lunes, 29 de diciembre de 2014

HISTORIA DE CUATRO MUJERES



                                                            

  
                                                          



                                      

UNA NUEVA VIDA






Las mariposas revoloteaban a su alrededor. Eran grandes, marrones y azules. De cerca, sus antenas largas parecían acariciarlo. No dudaban en posarse, sin miedo, para después levantar el vuelo llevadas por una suave brisa, que las mecía sin entorpecerlas.


—Esto es la India —pensó Mercedes.


Con el pequeño Fernando a cuestas y su inseparable botella de oxígeno. Treinta grados con tanta humedad, debería haber hecho estragos en el niño. En cambio, éste parecía tener más vitalidad y no necesitar tanto la mascarilla. Su exmarido ya la había llamado tres veces, en lo que llevaba de día, esperando su vuelta a España. Pero ella no regresaría hasta que no encontrara la solución, que sabía estaba allí, en alguna parte de ese país.


Habían salido temprano, después del desayuno y sin decir nada a las demás, la tacharían de loca. Tenía que encontrar al hombre sabio con el que soñaban a menudo, tanto Fernando como ella. Él era la respuesta, lo sabía, lo intuía. Porque ella, abogada fría y eficiente, ahora se había convertido en un receptor de energías que no creía que pudieran existir. Y todo, porque necesitaba un milagro, para que su hijo sanara.


—Esta enfermedad no tiene cura —le habían dicho.


¿Qué le quedaba a Fernando con tan sólo tres años?, días en habitaciones de hospital y noches aferradas a sueños. No, no lo iba a consentir. Desde entonces sus deseos se habían convertido en sueños que los guiaban, de forma imposible, por caminos en los que quería encontrar una salida.


—Puede que sea una locura —le había dicho a su ex, pero no perdemos nada por intentarlo.


Él, que se había mantenido al margen desde entonces, aceptó. Era el único que sabía la verdadera intención del viaje de Mercedes y el pequeño a la India. No iba por Marion, ni por Fátima. Iban para buscar una curación para Fernando.
Por eso, en cuanto no supieron de ellos en horas, David supo lo que tenía que hacer. Fue María la que lo alertó.


—No sabemos donde han podido ir, pero tienen el móvil apagado y no contestan. Estamos preocupadas. ¿No te dirían algo?


—Puede. Están buscando al asceta ese de sus sueños. Mercedes cree que es una premonición, que tenían que ir allí, que él sabría algo o haría algo para curar a Fernando. Ahora me parece todo una locura.


María suspiró. Marion también había soñado con él, al igual que ella. Aquello no tenía sentido.


—Llamaremos a la policía, seguro que los encontramos en seguida David. Te aviso en cuanto sepamos algo.


Tuvieron que hablar con la embajada, que a su vez habló con el consulado y a su vez la policía ponía en marcha todos los dispositivos necesarios para encontrar a una extranjera loca con un hijo enfermo.
Y si no hubiera sido por la diplomacia de María y los lloriqueos de Marion, aquello se hubiera quedado en una anécdota. Porque Macarena no participó; extrañamente se alejó de todos, como si supiera que era una tontería o que no iba a pasar nada. Y así era, nada pasaría, lo sabía, al igual que también sabía la necesidad de Mercedes de aquel viaje para curar a Fernando.


—Seguro que lo consigues, no temas, todo saldrá bien —le había dicho el día anterior, antes de que Mercedes decidiera iniciar su búsqueda.


Si Mercedes no lo intentaba, moriría de pena junto a su niño. Por eso prefirió no participar, darle tiempo a su amiga para que encontrara una curación para su alma, aunque no fuera la que deseara para Fernando. Ella era médico y sabía que la hipertensión pulmonar no tiene salida. Es brusca, desciende o asciende, se vuelve azul o rosa palo, pero siempre está, asechando, mermando los pulmones y el corazón.


Mercedes, a aquellas horas, andaba por un bosque, al que le habían referido unas jóvenes inglesas, donde la leyenda hablaba de un hombre tan anciano como la humanidad que podría ayudarla.


—Es un santo, pero aparece y desaparece cuando quiere, nunca se sabe.


Dos autobuses repletos tuvo que coger, después un carromato. Pero mereció la pena. Tras la nube de polvo más densa que jamás había visto, un bosque pareció emerger de la tierra amarillenta. Estaba formado por árboles de ramas altas y delgadas; el suelo, cubierto de helechos y musgo. No había caminos de entrada, aquello no era un sitio transitado por lo que pudo comprobar. Tuvo que sortear unas ramas casi espinosas que se le clavaron en las piernas nada más pisarlas. Su niño, colgado a su espalda con un improvisado hatillo, emitía pequeños gritos, que Mercedes no sabía si eran de desesperación, ahogo o alegría. Porque no podía mirarlo a los ojos, pero su pecho no se estaba inflando como un globo y eso era señal de que se encontraba tranquilo. Ella ya no podía pensar en otra cosa que no fuera seguir adelante, porque en algún lugar de aquel bosque, estaría su respuesta.


Caminó hasta que el sol estuvo tan alto que atravesó los tallos sin piedad y el frescor desapareció. Buscaron sombra bajo un Ficus, bebieron agua y comieron unas chocolatinas. Por más loca que fuera la búsqueda, no iba a salir sin provisiones. Llevaba agua suficiente para unas horas más, algunos sándwiches y algo de fruta. También una brújula, que le decía siempre donde estaba el Norte. Después de todo, sólo sería un día.


Pero como el destino es caprichoso, hizo que su caminar se volviera errático y disparatado. Encontraron un arroyo y decidió seguir el curso. Por momentos desaparecía, para volver a emerger de nuevo, con sus aguas cristalinas y brillos apagados, engañándola de nuevo con sus formas. Fernando quedó dormido a sus espaldas y Mercedes comenzó a ponerse nerviosa, en cuanto seguían sin encontrar señal humana.
La brújula parecía haberse quedado estancada en algún punto, porque las varillas daban vueltas sin sentido alguno.


—He perdido el Norte, ¿qué voy a hacer ahora?


El corazón comenzó a desbocarse dentro de su pecho y las pupilas se dilataron tanto, que la poca luz que quedaba en aquella parte del bosque, fue absorbida por ellas.





—Nos convertiremos en parte de este bosque, nunca nos encontraran —fue un pensamiento en parte tranquilizador, porque si había de morir con Fernando, mejor hacerlo allí mismo. Formarían parte de la tierra. Alimentarían los incipientes arbolillos que se abrían paso entre la maleza y, con el tiempo, ya no quedaría nada de ellos, porque el polvo se habría extendido por miles de pequeñas ramas, creando nueva vida a su alrededor.


Seguramente la tacharían de loca, que abocó a su hijo a una muerte prematura, como si la medicina occidental hubiera hecho algo por él. Ya no le importaba. Recostó al pequeño sobre el musgo. Seguía durmiendo, a pesar de las lágrimas de Mercedes y la bestia que galopaba por su cuerpo, dándole sacudidas imposibles de contener. Lo arropó con su rebeca, se agarró las piernas con fuerza, metió la cabeza entre ellas y gritó:


—Ven muerte, ven a mí ya. No puedo más.


Se sentía derrotada, ¿qué había hecho?, sus sueños entrelazados debían significar algo. Aunque ese algo fuera que tuvieran que terminar sus vidas en un bosque sin vida de la India.


En es momento se percató de que no había oído piar a los pájaros, ni siquiera insectos revolotear a su alrededor, ni el rugido de un mono. Aquel bosque estaba tan muerto como ellos.


—No lo creas.


Un hombre asomó entre la vegetación. Delgado hasta el punto de desnutrición, barba larga y blanca, sonrisa abierta y ojos tan negros como la noche más oscura. Era su asceta, que le hablaba en español, por muy extraño que aquello pareciera.
Se secó las lágrimas, él andaba despacio, pero sus movimientos eran rítmicos, como si lo hiciera al son de una música que nadie más podía oir.
 

—¿Quién eres? —preguntó Mercedes, secándose las lágrimas.


—¿No lo sabes? , por algo has venido —y miró al pequeño Fernando, que seguía durmiendo ajeno a todo.


Mercedes cerró los ojos, quizás fuera una aparición; el calor y la humedad suelen hacer estragos. Pero al abrirlos seguía allí, de pié junto a ella y haciéndole señales para que lo siguiera. Ella no lo dudó y, con su hijo en brazos, se deslizó por el bosque con él, como si la gravedad no existiera, hasta que llegaron a un claro, desde el cual podían ver la luna y las estrellas. Fernando abrió los ojos y sonrió al ver al hombre que le devolvía la misma sonrisa de sus sueños.


—¿Cómo te llamas? —preguntó Mercedes.


—Como tu quieras —respondió él.


—Pues no sé, en mis sueños eras solo una especie de asceta, un mensajero.


—Pues eso es lo que seré.


Se sentaron con el mensajero en la hierba. Fernando le tiraba de la barba y le acariciaba la piel, como si temiera que no fuera de verdad. Él se dejaba hacer, contento por tener compañía después de tantos años.


Esa noche durmió como no lo había hecho en mucho tiempo. Cuando despertó, el mensajero había dispuesto bayas rojas y amarillas, así como dos cuencos de agua.


—Eso es para todo el día.


Mercedes obedeció. No había sido una ilusión, aquel hombre continuaba allí. Comprobó su brújula y seguía sin funcionar, pero ya no le importaba.


Contó que había doce bayas y que sería mejor distribuirlas en siete, cuatro al mediodía y tres por la noche. Si fuera necesario, le daría las suyas a su hijo. Pero el mensajero, que pareció adivinar su pensamiento, negó con la cabeza.


—Cada uno con las suyas.


Después se sentó con las piernas cruzadas, cerró los ojos y dejó que los primeros rayos de sol lo invadieran. Ella y Fernando lo imitaron, pensando que sería lo mejor.


—Después de todo —reflexionó Mercedes— tendremos que vivir con él hasta que podamos salir de aquí.


Y el niño, con sus cuatro años recién cumplidos, pareció entender cada paso que daban, como si la madurez lo hubiera invadido.


Al atardecer, el mensajero decidió que debían dar un paseo. Nunca hablaba más de lo necesario y Mercedes tenía muchas preguntas, así que no pudo contenerse.


—Necesito curar a mi hijo y creo que tú tienes la solución. Los dos hemos soñado contigo.


Él levantó el dedo meñique y le hizo la señal de silencio. Así que se dedicaron a recorrer el bosque sin emitir sonido alguno. El mensajero jugaba a cazar rayos de luz, que se colaban de improviso como pequeños torpedos, entre las hojas. Fernando lo imitaba, riendo a carcajadas como no lo había hecho antes.


El segundo día, treparon hasta las ramas de un árbol y no creyó jamás que podría hacerlo. Fernando también lo hizo, él solo, ante el asombro de su madre. Parecía que su hijo estuviera recuperando la fuerza.


Allí, el mensajero les hizo observar y escuchar. A sus oídos llegaron los aleteos de los colibrís, y los gemidos de los monos, incluso el rugir de algún tigre. Mercedes se estremeció, pero la mirada de aquel hombre la tranquilizó.


Esa noche comieron las bayas en silencio. Fernando quedó rendido pronto, emocionado por todos los sentidos que estaba explorando. El mensajero se acostó entre los dos, mirando al cielo, que comenzaba a tornarse gris.


—Es el final, debo irme.


Mercedes sólo miraba, había aprendido a callar más que hablar. Puede que fuera el final, pero ya no le importaba lo más mínimo. Sonrió, como lo hacía él, mientras el pequeño Fernando emitía ronquidos y su pecho se llenaba de aire sin limitación alguna.


—¿Estoy muerta? —preguntó.


—No, no lo estás.


Y así durmió profundamente, con el deseo de que aquello no fuera sólo un sueño. Y soñó, que volaba con su hijo entre las nubes que los cubrían, alcanzando la luz que tanto deseaban. Lo que no sabía, es que a un metro de ella, Fernando soñaba lo mismo. Y que el mensajero, aunque despierto, porque siempre lo estaba, los besó en la frente dándoles su bendición, para alejarse como había venido, flotando entre la hiedra y el musgo, deslizándose por el bosque de sus sueños.


—Los ángeles te han encontrado —fue lo último que pudo oír Mercedes antes de que las voces inconexas la despertaran.


Al principio eran pequeños gritos y ruido de follaje. Después, como una aparición, tres hombres uniformados y María, aparecieron con los primeros rayos de sol de la mañana.


Mercedes sentía que el cuerpo le pesaba tanto, que no podría levantarse. Fernando abrió los ojos, para observar la escena tan extrañado como su madre.


—¡Por Dios, Mercedes! —María corrió hacia ellos— ¿qué os ha pasado, por qué te marchaste así?


Mercedes quedó callada, muda, sin saber que responder. De repente, toda su verborrea se había marchado con el mensajero. Se sentía en paz y sólo quería descansar.


Los policías la ayudaron a caminar hasta los coches y María cogió al pequeño Fernando en brazos, que volvió a quedarse dormido. El bosque se tornó silencioso, como cuando lo encontró. Lo contempló por última vez antes de que el coche marchara de allí, pero no pudo ver más que árboles enredados y polvo de desierto.


María le daba explicaciones de cómo los habían encontrado, al tiempo que le reprochaba su falta de responsabilidad. El jefe de policía, le hacía preguntas a las que fue fácil responder.


—Han estado tres días fuera, ¿de qué se han alimentado?


—De bayas que nos dio el mensajero —fue su respuesta.


—¿Qué mensajero?


Mercedes observó como el paisaje urbano se iba haciendo cada vez más patente. Los ruidos de coches y ciclomotores la sorprendieron como si no los hubiera sentido nunca.


—Ya sabe —aclaró— el asceta que vive en el bosque desde hace tiempo.


—Allí no vive nadie, señora. Es un bosque pequeño y lo hemos recorrido de punta a punta. Sólo hay maleza.


Ya en el hotel, María se encargó de Fernando. Lo bañó y lo llevo al comedor, debía tomar algo más solido. Mercedes necesitaba más tiempo. En el baño, ya sola, se contempló desnuda. El cuerpo, pequeño y de caderas anchas, parecía haberse embebido, dejando marcas blancas alrededor de su vientre y nalgas. El cabello rizado, totalmente enredado y recogido en un pequeño moño en la nuca. La mirada, verde, como siempre, pero más despierta. No había duda, en aquel bosque había pasado algo aunque no supiera muy bien el qué.


—Bueno, bueno, ¿ya estás mejor?


Macarena había entrado sin llamar. Mercedes ya se había bañado y aún tenía el albornoz puesto. Recostada en la cama, no tenía ganas de bajar.


—¿No comes nada? —le preguntó, mientras se echaba a su lado colocándose el vientre como si fuera una mochila. Cogió un plátano para devorarlo antes de que ella pudiera contestar.


—No tengo hambre.


Mercedes observó a su amiga, sus rasgos bien definidos, su sonrisa grande y abierta. El cuerpo esbelto y musculoso a pesar del embarazo. Y no sintió envidia, sino cariño. En otro momento, su soberbia le habría hecho responder con cualquier bordería. Ahora sentía una paz como la que no había sentido en mucho tiempo, posiblemente nunca.


—Pues sí que te han alimentado las bayas esas o lo que sea que hayas comido.


Y ambas estallaron en una carcajada. Después, se tendieron cogidas de la mano, para ver un programa de televisión del que no entendieron nada, para quedar dormidas en un profundo sueño.


María tomó la decisión de que Fernando durmiera con ella esa noche. Ya había llamado al ex de Mercedes y éste había hablado con su hijo, ya más tranquilo, contento porque todo hubiera salido bien.


El pequeño le dio más trabajo del que pensaba, porque no paró durante unas horas, de corretear por todas partes, mientras ella lo perseguía con oxígeno en mano, temiendo que se pusiera azul en cualquier momento. Pero no lo hizo. Terminó, eso sí, rendido al cansancio y las horas perdidas de sueño. María aprovechó el momento para atender la llamada de Vadin. Éste había tratado de ponerse en contacto con ella en los últimos días. Sabía que era por el tema de la adopción de Marion, pero le resultaba doloroso escuchar su voz. Así que había optado por utilizar el mail para mandarle toda la información que necesitara. Pero ya no podía seguir evitándolo, tenía que sincerarse con él.


—Sólo será un momento Marion, necesito aclarar algunas cosas. Es sobre la adopción de Fátima.


María suspiró. Se sentó al lado del pequeño Fernando y le cogió la mano, ansiosa por agarrarse a algo inocente y limpio. Pensó en Fátima, a la que Marion visitaba todos los días, sola. Pensó en sus risas, en sus intentos por comunicarse con ella. Había tenido que dar explicaciones sobre la ausencia de su marido, pero se excusó diciendo que tenía trabajo y por eso había vuelto a España. A ella, le quedaban dos meses para que caducara su visado.


—Entonces, tendrás que volver. ¿No querrás ser una ilegal?, entonces nunca podrás llevarte a Fátima a España —Mercedes había sido tajante respecto a este tema.


Así que ahora todas sus esperanzas estaban en ese tal Vadin, al que nadie conocía, pero en el que María había depositado toda su confianza.


En el vestíbulo, Vadin andaba nervioso de un lado a otro. Ya hacía varios meses que no veía a María y el corazón le latía como un caballo desbocado, preso de la emoción. Pero el recibimiento fue frío. Ella se limitó a tenderle la mano y sentarse en el sillón, frente a él, en uno de los salones de entrada, como dos desconocidos. Estaban rodeados de tapices rojos, que recreaban escenas de la mil y una noches, todas bucólicas, con mujeres de rostros hermosos, tapados con velos semitransparentes, que dejaban exhibir unas ligeras sonrisas, mientras los hombres, tendidos sobre alfombras voladoras, intentaban cogerlas sin éxito alguno.


Y así se sintió él. La tenía sólo a un metro de distancia, pero un muro se había levantado entre ellos. Quería abrazarla pero no pudo, su mirada era demasiado segura para poder derrumbarlo.


—Te echaba de menos —le dijo él intentando conectar. Se agarraba las manos con fuerza, el calor del perdón y la vergüenza emanando de cada poro de su piel.


—¿Has conseguido algo? —es lo único que respondió María, con el rostro impasible, encerrada entre los recuerdos que prefería olvidar. Voces suaves, palabras cariñosas, inocencia tardía. Todo había sido una mentira.


Vadin sacó nerviosamente un sobre abultado de la chaqueta. En él estaba el documento de idoneidad que había conseguido en el registro de la provincia, gracias a los contactos de su padre. Por lo demás, sólo faltaba la conformidad de Marion, comprometiéndose a llevar a Fátima a sesiones de terapia en España, el tiempo que fuera necesario. Y, durante un año, sufrir visitas cada tres meses por parte de alguien del consulado, que revisaría que estaba cumpliendo todo el protocolo estimado.


—¡Qué sencillo resulta todo cuando se sabe a que puerta llamar! —María había cogido el sobre y le daba vueltas, intentando no mirar a Vadin a los ojos. Temiendo caer en ese hechizo primario que la nubló la primera vez que lo vio.


—Bueno, es normal. No conocéis este país. Sólo es burocracia y la he agilizado.


Vadin divisó un atisbo de ternura en su mirada y sintió que el muro era ahora menos alto, que quizás podía saltarlo.


—¿Qué te pasa María?, ¿por qué no quieres saber nada de mí?


Ésta alzó la vista, tenía los ojos vidriosos, pero no dejó escapar una lágrima.


—Lo sé todo, Vadin. Sé que estás casado. No me mientas porque no entiendo nada. Tanto amor y una mierda.


Vadin quedó petrificado. ¿Cómo lo había averiguado?, aunque ya no tenía importancia. Tarde o temprano tendría que contárselo.


—No es lo que imaginas. Aquí las costumbres son diferentes —echaba su cuerpo hacia delante, tratando de invadir el espacio vital de María, como si así fuera más convincente.


Ella respondía con firmeza, sin mover un músculo, aferrada al sobre que le había dado.


—¿Y qué soy yo, Vadin, un capricho? —María se sentía dolida, pero satisfecha por tenerlo cara a cara, por dar una salida a todo el dolor que sentía.


—Tu eres mi amor, ya te lo dije —ahora eran sus ojos los que se volvían vidriosos a causa de la rabia contenida. Rabia por no haber hecho mejor las cosas y por permitir que esa mujer se marchara de su lado sin hacer nada.


—Me divorciaré, no la quiero, es la verdad, créeme —añadió, intentando persuadirla.


María se levantó, se colocó tan cerca de su rostro que creyó lo iba a besar. Y así lo hizo, para después darle una sonora bofetada, que hizo que hasta el botones entrara a mirar.


—Eres un desgraciado. No me llames jamás.


Y se marchó, dejando a Vadin sumido en el más profundo de los abismos. Un pozo negro se cernía sobre él, como una alimaña mala que se lo llevaría a su nido para devorarlo en segundos. Todo su mundo se había hundido. Sí, tenía mujer, pero no la amaba. Estaba solo, porque ella se había convertido en el centro de su mundo, en su esperanza. Pensó que lo entendería. Una reportera de mundo como María, que sabía de costumbres arraigadas en otros países, de cómo modificaban las vidas de las personas. Pensó que ella sería diferente. Se equivocaba.


María subió por las escaleras, para dar rienda suelta a las lágrimas contenidas. ¿Qué se había creído?, ¿qué por ser una mujer occidental le iba a perdonar todo?, él había sido su ilusión, su esperanza, durante unos meses. Su mirada era noble y lo que sintió con él no lo había sentido con nadie. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano antes de entrar en la habitación.




—Ahora ya ha terminado todo —pensó.


Marion corrió hacia ella presa de un nerviosismo que tuvo que contener con dos tilas y un gin tonic, mezcla algo confusa pero necesaria. María se olvidó de todo lo vivido con Vadin, para disfrutar con su amiga por su alegría. Y en tan sólo dos horas ya tenían preparados los documentos, que llevaron personalmente al orfanato, del que salieron con la pequeña Fátima en brazos y con el visado que le permitiría entrar en España.


No hubo encuentro más dichoso, más feliz, que la de aquella mujer sola con esa niña traumatizada por un pasado no muy lejano. Eran dos piezas de un puzle de la vida que encajaron a la perfección. María lo sabía, lo supo desde el primer momento que tuvo a la niña en brazos. Sabía que su madre era Marion, no podía haber otra.


Y como ya no había más que hacer allí, porque entre todas habían corrido aventuras, desdichas, alegrías y celebraciones, decidieron salir al día siguiente.


Durante todo el viaje, Fernando no paró de jugar con Fátima, que se expresaba con pequeños gemidos y lo señalaba todo. En ningún momento tuvo que ponerle el oxígeno, pero Mercedes no se extrañó.


—Cuando llegue a Madrid, pido que le hagan una revisión. Estoy segura de que lo que nos pasó, de alguna manera, lo ha curado.


Las demás la miraron con complacencia, asintiendo y pensando que era mera casualidad, pero que su amiga necesitaba apoyo.


—Pues yo, pienso declararme a Ernesto. Tengo que sentar la cabeza —a nadie le extrañó la afirmación de Macarena. Aún con un gran corazón, todas sus frases sonaban interesadas, incluso las más románticas.


—Pues esto tenemos que celebrarlo —añadió María, intentado hacer de tripas corazón— , llamaremos a José Luis y quedaremos una tarde, todos juntos, como antes.


—Pues yo no me separo de Fátima, aún no—Marion todavía no sentía aplacado su deseo maternal.


—¡Uff, pues ya verás cuando crezca!, cuando llore por las noches, cuando te pida el primer móvil o quiera ropa de marca. Entonces sí que necesitaras desconectar y echarás de menos nuestras salidas.


La respuesta de Mercedes convenció a todas, que asintieron ante la ingenua mirada de Marion.


—Bueno, ya veremos —fue lo máximo que pudo decir. Después pensó en su relación abocada al fracaso; en las cuatro mujeres que se habían conocido fruto de casualidades. Todas tenían parejas o estaban casadas excepto Macarena, cabeza loca que iba de flor en flor, picoteando aquí y allá.


—Que curioso —añadió- ahora estamos todas sin pareja excepto la loca ésta —y señaló a Macarena que, con los ojos cerrados, hizo que no la oía. Que extraño era el mundo.


No tuvieron más remedio que reír, porque era irónico que la mayor de las infieles y menos enamoradiza, estuviera con el hombre más solícito que habían conocido. Hasta el punto, de querer al hijo que no era suyo.


En el aeropuerto, nadie, excepto José Luis y Rosi fueron a recibirlas. Con globos, carteles de bienvenida, y pequeños saltos y gritos que llamaron la atención enseguida. Ella, con minifalda tan floreada como un campo estival. Él, vestido de Emperatriz, como era de haber.


—Chicas, no me ha dado tiempo a cambiarme —fue su excusa—, es que no veáis la noche que llevo.


Allí se despidieron, cada una a su hogar, para enfrentarse a sus miedos, los que olvidaban cuando estaban juntas. María comenzó a urdir su viaje a EE.UU, aunque tendría que convencer a su madre, porque Celia se iría con ella. Mercedes necesitaba abrazar a sus otros hijos, decirles que el viaje había merecido la pena, que Fernando estaba bien, aunque la sombra del hospital se cerniera de nuevo sobre ellos. Macarena entraba por la puerta de su casa, abalanzándose sobre el hombre que la esperaba con los brazos abiertos. Y Marion, de la mano de Rosi, contemplaba como la mitad de su armario se había quedado vacío, como la mitad de su vida. Fátima correteaba por la habitación y se aferró a su mano, mirándola con aquella sonrisa tan especial.


—Pero ten tengo a ti —pensó. Aunque en el fondo el corazón le dolía tanto como si Carlos hubiera fallecido. Aunque para el caso era lo mismo.


—Mañana será otro día —sentenció Rosi con su eterna sabiduría.


Mientras, la lluvia comenzó a caer, aporreando los cristales y puertas, nublando la vista de la ciudad, dejando que los sueños rotos dieran paso a nuevas alegrías, como encender las chimeneas o sacar la ropa de abrigo. Era el final del otoño y principio del invierno. Porque una nueva estación era una nueva vida, según la madre de Rosi, fuente de conocimiento, a la que siempre aludía.


Y Vadin, sentado en su jardín, perfectamente organizado, tratando de evitar a la mujer que no amaba, se recomponía de su derrota, con un whisky en la mano, pensando que todavía había esperanza para su relación con María.






Continuará…

















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1 comentario:

Francisco Moroz dijo...

Descubro tu blog casi de casualidad, leo el relato y me hago seguidor...Todo en uno, y es que eres buena contadora de historias.