida, como en el amor, hay tanto que hacer, que terminamos abocados al fracaso. Siempre acabamos dependiendo de los demás. Dependemos de sus besos, de sus abrazos, de sus consentimientos, dependemos de sus sonrisas, de sus caricias, de una palabra amiga. Y cuando menos te das cuenta, terminas pidiendo permiso para todo. El gran error es no enseñarnos a ser independientes, porque sólo desde esta independencia emocional, lo podremos dar todo sin necesitar. Lo daremos por verdadero amor y no por esperar algo a cambio. No venderemos nuestra alma al diablo por un beso, ni temeremos defraudar, porque estaremos tan seguros que no nos importará. Esa es la verdadera libertad, no depender, sino ser, uno mismo, sin nadie más. Sino, seguiremos tendiendo telarañas en vez de puentes. Las telarañas engañan, seducen, atrapan y no dejan que te muevas. Los puentes son caminos entre dos lugares, independientes, que se pueden recorrer en ambas direcciones, con libertad. Esta es la verdad de las relaciones, creamos telarañas en vez de puentes y, cuando nos damos cuenta del error, es demasiado tarde, porque no podemos deshacer el camino andado sin cortar los hilos que lo sujetan.
                                           

                                                            UN VIAJE AL SUR







                                                    

Capítulo I

Tengo tanto dolor que el alma me pesa, si esto fuera posible. Creo que se refleja en el rostro inexpresivo, en mis lentos movimientos, en la apatía que me precede como si de una comitiva se tratara. He intentado sonreír, pero la mueca no ha sido sincera. Quiero llorar pero no puedo. Encojo tanto los ojos que me están saliendo arrugas de expresión antes de tiempo. Son los intentos fallidos para que tal preciado líquido salga de ellos.
Pero he decidido no rendirme. Después de semanas de lucha interna, de mantenerme en pie a base de batidos y tostadas. De ser una estatua viviente allá donde fuera, he decidido cambiar.
-No puedes seguir así-me ha dicho mi primo.
Como buen vecino, viene a verme de vez en cuando. Me trae sopa que tiro por el fregadero en cuanto se marcha. Tiene alquilado un apartamento en la segunda planta de mi edificio. Es mayor que yo dos años. De pequeña siempre me robaba los bollos y aún no se lo he perdonado.
Trabaja en un bufete de cierto renombre. En su armario sólo hay un traje, el resto está ocupado por camisetas rotas y chaquetas de cuero negro.
-¿No se extrañan de que siempre lleves el mismo traje?, ¿por qué no te compras más?. Tú puedes.
Él se comió un puñado de palomitas que acababa de hacer en el microondas.
-No quiero. Además, todos los trajes me parecen iguales. Grises, tristes y monótonos.
El otro día, viniendo de la farmacia, donde me aprovisiono de aspirinas para la eternidad, lo vi sentado en el escalón del portal. Estaba triste y lloraba. ¡Bien para él, yo no puedo!.
Quería dar la vuelta y esperar a que se marchara, pero me vio y no pude evitarlo. Subió al piso conmigo. Me contó su ruptura de manera esquemática.
-Me ha dejado. No sé que le habré hecho, pero esta mañana me ha llamado y me ha dicho que no quiere verme más, que soy un capullo y un cerdo engreído.
Se pasaba las manos por el cabello revuelto y me ponía nerviosa. No es un hombre guapo pero sí muy atractivo, con su media melena negra como el azabache y los ojos de un verde profundo.
-Pues tu sabrás, seguro que algo le has hecho a…¿cómo se llama?
Él me miró con ternura y extrañado que no conociera a su enésima novia.
-Como eres. Celia, se llama Celia.
-¡Ah!. Bueno, ya tendrás otra.
-No soporto que me dejen…
Entonces, ahí está la cuestión. Se trata de orgullo. Me entraron ganas de echarlo, pero no podía. Así de débil soy.
-¿Quieres tomar algo?
-Pues no sé. ¿Qué tienes?
Lo miré con los ojos muy abiertos, como si no lo supiera. Siempre me coge las bebidas.
-Ginebra, ya lo sabes.
-Pues venga ese cubata.
Y terminamos los dos borrachos sobre la cama con jueguecitos de edredones. A la mañana siguiente, desnuda entre las sábanas y él a mi lado, con una resaca en la que no sabía ni quien era, me dí cuenta de lo que había hecho y sentí vergüenza. ¡Por Dios!, si era mi primo, de mi misma sangre. Segundo, pero primo al fin y al cabo. ¿Cómo había pasado?.
Estaba guapo dormido, sereno y tranquilo, distante. Lo observé durante un segundo y después reaccioné. Me duché y vestí, eran las siete de la mañana y la cafetería no esperaba. Hoy me tocaba abrir.
Le dejé una nota que rompí, después otra que volví a romper. Al final decidí no dejar nada, que pensara por él mismo. Seguramente, dentro de una hora, ya se le habría olvidado y volveríamos a ser los de siempre.
Era una mañana gris y plomiza, de las típicas de Febrero en Madrid. Me cogí el cabello descuidado en una coleta y me ajusté el pantalón y la camisa blanca de rigor. El sonido del cerrojo de la puerta me despertó de un ensimismamiento estúpido. Mi compañero Adrián me miraba con el cigarrillo en la boca.
-¡Qué pasa!, parece que no has dormido.
-Anda y cállate, que necesito un café.
 En media hora llegarían los clientes y quería desayunar. Fui al lavabo y me pinté los labios y los pómulos con colorete. Tengo una piel aceitunada. El cabello castaño, casi neutro, había intentado reavivarlo con cualquier producto o tinte que saliera en el mercado. Sólo había conseguido apagarlo más. Me costaba mantener el peso pero lo conseguía, con desarreglos de comida. Grandes atracones seguidos de ayunos innecesarios. Lo único que no perdía era pecho. Tenía una 105 y de ahí no bajaba.
Por cierto, me llamo Adela y tengo treinta años. Sé que mi nombre es antiguo pero es una herencia que no pude rechazar. Todas las primogénitas de mi familia se llaman así. Y ese día fue el que empezó mi calvario, porque me enamoré hasta las trancas de mi primo. Me sonrojo al pensarlo, pero no pude evitarlo.
Cuando volví a casa, después de ocho horas de duro trabajo detrás de una barra, la casa seguía tal como la dejé. Miré con atención, por si había alguna nota o mensaje, pero nada. Sabía que ya estaría en su apartamento, pero no lo llamé ni fui a verlo.
Esa noche soñé con él, que volvíamos a hacer el amor, con ternura. Esta vez conscientes de nuestra realidad. Que me decía lo que me amaba. Después, cuando he despertado y todo seguía en su sitio, sintiendo el tamborilear de la lluvia sobre el piso de la terraza, una amarga realidad me ha bombardeado.
-Otra vez te has vuelto a enamorar- me parece escuchar a mi madre, aunque esté a cientos de kilómetros.
No tengo remedio. En mi corta vida me he enamorado cinco veces, pero sólo he sido correspondida una. Se llamaba Carlos y, durante seis meses, fui la mujer más feliz del mundo. Terminó el día que un accidente de coche me lo robó. Y no porque muriera, murió su amor por mí y se enamoró de la fisioterapeuta que lo trataba.

No he sabido nada de él desde entonces. El resto fueron amigos, con ciertos acercamientos pero infructuosos. Y es que me he pasado la vida soñando. Soy una chica inteligente. En el Instituto me dijeron que por encima de la media. Pero mis fantasías han hecho que no pudiera terminar la universidad y que mi destino estuviera en servir café y bocadillos en una cafetería.
Ese día, en el trabajo, decidí llamarlo. Su voz sonaba dormida a pesar de ser ya las once, pero era sábado y él no trabajaba.
-Primo ¿cómo estás?
-¿Primo?, por favor, no me llames así…después de lo que pasó.
Me sonrojé.
-Bueno, Fermín. Es que no sé si te acordabas de algo.
Sentí que resoplaba y tuve ganas de colgar.
-Lo siento. Creo que no debió pasar.
-Yo también lo siento.
-Pero ¿seguiremos siendo amigos?. Sabes que te necesito. A quien si no le voy a contar las historias con mis novietas.
Tenía ganas de tirarle el teléfono a la cabeza, pero no lo tenía delante.
-Bueno, entonces, ¿te llegas a casa esta tarde y tomamos café?
-Está bien.
Y colgó. Sin añadir nada más, ni un te quiero, aunque fuera como amiga, prima, familia o yo qué se.
Terminé mi turno y regresé rápido para ducharme y arreglarme un poco. Me depilé las piernas, en las que el vello asomaba desafiante como agujas negras. Y es que los hombres no saben la atención que las mujeres volcamos sobre nuestro cuerpo, sobretodo las que no tenemos la suerte de nacer sin él.
Para mí se ha convertido en una rutina. Varias veces he intentado ahorrar para hacerme la depilación láser, pero después he gastado el dinero en comprar regalos a mis sobrinos o en ayudar a mis padres.
-Eres muy buena, hija. Te mereces alguien que te ame con locura.
Sus buenas intenciones me matan, pero yo sé que lo dicen para animarme. Aquella tarde, cuando mi primo vino a verme, lo recibí con una sonrisa en unos labios perfectamente pintados de rosa púrpura. Mi pelo olía a perfume.
Él venía en vaqueros y camiseta.
-Bueno, bueno. ¿Vas a salir?
Yo negué con la cabeza. Me sentía avergonzada por intentar algo que sabía no pasaría.
-Ya tengo hecho el café, ¿quieres uno?.
Estaba en la cocina, de pie, mientras él me observaba de arriba abajo y eso me estremeció hasta el punto de que casi tiro el café. Serví dos tazas y le entregué una.
-Tenemos que hablar de lo que pasó-le dije mientras me sentaba a su lado.
Él echó tres cucharadas de azúcar, yo me límite a tomarlo amargo.
-¿Te refieres a lo que pasó el otro día?
-Sí, Fermín, a lo del otro día. Bueno, yo…
Me tapó la boca con la mano.
-No, por favor, déjalo así, fue perfecto.
-¡Perfecto!.-exclamé-pero si estábamos borrachos.
Se rió mientras comenzó a juguetear con mi pelo.
-Pues por eso, es mejor dejarlo así. Yo apenas me acuerdo.
Pero el temblor de su voz decía otra cosa. Quería decir te amo, no sé como ha pasado pero me he enamorado de ti. El café derramado sobre mis piernas me devolvió a la realidad.
-¿Estás bien?, tiene que quemar.
Me siguió al cuarto de baño donde tratamos de calmar la piel con agua fría, aunque ya comenzaba a sonrojarse, señal de que terminaría dañada.
-Ya está, no hace falta que me des tanto. Me encuentro bien.
Pero él siguió dándome y acariciándome las piernas. Después subió más arriba. Se deslizo por mis partes, con agilidad y destreza. –De algo tiene que servir el haber estado con tantas mujeres, sabe qué hacer.
De nuevo, terminamos en mi cama. Esta vez fue despacio. Me besó en la boca tierna y dulcemente. Llegamos al éxtasis casi al unísono y fue estupendo.
Dormimos durante dos horas, abrazados. Cuando desperté ya no estaba. En su lugar sólo había una nota que decía “lo siento”.
Y volví a dormir, llorando como una niña pequeña.
Los días siguientes no supe nada de él. Ansiaba una llamada pero no hubo nada. Me moría de ganas de que habláramos, pero no quería ceder. Lo veía pasar, desde mi ventana, con chicas. Nunca repetía y sé que terminarían haciendo lo que, con tanto amor, había hecho yo con él hacía unos días.
Me he refugiado en el chocolate y los sándwich rápidos, de salchichón, jamón y queso.
Mi primo volvió, como buen vecino, a traerme sopa que yo tiro por el retrete. Y hoy ha sido el día que he decidido salir, no permanecería encerrada en este pozo sin sentido. Él no me quiere y tengo que aceptarlo. Seré el hombro sobre el que llora sus desamores.
Adrián tiene un reloj por cerebro, puede saber la hora que es aunque no tenga nada cerca, ni siquiera el sol. Aunque estuviera en una habitación oscura y sin ninguna referencia, lo sabría.

-Tres minutos tarde has llegado hoy. Ayer uno y mañana ¿qué será Adela?
Yo hice caso omiso, no tenía ganas de regañinas. Desde que estoy de mañana con él, hay días que me gustaría estrangularlo con mis propias manos. Pero entonces, ¿quién se encargaría de la cocina?.
Hace dos años que trabajo en la cafetería “La Perla de Madrid” y aún no he visto al dueño. La chica que hace la tarde me dijo que era un grupo inversor y que sólo se limitaban a ir una vez al mes a hacer cuentas. El encargado pasa de vez en cuando, prefiere la noche, es altivo y orgulloso, de porte demasiado recto, con la mirada huidiza. Realmente no me ofrece confianza alguna.
Sólo tengo dos amigas en esta ciudad, Marta y Guillermina. Las conocí en un curso de hostelería que di por el Ayuntamiento. Ahora nos vemos cuando podemos, tomamos copas, nos emborrachamos y tratamos de ligar. A mi edad ya me tengo que dar prisa, es lo que dice mi madre. Yo me siento como si tuviera sólo quince años. No tengo ninguna prisa por conocer a nadie más. Estoy bastante cansada de que mis relaciones no prosperen, que se queden en una noche de cama o que terminen asustadas por algo que todavía no he sabido descifrar.
-Eres demasiado directa —me dijo Guillermina el otro día— enseguida cuentas tus problemas y tu vida. Los hombres de ahora no quieren complicaciones, sólo divertirse. Después se enganchan a ti y ya no se pueden despegar.
Y lo dice la experta en relaciones, que maneja a los hombres a su antojo, sin importarle el daño que hace.
—A mí me lo hicieron antes, que más da.
Pero sé que algún día encontrará a alguien bueno de verdad y, entonces, ¿qué hará?. Lo enrollará en su tela de araña para que no se escape. Es como mi primo Fermín en mujer. Debería presentárselo.
Yo, por ahora, me contento con llegar a final de mes y mandarle algo a mis padres. Ya no quiero ir a bares de copas para intentar cazar a hombres que no me van a amar. Ya no quiero más caricias de una noche, ni rostros desconocidos.
—Te has vuelto un muermo.
Marta se encarga de recordármelo constantemente, mientras comemos helado y presume de su trabajo. Ella tuvo suerte, trabaja en un gran hotel del centro, tiene tres días de descanso y gana un pastón. Es delgada y esbelta, de cabello rubio como la miel y pechos bien definidos. Creo que su físico la ayudó.
Ella y Guillermina podrían hacer de modelos en un desfile de lencería. Yo, en cambio, un palmo más baja y con rasgos tan raciales que delatan mis orígenes. Provengo del sur, de una aldea que vive por y, exclusivamente, para sus olivos. Mis padres son morenos y
pequeños, tostados por el sol de años. Mi madre va a misa los domingos, mientras papá juega al dominó. Si yo me hubiera quedado allí, hubiera terminado labrando la tierra, como ellos, tan curtida como el cuero y con las manos llenas de callos.
Por eso decidí venir a la capital, mis hermanos lo entendieron. A ellos le gusta aquello, no podrían vivir entre tanto cemento sin poder ver el horizonte. He sido la única que ha ido a la universidad, aunque no llegué a terminar la carrera de periodismo. Sentía que tenía tantas cosas que contar, pero se quedaron en el tintero.
De vez en cuando, cuando no puedo dormir, escribo historias, opiniones, incluso poemas, que terminan escondidos bajo las revistas y facturas sin abrir.
La historia con mi primo Fermín es algo que no quería repetir. Una noche en la que volvía de tomar algunas cañas con mis amigas, él me asaltó en el portal. Salió de detrás de los buzones, con la cazadora de cuero tapándole las orejas y tiritando.
—Uff, pensaba que no vendrías, te he llamado varias veces.
Miré el móvil, lo había apagado.
¿Qué te ha pasado?
Él se echó las manos a la cabeza, tenía ojeras y parecía que había llorado.
—Me estoy congelando, abre de una vez.
Subimos a mi apartamento. Con toda confianza se dio una ducha caliente. Yo no pregunté. Hice café y esperé. Nunca lo había visto así. Cuando salió con mi albornoz puesto parecía el de siempre.
-—Me lo tienes que contar.
Se sentó en el sillón y aceptó el café. Bebía sorbos pequeños, como si fuera el último que fuera a tomarse.
—No es nada, es que he perdido las llaves.
—Pues haber llamado a un vecino y hubieras esperado dentro.         
—No tengo buena fama entre ellos, ya sabes.
—Si, ya sé. Todos son mayores y te tienen por un don Juan que trata como el culo a las mujeres. Razón tienen.
Él se incorporó, se estaba irritando.
—¿Vas a empezar tu también?
Decidí no seguir, a pesar de que sentía rencor. A mi me había tratado igual, como algo de usar y tirar. Sus ojos languidecieron de pronto, como si hubiera recordado algo. Su mirada se perdió en algún lugar lejos de allí. En aquel momento parecía un cordero asustado. Me senté a su lado y lo abracé.
—No pasa nada, Fermín. Después de todo, somos amigos.

Me sujetaba tan fuerte que temí que fuera a romperme. Sus brazos estaban fuertes y volví a sentir lo de la primera vez. Me olvidé de todo lo que pensaba sobre él y lo volví a besar. Él se dejó, primero con suavidad, después se abalanzó sobre mí, sin compasión. Me
encantó que me arrancara la ropa, que me besara hasta dejarme moratones. Duró más de lo que creía. Amanecimos a la mañana siguiente abrazados. El sol asomó tímidamente por los visillos, reflejando la sombra de las ramas en la cama. Él estaba despierto y sonreía también.
—¿Ahora qué? —pregunté.
Él siguió observándome un buen rato, recorriendo con sus dedos mi rostro, sin contestarme.
—Si me quedaran unos meses de vida, te elegiría a ti para pasarlos. No podría hacerlo con otra persona.
En ese momento quería dar saltos de alegría, abrir las ventanas, gritar al viento que Fermín me amaba.
—¿Nos vemos mañana, verdad?, podemos tomar algo en el centro, paso a recogerte.
No podía creerlo. Se estaba vistiendo, el color había vuelto a sus mejillas y su mirada era sincera.
Yo permanecí enrollada entre las sábanas, esperando despertar del sueño. Me besó en la frente y se marchó. Entonces fue cuando llamé a mis amigas, cuando bailé por la habitación desnuda, cuando un arco iris salió para mí, donde podía ver en grandes letras doradas “Fermín y Adela”.

Lo que no sabía entonces es que lo que me dijo la noche anterior era verdad, que meses de vida es lo que le quedaban. Su deseo no era tal, era una realidad dura y cruel que se abalanzaría sobre nosotros para devorarnos. Pero en aquel momento no lo sabía, no lo supe hasta que no fue demasiado tarde.
                                                                                                                                                                                                   




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