sábado, 28 de junio de 2014

HISTORIA DE CUATRO MUJERES


                                                          
      




                                         OTOÑO. 5ª PARTE.

María se arregló cuidadosamente, se probó la ropa de armario y se sorprendió de que le estuviera bien. Cinco meses de huidas en países extranjeros le habían servido para perder los kilos de más que había cogido en el embarazo. Celia descansaba plácidamente en la cama. Había dormido con ella. Al llegar la extrañó y era normal, después de tanto tiempo sin verla, quizás demasiado. Su madre dormía en la habitación contigua; le había costado la misma vida que se fuera con ella, pero después de saber que estaba superando un cáncer de mama, quería tenerla cerca. ¿Cómo no le había contado nada?, aunque mejor así, se hubiera vuelto loca por no estar con ella. ¡Gracias a Dios ya estaba mejor!. La operación y extirpación había salido muy bien. Ahora se recuperaba sin problemas.

Miró a la pequeña y se acordó de Fátima, ¿estaría bien cuidada?. Eso esperaba, había pagado a una de las trabajadoras para que le diera más cariño, que la tocara, abrazara cada vez que pudiera, es lo que necesitaba. En un mes estaría con sus nuevos padres, si todo salía bien, porque ahora lo dudaba. Había notado a Marion muy extraña cuando le comentó que tendrían que ir por ella y que tardaría un poco más, pero era normal, habían puesto demasiadas esperanzas.

Su cuerpo desnudo… delante del espejo, no lo podía creer, se le notaban las costillas. Hacía años que eso no le pasaba. Su piel estaba tostada a causa del sol, más bien quemada. Aquellos días cruzando el desierto le pasaban ahora factura.

Su cabello, negro, había crecido demasiado. Cogió las tijeras y lo cortó a ras de la nuca. Después se echó crema hidrante por todo su cuerpo, mientras recordaba las manos de Vadin acariciando su piel. Era extraño como lo echaba de menos, pero es que se había enamorado como una adolescente, no lo pudo evitar. Ahora estaba en Inglaterra y le había prometido que pronto viajaría a España. Gracias a él habían conseguido que el tiempo de espera fuera sólo de un mes, en caso contrario hubiera sido de un año. Marion se hubiera desesperado.

No había vuelto a hablar con ella desde entonces, sólo con Mercedes, que la necesitaba más. La enfermedad de su hijo le estaba minando el espíritu y le dolía ver su estado.

Después de mucho pensar, eligió un vestido para volver al periódico, azul , elegante, fresco. Los zapatos planos. Se había acostumbrado a ir cómoda y ahora no había forma de ponerse tacones.

-¡Que guapa estás, hija!

Su madre se encontraba despierta y la observaba con una taza de té en la mano. Estaba más delgada, pero el color había vuelto a sus mejillas. María se acercó y la besó.

-No sabes cuanto te he echado de menos, hija.

-Yo también, mamá. Y a Celia, me ha dolido perderme estos meses.

Su madre bebió tranquilamente y sonrió. Si había una cosa que la enfermedad le había enseñado era a tener paciencia.

-Pero por fin has vuelto, es lo importante.

Y ambas miraron a Celia, que seguía sin despertarse, con los brazos abiertos.

-¡Qué bonita es!

Se iba a acercar para cogerla pero su madre la paró.

-Ni se te ocurra, tú te vas y va a llorar. Déjala que descanse.

-Es verdad, pero es que he estado tanto tiempo sin verla que sólo tengo ganas de achucharla.

Ambas rieron en silencio, para no despertarla. María intentaba ordenar sus documentos, todos revueltos a causa del caos del viaje y todo lo vivido.  Tenía el artículo casi elaborado, sólo le faltaban algunos matices. Hoy se lo presentaría a Valentín.

Le llegó un olor dulce, inconfundible.

-¿Qué es eso?¿no me digas que has hecho magdalenas?

Y corrió para llegar a la cocina, presa de la emoción por comer los dulces de su madre. Su madre la siguió.

-Pero hija, que ilusa eres, ¿cómo crees que he podido hacerlas en tan poco tiempo?

Pero sí, allí estaban enfriándose en la encimera. Dio un grito de alegría y cogió una, para soltarla enseguida, aún quemaban.

-Mira, te la envuelvo y la llevas, te la podrás comer por el camino.

De nuevo en su viejo coche, se sintió bien y extraña al mismo tiempo. Era feliz. En el periódico tardó quince minutos en llegar al despacho de Valentín. Recibía abrazos a cada paso que daba.

“¡Qué bien te veo!” o “¡estábamos deseando verte!”, eran los comentarios más habituales. Otros más mordaces, como “¡qué delgada estás!”o “cuanto tiempo sin ver a tu hija, ¿te ha reconocido?”. Y es que la envidia era así. María la aceptaba con agrado, porque en ella había admiración.

Valentín, en su despacho, le dio el último abrazo que recibiría aquel día en la oficina. Se perdió en sus brazos, grandes y robustos.

-Nos has tenido muy preocupados.

Después observó su cabello mal cortado a ras de la nuca.

-¿Qué te has hecho, muchacha?..parece que te hubiera recorrido la cabeza un tractor.

Ella se tocó el cuello, lo sentía fresco y limpio.

-Es lo que buscaba, me lo corté yo misma.

Valentín se sentó en el sillón y ella hizo lo mismo. Desde donde estaban podían divisar el Palacio Real y los Jardines, repletos de visitantes.

-Bueno, he leído lo que me enviaste, pero supongo que ahora me traes el reportaje completo.

-Sí, aquí tienes-y le sacó un pendrive.

Él lo sostuvo en las manos durante unos segundos, pensativo. María lo observaba en silencio, respetando ese espacio que sabía que su jefe necesitaba.

-Necesito un favor-le dijo.

Él seguía sin mirarla, absorto en sus pensamientos.

-Respecto a Bushra, le prometí que la ayudaría.

Valentín suspiró.

-¿Cómo le prometiste eso?, ¿cómo pretendes ayudarla?

María se levantó y comenzó a caminar, el vestido azul le bailaba entre las piernas demasiadas delgadas, ¿dónde estaban sus curvas?.

-Por eso te lo digo. Sé que la ODESI* trabaja en Pakistán, están muy unidos al Gobernador de Baluchistan. El secretario es amigo de él, o, por lo menos, puede influirle.

-No, no lo creas. No todo es lo que parece.

María se impacientaba.

-¿Cómo que no?. Allí no se habla de otra cosa. Incluso se le ha visto en las fiestas privadas del Gobernador. Sé que es de origen hindú y quizás eso influya, no me importa. Sólo quiero que hables con él.

Valentín hizo una mueca de incredulidad.

-¿Yo?, ¿cómo pretendes que me haga caso?

Ella se sentó en el borde de la mesa y lo miró con severidad. Tantos años, ya no podía ocultarle nada.

-Tú vas a jugar al tenis con él, desde hace años. Lo sé.

-Bueno, ¿y qué?. Sólo lo conozco del club, nunca hablamos de negocios.

-Sí, pero ahora ha llegado el momento. Ahora tienes que conseguir que abran las fronteras para Bushra y su equipo.

Él rió a carcajadas.

-No me lo puedo creer, lo que me estás pidiendo. No me hará caso. Es poco menos que imposible.

Ella se levantó y se acercó a él, poniendo su rostro tan cerca como pudo.

-Lo que parece imposible es que las mujeres mueran cada día como si de una epidemia se tratara, niñas, mayores, casadas, da igual. El hombre las trata como ganado. Y los que no, ni siquiera están bien mirados.

Después atravesó su mirada. La ira acumulada salía en forma de rayos x con los que podía romper cualquier muro.

-Tienes en tus manos el premio al mejor reportaje de investigación, lo sabes. He tenido un fusil apuntando a mi cabeza, he cruzado un desierto con una niña en brazos. Me lo debes.

Él apartó la mirada, quizás avergonzado. Se rascó la nariz y se incorporó, haciendo que ella se apartara.

-Está bien. Lo intentaré, pero no prometo nada.

Ella no dio saltos de alegría. En otra época, antes de este viaje, lo hubiera hecho. Ahora no, había envejecido espiritualmente. Era su obligación, si había algo que pudiera hacer, debía hacerlo y punto.

-Gracias.-Se limitó a decir.

-No eres la misma-le dijo Valentín antes de que ella se marchara.

Y sí, no era la misma, ¿cómo serlo?. Hay vivencias que olvidas, otras las recuerdas para siempre aunque no supongan nada en tu vida, y otras te cambian por completo.

-Ahora tengo que ir al hospital, tengo que ver a Mercedes-pensó.

Cogió de nuevo el coche, puso música de Birdy para animarse o para inspirarse, quien sabe. Era media hora de camino y no quería pensar. Tenía un wasap de su madre diciendo que Celia estaba bien y otro de Macarena, a la que sólo conocía de oídas, pero que le decía que debía ir al Hospital Doce de Octubre, que era urgente.

¿Cómo tenía su número?, ¿qué habría pasado?. Llamó a Mercedes pero ésta no contestaba, también a Marion, saltó el contestador.

Giró en el primer cambio de sentido que vio y se dirigió al Doce de Octubre. La música le impidió pensar y, mejor así, porque la imaginación se le desbordaba en momentos de estrés. Nada tan malo para un periodista como no saber la verdad, dejarla con la incógnita. No podía ser nada bueno, sino esa mujer no la hubiera llamado… pero ¿que sería?

Mientras aparcaba en las afueras el teléfono sonó.

-¿Si?

-¿María?

-Sí, soy yo.

-Soy Macarena, no sé si tus amigas te habrán hablado de mí-su voz sonaba contenida, se oían sirenas y gritos.

María ya estaba bajando del coche. Habían comenzado a sudarle las manos.

-Estoy en el Hospital, ¿qué ha pasado?

De nuevo esa voz que parecía estar reprimiendo emociones dolorosas.

-Ven a la entrada, salgo a buscarte.

Y colgó. Ella corrió hacia el gran salón de la entrada, se paró en seco en mitad de él, no sabía a quien buscaba. Alguien la tocó en el hombro y se sobresaltó. Allí estaba Macarena, joven, guapa, morena, con los ojos llenos de lágrimas y la pintura corrida formándole profundas ojeras.

-Lo siento, María. Es Marion, la han encontrado esta mañana.

No la dejó terminar.

-¿Qué quieres decir?

-Se ha cortado las venas.

Creyó que iba a desmayarse, pero no lo hizo. Creyó que lloraría, pero no lo hizo. Sólo corrió hacía urgencias, pasó de largo a Mercedes y Carlos, el marido de Marion, que se abrazaban mutuamente. Corrió hasta abrir la puerta y encontrar el cuerpo de su amiga tendido sobre una camilla, rodeado de luces azules que le hacían parecer más pálido aún. Le estaban haciendo transfusiones y tenía respiración asistida. Miró al médico, que no hizo nada por retenerla. Le preguntó sin emitir sonido alguno. Había aprendido a hablar con sus ojos, en el desierto, cuando abrir la boca en situaciones difíciles era algo sólo de hombres, las mujeres aprendieron a comunicarse con la mirada.

-Ha perdido mucha sangre, el cerebro ha estado sin oxígeno diez minutos. Ahora está estable pero no sabemos que daños cerebrales puede tener hasta que no despierte…si despierta. Puede quedarse, toda la compañía y estimulación que le den le vendrá bien.

Después le tocó el brazo en señal de condolencia y salió, dejándolas solas.

Entonces se echó sobre el cuerpo de su amiga y lloró. Lloró por ella y también por todo lo vivido. Lloró todo lo que no había hecho en su largo viaje. Lloró por las personas que había dejado en el camino y sobre las que había influido.

Carlos entró en la habitación y se sentó con ella, al otro lado de la cama. Tenía la mirada más triste que jamás había visto, era una mirada de derrota, lejana.

-Tenía tanta ilusión con esa niña-dijo.

-No lo entiendo-María lo miró-¿por qué lo ha hecho?

Él agachó la cabeza.

-Quizás ha sido mi culpa. Nos quedamos sin dinero, lo perdí todo excepto la casa. No tenemos ahorros siquiera para el viaje a la India. Tu llamada la desesperó.

María no podía creerlo, era ella, si no la hubiera conocido, si el destino no las hubiera unido, quizás ahora estaría viva.

-Tienes que despertar, ¿me oyes?. No te quedarás así-la zarandeó por los brazos, Macarena y Mercedes habían entrado en la habitación y trataban de sujetarla. Su marido, en cambio, la dejaba hacer.

-¿Qué haces?, tranquilízate, por favor.

Pero ella no podía tranquilizarse, no podría tener paz hasta que despertara. Así que siguió sujetándola con firmeza. Macarena retiró a Mercedes y le dijo que la dejara, que era un vínculo entre María y Marion, que no debían entrometerse.

-Tienes que despertarte, ¿me oyes?. No me puedes hacer esto, no puedes hacerlo. Fátima te necesita, Fátima te necesita. Por favor…..

Y aflojó sus brazos agotados de tanta tensión, derrumbándose de nuevo sobre la cama. Lloraba en silencio mientras sujetaba la mano, ahora con suavidad, de su amiga. Mercedes y Macarena observaban también abrazadas, tan patética escena. Lo que no sabían era que Marion estaba allí, como siempre que la habían necesitado y, que esa palabra precisamente, “necesitar”, la había hecho reaccionar. Ya no quería estar en el limbo donde se encontraba. Sabía que sentiría dolor al volver, sabía que debía ir a su lado, que Fátima la necesitaba.

-Vuelve, por favor-le decía con su vocecita de niña.

Abrió los ojos y gritó, porque el incorporarse de nuevo a la vida era traumático. Las máquinas pitaron de forma horrible y la habitación se llenó de personas con batas blancas que actuaban sobre su cuerpo. Marion aún estaba ajena a lo que había sucedido.

Las tres amigas se abrazaron, llorando y riendo al mismo tiempo.

-Sólo puede quedarse su marido.

Carlos las miró como excusándose. Sabía que ellas merecían estar ahí más que él.

Salieron al pasillo y se sentaron en los bancos de la sala de espera.

-No me puedo creer lo que ha hecho.

Macarena sí que podía creerlo.

-A mí me lo contó todo-dijo-ayer. Me dijo lo del dinero y que lo de la adopción no saldría bien.

Mercedes estaba ausente, ahora debía marcharse con su niño.

-Yo me tengo que ir, Fernando me espera.

María se levantó y le dio un beso.

-Ánimo, Mercedes, mañana voy a verlo. Se pondrá mejor, ya lo verás.

Ella se alejó con un poco más de esperanza, porque si había milagros para los demás, también tenían que haberlos para su hijo.

María y Macarena se quedaron allí, compartiendo un café y contando anécdotas de la buena de Marion, de cómo se conocieron, de la infidelidad que llevo a Maca hasta Mercedes, de cómo habían reído y bebido en nombre de María, mientras estaba fuera.

Y la noche se echó sin que se dieran cuenta, en un cielo azul casi transparente, dónde se podían ver tantas estrellas que parecían farolillos. Carlos dormía al lado de una Marion que se había perdonado y María reía con las ocurrencias de una nueva amiga.

-Ahora somos cuatro.

-Sí, respondió Maca. Cuatro amigas  con menudas historias..-e hizo un ademán con la mano que la hizo sonreír.

-Historias de cuatro mujeres-añadió María.

Y se quedaron allí durante una hora más, viendo como las estrellas fugaces caían sobre la ciudad. Después de todo, era la noche de San Juan.

 
*(Organización de Empresarios de la Siderurgia)
 

 



miércoles, 25 de junio de 2014

José Luis

                                                                          



                                                                      JOSÉ LUIS

José Luis era un chico de provincias, por así decirlo. Marchó muy pronto a la capital, anhelando algo que todavía no había encontrado. Tenía una gran mata de cabello rojizo y pecas por todo el cuerpo.

-Tienes dedos de pianista-le habían dicho muchas veces.

Y es verdad que durante un tiempo fue al conservatorio del pueblo, que posteriormente fue cerrado por falta de alumnos. Fue su pasión durante unos años, después estudió contabilidad, que tenía más salidas, según su madre. Así terminó en la Delegación de Hacienda del distrito de Chamartín. Llevaba unas gafas de pasta que no le hacían gracia, pero las lentillas no las aguantaba. Los ojos le lloraban y se le irritaban. Había, incluso, ido a un asesor personal, gastándose los ahorros de todo un año, pero sólo consiguió cambiar el corte de pelo y pasar de las camisas a cuadros a las camisetas estampadas.

Cuando se miraba al espejo, sabía que ese no era él. Su verdadero yo llegaba por la noche, cuando se despojaba de todo para convertirse en la bella Lola. Porque José Luis tenía dos vidas o cuatro, cinco, siete. Las que se le antojara.

José Luis por el día pegaba sellos, enviaba mails, hacía fotocopias. Por la noche era Lola, Matilde la tiesa, la Emperatriz Rusa, o cualquier personaje que él quisiera.

La música de los 80 y 90 era su preferida. En ella se inspiraban sus personajes, grandiosos, coloridos, a veces esperpénticos.

Le había costado poco más de un mes encontrar las discos o pub que pudieran aceptarle tal como es, donde podía bailar y cantar por unos pocos euros y algunos cócteles.

Aquel día de finales de Marzo, con atisbos de lo que supondría una primavera calurosa, se dirigió al “ Menuda Fiesta”, el último local que lo había contratado, entre el Hospital Provincial y la M30. Eran sólo las nueve, pero los oficinistas llegarían pronto, para tomar la copa de la última hora de la tarde.

Cuando llegó, el camarero nuevo le sirvió el primer cóctel, verde marina, así lo llamaba. Ron, ginebra y zumo de manzana. Se dirigió al improvisado camerino. En la parte de atrás, en la habitación dónde guardaban las cajas de cerveza y restos de sillas viejas, había puesto un espejo que encontró en el rastrillo. Estaba picado pero le servía. Un flexo hacía el resto. Sobre la mejor silla que encontró, colocó un pañuelo colorido. Así era su camerino, fabuloso en su mente, brillante y glamuroso, porque José Luis se había rodeado de un aura mágica que encendía todas las noches.

Ese día sería una reina. Para ello se vistió con el maillot dorado y falda voluminosa. La peluca blanca, el maquillaje de purpurina y los pendientes en cascada hicieron el resto. Por último, los zapatos de altura imposible de charol negro, pero que él dominaba a la perfección.

Se miró al espejo y se besó. Era fabulosa, fantástica. José Luis se quedó atrás, dejándola hacer. Ahora era ella, la fabulosa Emperatriz.

Eran las diez y el local ya estaba abarrotado. Las cortinas se abrieron y todos aplaudieron. El disco comenzó a sonar y ella a cantar. Movía la garganta y cantaba de verás, porque tenía buena voz, aunque nadie la escuchara de verdad. El disco original era más creíble.

Bailó con los hombres enchaquetados de miradas vidriosas, con las chicas desinhibidas, con los adolescentes que reían avergonzados. El encargado reía también, porque José Luis en verdad que era especial. Transmitía algo imposible de describir, una energía tan positiva y alegre que contagiaba a cualquiera que estuviera con él cuando no era él.

Porque cuando volvía a su otro yo, al de los días en la oficina y gafas de pasta, su mirada se volvía triste, soñadora quizás. En el fondo le gustaría ser ellas todo el tiempo. Quería sentir sus curvas también por la mañana. Maquillarse antes de tomar el primer café, ponerse faldas y contonearse. Pero por el momento, tenía que conformarse con hacerlo sólo por las noches.

Sin embargo, aquella noche sería especial. Aquella noche fue cuando las conoció. Eran ya más de las doce, su actuación había terminado y tomaba la última copa sentada en la barra. En el rincón derecho, tres mujeres hablaban. Eran algo escandalosas y estaban chisposas, como se decía por su pueblo.

La más alta, morena de pelo corto, de tez oscura, demasiado delgada para su gusto, se levantó como presa de un estallido de emoción y comenzó a bailar encima de la mesa, intentado mantener un mal equilibrio.

Emperatriz miró al camarero, que se encogió de hombros, estaba demasiado cansado para hacer nada. El encargado había salido y el local debía cerrar en unos minutos. El resto de clientes se fueron marchando. Pero aquellas mujeres parecían no querer hacerlo.

-Vienen por aquí algunas noches-le dijo Antoñito mientras reponía la cámara.-Beben, ríen, a veces se desmadran. A mí me parecen marujas desencantadas.

Emperatriz se sobresaltó con tal comentario, ¿cómo se atrevía a llamarlas así?. Y no porque el término “maruja” fuera despectivo, sino por el tonillo a sabelotodo machista que no soportaba.

-Pues a mí me parecen mujeres divirtiéndose, divinas. Se lo merecen igual que cualquier otra. ¿O sólo pueden divertirse los de veinte años?

Antoñito se encogió de hombros y negó con la cabeza, como si su palabra, también de maruja, no valiera ni un céntimo.

Se dirigió entonces decidida hacía el disc jockey, que quería cerrar el chiringuito. No se lo permitió.

-Ponme “Lollipop”, por favor.

-Bueno, porque eres tú, sino…

La canción comenzó a sonar y Emperatriz se dirigió decidida hacia las tres mujeres.

-Bueno, chicas, ¿qué tal?¿os apetece el último baile?

La miraron estupefactas, como si no entendieran la pregunta. Ella se agachó a su altura, los tacones de charol la estaba matando pero no se iría de allí sin demostrarle algo al energúmeno de Antoñito.

-Escuchad, le dijo casi en susurro. Aquel de allí-y señaló la barra-supone que a partir de cierta edad somos unas carcas que no sabemos divertirnos. Chicas, sólo tenemos que darle una lección.

Las tres se miraron, no hablaron pero se entendieron. Enseguida se incorporaron.

-¿Por qué no?, vamos, demostremos de lo que somos capaces-era la más bajita, de ancha caderas y cara de muñequita de porcelana.

Emperatriz las llevó a la pista, saltando, contoneándose, sintiéndose grande y pequeña a su lado. Rieron, cantaron, se movieron como si tuvieran quince años. Quizás mañana necesitaran un fisio, pero esa noche serían el trío con más marcha de Madrid.

Antoñito no tuvo más remedio que reír. Saltó por encima de la barra y comenzó a moverse también, al ritmo de ellas. Terminaron con una segunda canción, después con una tercera. Así hasta que el encargado volvió y dio por concluido el día.

-Es la mejor noche que hemos pasado en mucho tiempo. Por cierto, me llamo Macarena-y le tendió la mano a aquella hermosa criatura de piel pecosa y sonrisa pícara.

-Estas son mis amigas, Marion y Mercedes-las dos la saludaron con sonoros besos en las mejillas.

-Eres estupenda, ¿sabes?. Venimos mucho al pub y no te habíamos visto por aquí.

Emperatriz se dejó caer en el sillón más cercano y se quitó los zapatos.

-Eso es porque acabo de empezar. ¡Dios bendito!, los pies me matan.

Las tres rieron, sin atreverse a marcharse, llevadas por la energía que rodeaba a aquella persona y que las tenía hipnotizadas.

Se sentaron al lado de ella.

-Ya son las dos y media, creo que debería irme-dijo Marion.

Mercedes ladeó la boca intentando emitir sonido pero no lo consiguió.

-No seas aburrida, mujer…todo puede esperar—dijo al fin.

Marion se volvió  a sentar. Era verdad que su marido la estaría esperando, pero podía esperar un poco más.

-Estoy harta del trabajo, de las responsabilidades, de los hombres…

Las cuatro se miraron y rieron a carcajadas.

-Bueno, ¡ojalá tuviera un hombre para mí!-añadió Emperatriz suspirando.

-Pues me extraña, con ese cuerpazo y esa mente...

Sí, eso no lo negaba, cuando era ella tenía un cuerpazo, cuando era él sólo era un ser anodino. Se dirigió al camerino resoplando, pero no de cansancio, sino de diva satisfecha que había hecho bien su trabajo. La limpiadora había llegado y ya se encontraba apartando las mesas y sillas para fregar. Ellas siguieron a Emperatriz, que ni se inmutó. De hecho, le agradaba tener compañía a esas horas.

-¡Menuda pocilga te han dado chica!-exclamó Macarena.

Ella se sentó en su silla rosa y comenzó a deshacer lo que tanto trabajo le había costado.

-Pues es lo que hay, por lo menos aquí tengo esto, en otros tengo que utilizar el lavabo.

Marion bajó una de las sillas apiladas y se sentó. Ese día no era demasiado bueno para ella, las cicatrices de la operación le tiraban demasiado.

Mientras José Luis aparecía debajo del maquillaje, ellas lo contemplaban fumando un cigarrillo. Él se dejaba admirar y se recreaba con ello. Observó a las dos mujeres, tan diferentes, a través del espejo.

-Y vosotras, ¿no tenéis prisa como la otra?-y señaló a  Marion.

Macarena se dirigió a ella, ni siquiera se había percatado de que se encontraba mal.

-Te podría dar algo, siempre llevo, pero después de beber no me atrevo, si quieres podemos ir a tomar una infusión o algo así. Se agachó para poder verle mejor los ojos..¿te encuentras muy mal?

Marion asintió.

-Pues no se hable más, tomaremos algo en la primera cafetería que encontremos abierta.

-Pues no sé donde puede haber una, a estas horas.

Ya estaba, Mercedes la escéptica.

José Luis, vestido con su camisa y vaqueros viejos se colocó las gafas de pasta.

-Yo sé de una que está las 24 h, si me dejáis ir con vosotras-su mirada había cambiado.-No quiero volver tan pronto a casa.

Y terminaron las cuatro en Gran Vía, tomando un café con azucarillos y canela, mientras se confiaban sus respectivas historias. Porque a partir de entonces José Luis no sería él, para ellas sería siempre Emperatriz, grandiosa, alegre y divina.

Las farolas habían comenzado a apagarse cuando se despidieron prometiéndose contar con ella en alguna que otra salida. A partir de entonces, José Luis sueña con una realidad que algún día hará
posible. Aquellas mujeres, con sus alegrías y desdichas, con su amistad a pesar de las diferencias, le habían enseñado que podría conseguirlo.

-Pues las operaciones de cambio de sexo son cada vez más frecuentes-le había dicho Macarena.

Cuando a las nueve apareció por la oficina, su sonrisa evidenciaba que el cambio que tanto había deseado, estaba a la vuelta de la esquina. No había conocido a aquellas mujeres por casualidad, si se encontró con ellas en aquel preciso momento, tenía que tener algún sentido. Ya no estaba solo, ahora tenía a amigas con quien hablar siendo ella misma.

Miró el reloj, aun no era hora de desayunar, las fotocopias le esperaban en la mesa perfectamente ordenada, donde tan sólo se había limitado a poner una foto de su abuela. Observó por la ventana, como las tiendas levantaban los cerrojos y la calle era invadida por el bullicio de siempre, e imaginó que estarían haciendo en ese momento sus nuevas compañeras.

Ellas, a algunos kilómetros, también pensaban en su nueva amiga. Mercedes discutía con el tráfico mientras llevaba a sus hijos al colegio; Macarena dormía, no tenía guardia hasta la noche y Marion, pobre Marion, lloraba tendida en la cama por un dolor que no terminaba de irse. Se durmió como una niña, con las mejillas mojadas y suspirando, mientras Carlos la observaba en silencio.
José Luis - (c) - Elisa María Campos Aguilar