martes, 27 de mayo de 2014

HISTORIA DE CUATRO MUJERES


“A veces, las palabras no bastan para definir un sentimiento, ni las miradas, ni los abrazos o la ausencia de ellos. A veces, un sentimiento es tan profundo que ahoga cualquier medio de expresión.”

 
PRIMAVERA. 4ª PARTE.

El viaje sería largo, la estancia corta. Cogió galletas para el camino y varias pruebas de embarazo de la farmacia. Ernesto la despidió con un beso y ella le dio la llaves de la casa para que sacara a Yacky. Ese hombre se estaba ganando un hueco en su hermético corazón. Llamó a Mercedes y le explicó que se marchaba, después a Marion, a la que sintió lejana y triste.

-¿Te pasa algo?-le preguntó.

Marion tenía la voz contenida, de lágrimas y emociones.

-Sí y me gustaría hablar con alguien.

Macarena suspiró, le esperaban 500 km de viaje por carretera y le vendría bien ir distraída. Puso el manos libres y encendió el motor.

-Estoy preparada, me espera mucho viaje, cuéntame lo que quieras.

Y Marion rompió a llorar. Balbuceó algo que Macarena no entendió, entre tanto sollozo.

-¿Qué dices?

-Que mi vida es una mentira, Maca.

-¿A qué te refieres?

Marion comenzó ahora a reír, por un momento pensó que se estaba volviendo loca.

-No puedo, no puedo adoptar y no sé lo que hacer.

Macarena circulaba por Castilla-La Mancha, en su volkswagen rojo. Sentía la brisa cálida del final de la primavera entrando por la ventana. Los campos estaban secos, ese año no había llovido demasiado.

-¿A qué te refieres?, si estaba todo bien.

-Pero ahora tendré que esperar un mes, ir a la India a recogerla, está en un orfanato.

-¿No la iba a traer María?

-No, ahora no. No sé, parece que las autoridades lo han pensado mejor. Seguiré el proceso normal, pero no puedo, no puedo Maca…

Y de nuevo sollozos. Se podía sentir el corazón latiendo desbocado a través del teléfono.

-Por favor, Marion, me estás poniendo nerviosa, ¡dime de una vez lo que te pasa!

Silencios, el ruido de los camiones al pasar, el zumbido irregular del viento.

-Mira-dijo Maca-tranquilízate y me llamas más tarde si quieres.

-Más tarde será tarde.

No sabía lo que quería decir, pero prefería no saberlo, no sonaba bien.

-No tengo dinero, ni recursos, mi vida es una ruina. Mi matrimonio es también una ruina.

Macarena pensó en Carlos, hacían la pareja perfecta, quizás demasiado.

-Pero Carlos te adora.

Sentía la ira de Marion a través del teléfono.

-¡No se trata de eso!...no tengo dinero para el viaje, es muy caro. No podré adoptar a Fátima, ¿cómo voy a decirle a María todo esto?, después de lo que ha hecho por mí.

-Lo siento. No pensaba en que os fuera tan mal. Quizás os pueda echar una mano. No sé…-titubeó, no sabía que decir ni como podría ayudarla.

Siempre le había parecido una mujer casi perfecta, en sus modales, en la organización de su vida, de su casa, de su matrimonio. Y ahora resultaba que no era así.

-Tu no puedes hacer que mi vida vaya mejor, Maca. Siempre me ha gustado vivir bien y lo he estropeado todo. He discutido con Carlos y se ha ido. No lo veo desde hace cuatro días.

-Ten paciencia, volverá.-lo creía verdaderamente así, sabía que la quería demasiado.

-No lo sé. Ahora estoy tan enfadada…nos metimos en negocios que no salieron bien, siempre quería lo mismo, ganar y ganar. Yo me dejé llevar pero sabía que no saldrían bien…es un iluso lleno de fantasía y yo la he alimentado…¡es que tengo tanta rabia!.

Macarena estaba comenzando a preocuparse. Llevaba dos horas de camino y seguía hablando sin parar, pasando de la risa al llanto, de la rabia a la compasión. Sabía que algo no iba bien en la mente de su amiga. Algo se estaba rompiendo, pero ella no podía volver para ayudarla.

-Marion, ahora no puedo seguir hablando. Voy a casa a ver a mi padre…bueno, ya te contaré. Te llamo cuando llegue y esté más tranquila.

Sintió un suspiro.

-Está bien. He sido demasiado pesada. No te preocupes, pero llama, por favor, te necesito.

-No me olvidaré, un beso y ánimo, verás como todo se soluciona.

Colgó y bebió agua. Escuchar a su amiga la había dejado derrotada. Paró en Despeñaperros, para tomar café y observar el paisaje montañoso y colorido que llevaba años sin ver.

Sentía una nostalgia extraña ¿o era el estómago revuelto?. Seguramente las dos cosas. En cuanto cruzó la frontera a Andalucía y el sistema montañoso quedó atrás, los grados subieron de golpe y comenzó a sudar. Miró el reloj, eran las doce y estaban a treinta grados.

El resto del camino lo pasó sin pensar. Bastante tendría cuando viera a su padre, ¿cómo estaría?. Deseó que hubiera fallecido antes de que ella llegara, así no tendría que hablar con él. Después se arrepintió.

-No le debes desear la muerte a nadie-le había dicho siempre su madre.

Ella era una niña orgullosa y, a veces, no aceptaba bien las derrotas. Pero nunca lo dijo en serio. Era una vía de escape y su madre lo sabía.

La carretera hacia el pueblo seguía igual; los mismos árboles a los lados, los troncos secos en la cuneta, el letrero despintado con los números de habitantes. Supuso que ahora habría menos.

-¡Vaya paparrochá!-dijo su abuelo cuando el alcalde decidió ponerlo.

Le reprochó que eso sólo pasaba en América.

-Aquí no se pone el nº de habitantes. Es una tontería.

Pero don Aquino lo puso. Había pasado dos años en un pueblo de Arkansas y eso le gustó. Para él era como controlar la cantidad de personas que iban a venían. Desde que murió se quedó en lo último que anotó: 1008.

Desde entonces ya nadie reparaba en él, ni escribía o cambiaba las cantidades. Con tanta inmigración, ida y venidas de familiares a causa de la crisis, sería una tarea de locos.

Fue por la calle principal, ahora llena de tiendas y supermercados. Cuando ella vivió allí, sólo había un cine. Pisos de tres o cuatro plantas dominaban la corta avenida. Era como una ciudad en pequeñito. Intentó fijarse en los rostros de las personas que paseaban, pero no reconocía a nadie. De todas formas, ella era muy mal fisionomista.

Salió por el camino de la estación y se dirigió a la última casa, de una hilera, que había al lado de un lago artificial. Parecían que los años no hubieran pasado. Todo seguía en su sitio. La casona, blanca e impoluta, los portones de madera antigua barnizados. El jardín meticulosamente cuidado. En ese momento sintió unas ganas enormes de vomitar pero se contuvo. Debía aguantar. Aparcó al otro lado de la carretera, quería andar un poco antes de decidirse a entrar. Tenía que asimilar todos los recuerdos que dejó atrás.

Sintió el calor y la suave brisa en su rostro. Se relajó. No sabía lo que diría ni como reaccionaría al verlo, pero prefería improvisar.

Se dirigió al gran portón de pomos dorados y llamó. Ella sintió como el eco de sus puños viajaba por la casa hasta llegar a la cocina. Podía ver el salón de losas hidráulicas verdes, limpio e impoluto, fresco, solitario. Podía ver el dormitorio donde durmió su abuelo durante años, en el piso de abajo, ahora vacío. Podía ver como una mujer arrastraba sus pies con dificultad por el pasillo para recibirla. Pensó en Mariana, ¿seguiría trabajando allí?.

-Bueno, Macarena, ¡qué alegría que hayas venido!

No era Mariana, sino su tía Emilia. Tantos años sin verla y estaba igual. Llevaba el pelo recogido en un moño alto. Lo tenía canoso. La piel, sin embargo, estaba tirante y sonrosada. Supuso que debido a las operaciones de cirugía estética. Su cuerpo era ancho y fuerte, pero con buenas formas. Aquella mujer de sesenta años había sabido cuidarse. Llevaba puesto un delantal y unas zapatillas viejas. La abrazó.

-Vamos- le dijo-no te quedes ahí inmóvil y pasa.

Y ella obedeció. En ese momento se vio correteando por aquella casa, en el pasado. Sintió las risas de su madre mientras la perseguía, el olor a cocido que venía de la cocina y el canto de los grillos en las noches de verano. Sintió paz y pensó que su madre seguía todavía allí. En todos los recuerdos bellos siempre había estado presente ella, pero nunca su padre. Éste sólo era un personaje extraño y ajeno, huraño y amargado, que pasaba por allí de vez en cuando.

Su tía la llevó a la cocina y la sentó en una silla, era de formica y hierro. Estaba vieja y oxidada. El resto de los muebles seguían igual, como si el tiempo no hubiera pasado por ellos.

-No debería haber venido, tía. No me hablo con él desde que me fui.

Su tía removía con agilidad un puchero que había puesto al fuego. Olía de maravilla y tenía hambre.

-Sí, lo sé, hija, yo tampoco he hablado mucho con él durante años. Pero está muy enfermo y pidió que viniéramos. Es su última voluntad y que le vamos a hacer.

Le sirvió un plato.

-Anda come, que se ve que tienes hambre.

Ella comió despacio, temiendo sentir náuseas de nuevo. Su tía se sentó a su lado.

-No está aquí, ¿sabes?. Está en el hospital del Sagrado Corazón.

Macarena soltó la cuchara.

-Pero tía, ¿en Sevilla?. Me lo podrías haber dicho y me hubiera ido directamente allí. Esto me trae muchos recuerdos.

-No, no es eso. Esta tarde lo traerá una ambulancia, ha pedido pasar los últimos días en esta casa.

Ella suspiró. Hubiera deseado que fuera en un Hospital, así sería la despedida breve y sin emociones.

-En una hora ya estará aquí, tu habitación es la de siempre. Él no la ha tocado. Todo sigue igual.

Macarena cogió su maleta y fue a la parte de arriba de la casa. La última habitación del pasillo era la suya; la primera, la de sus padres. Se asomó, quería saber si seguía igual. No estaba como la recordaba. Habían puesto una cama articulada y había una pequeña vitrina con medicinas y utensilios de enfermería. Se la habían preparado.

Cuando fue a su habitación y la abrió, el sol inundaba toda la estancia. Allí estaban sus poster y fotografías. Allí estaban sus muñecos, que tanto le gustó abrazar, y sus libros infantiles. Allí estaba toda su vida hasta los 18 años, como si no hubiera pasado el tiempo. Quince años no habían sido suficiente, había vuelto al pasado.

Fue al cuarto de baño y se dio una ducha fría. Los pies le ardían. Después vomitó la sopa. Ahora no podía esperar, debía hacerse el test. Lo sacó de la bolsa de aseo e hizo pis en él. Esperó, sentada en el suelo, a que diera el resultado positivo que ya sabía.

-Está bien-se dijo-ahora esto. Mi vida es una locura y no la de Marion.

Pensó en ella. Su amiga estaba verdaderamente mal, debía llamarla, pero no ahora. Tenía que centrarse para no dejarse llevar por la ira cuando viera a su padre.

Se tendió en la cama y se quedó dormida. En sus sueños volvió a aparecer el hombre mayor de barba blanca que le sonreía sin parar.

-Abre los ojos, mira más allá-le decía.

Y ella los abrió. El ruido de un motor la despertó. Era su padre, acompañado de una enfermera, que ya volvía a casa. Observó, a través de la ventana, como bajaban la camilla. Sintió como la subían y como su tía daba las órdenes oportunas. Después salió y bajó a la cocina. La ambulancia ya se había ido. Su tía Emilia la esperaba.

-¿Ya te has levantado?. Tu padre está aquí, ¿quieres que subamos?

Macarena sentía de nuevo náuseas. Era un revoltijo de emociones y sensaciones.

-Antes deja que me tome una infusión. Me va a costar mucho trabajo…

Y antes de que pudiera decir nada más, tenía una tila sobre la mesa. Su tía parecía conocer cada sentimiento, anticiparse a cada paso que daba.

-Yo estoy igual, hija. Me he tenido que tomar muchas. Llevo dos semanas cuidándolo y ha sido muy duro.

Ambas sonrieron y bebieron. Después subió las escaleras dispuesta a enfrentarse al pasado.

En cuanto entró en la habitación, supo que su padre ya no estaba allí. Un hombre delgado, decrépito, sin pelo y sin vello, con profundas ojeras, la observaba tendido. Los ojos estaban vidriosos y la enfermera le estaba poniendo medicación en el gotero. El cáncer dominaba casi todos sus órganos. Era horrible, aunque ella no sintió lástima.

Su tía estaba a su lado. Su padre la miró y sonrió. Después de tantos años, de nuevo allí. Le hizo señales con la mano, para que se sentara a su lado. Ella obedeció, se acercó, pero se sentó en una silla más alejada. Le repelía oír su respiración profunda y se recordaba constantemente, que aquel era el hombre que había empujado a su madre a un abismo. Su despotismo e intransigencia, la habían arrojado a brazos de otro hombre, a un aborto clandestino, a una muerte horrible. Así evitaba tener compasión.

Su tía Emilia se sentó al otro lado de la cama y lo miró. Su padre no podía hablar con claridad, su voz sonaba bajita y lejana. Le estaba diciendo algo que ella no entendió. Su tía asintió y la miró.

-¿Qué pasa?-dijo Macarena.

-Quiere que le cojas la mano y te acerques.

Ella estuvo tentada de huir, de salir corriendo, como quince años atrás, y no volver. Pero resistió-sólo será un momento-pensó. Hizo caso y se sentó en la cama, le cogió la mano, delgada, huesuda y caliente. Él la miró, ella hizo lo mismo.

-Lo siento-murmuró su padre.

Macarena asintió pero no lo creyó. Quizás se estaba arrepintiendo, pero era demasiado tarde.

-Lo siento, Maca. Siempre te he querido mucho, ¿lo sabes?

Ella retiró su mano.

-¿Me quieres?...mira que bien ¿y a mi madre?, ¿también la querías?.

Su tía la miró con severidad.

-Macarena, por favor, no es el momento.

Su padre asintió.

-La he querido más que a nada en el mundo.

Eso era el colmo. ¿Por eso se iba con prostitutas?, ¿por eso la trataba con tanta frialdad?.

-Eso no es verdad, pero ya no importa-le respondió-. He venido como querías, me has visto y sabes que estoy bien. Ojalá hubiera sido todo de otra manera, necesitaba un padre ¿lo sabes?.

Su padre comenzó a llorar. Las lágrimas resbalaban por su rostro y sus ojos apenas se veían.

-Sé que, a veces, no fui justo. Por favor, perdóname, te lo suplico.

Ella se levantó, lo miró con frialdad.

-Te perdono, ¿me puedo ir?.

No esperó respuesta, se marchó mientras sentía como su padre emitía gemidos de dolor. Ella sólo pensaba en los gemidos de su madre mientras agonizaba cubierta de sangre ante sus ojos.

No podía estar más tiempo en aquella casa, llena de tantos recuerdos. Salió al patio trasero y se sentó en el arriate. Cerró los puños intentando aguantar la rabia contenida. No podía evitarlo, él había sido el fruto de toda su desdicha.

No habían pasado ni cinco minutos, cuando un grito la devolvió a la realidad. Era su tía.

Subió la escaleras a toda prisa, el corazón le latía con tanta fuerza que creía le iba a explotar. Cuando llegó a la habitación, la enfermera estaba llamando al médico. Su padre había dejado de respirar, había muerto.

Macarena no lloró. Miró a su tía, que sentada en una silla, se tapaba la cara con un pañuelo. Su padre tenía el rostro desencajado, en una mueca terrible. Había muerto rápido pero con dolor. No se sintió culpable, ni aliviada. En el fondo no sabía lo que sentía.

Esa noche durmió tranquila. Su padre fue velado en casa, acudieron todos los vecinos. Ella prefería no estar con ellos, así que se encerró en su habitación. Sabía que preguntarían y se extrañarían, pero no le importó. No quería fingir más. Iría al entierro y punto.

Al día siguiente, mientras una lluvia caliente caía sobre la tierra sedienta, lo enterraron en un cementerio que cada vez se hacía más grande.

-Se ve que en este pueblo sólo quedan personas mayores-pensó.

El párroco, que ofició la misa, era joven e informal. Macarena respiraba tranquila, sosegada. Su tía seguía llorando desconsoladamente y no lo entendía, a ella también la había tratado mal.

-Pero hija-le dijo-tu no lo entiendes…

Pues no, no lo entendía, no tenía que cambiar sus sentimientos sólo porque se hubiera muerto.

Esa noche la pasaría allí, tenía que organizar algún papeleo del despacho y había quedado con un amigo de su padre, abogado retirado. Se levantó temprano y se hizo café. Su tía todavía descansaba. Marcharía a Argentina a la mañana siguiente. Tenía que coger un vuelo desde Sevilla a las cinco y no quería despertarla.

Don Leandro llegó temprano, aún no estaba vestida. Pero mucho mejor, así terminarían pronto. Entraron en el que había sido el despacho de su padre. Estaba todo impoluto y ordenado, una de las paredes estaba repleta de fotografías suyas y de su  madre. El abogado se sentó en uno de los sillones. Era un hombre bastante mayor y buen amigo de su padre.

-Tenemos que hablar Macarena-le dijo.

Ella se sentó enfrente.

-Lo sé. Supongo que es por el testamento.

Él asintió.

-Bueno, te dejo aquí toda la documentación. Sólo tenía esta casa, que era de sus padres, y algún dinero ahorrado, aunque ya no le quedaba mucho.

Ella pensó en la vida que había llevado durante años, de viajes y lujo.  No le importaba, no quería nada de él.

-También me dio este sobre, en él hay cartas, muchas, me dijo que las tenías que leer, que era muy importante.

Ella cogió todos los documentos y las cartas también. Don Leandro la hizo firmar y ella obedeció, ni siquiera miró lo que firmaba. Si hubiera supuesto un  fraude y el robo de todo lo que le había dejado, no le importaría. Pero el amigo de su padre era un hombre honesto.

Se despidió dándole las condolencias y deseándole un buen viaje. Subió al dormitorio, tenía que ordenar su mente. La casa, la quería vender pero eso lo podría gestionar desde Madrid. Gracias a Dios que no tenía animales ni nada de lo que tuviera que hacerse cargo. Le daría las llaves a los de la inmobiliaria y punto.

Sintió como su tía se duchaba. Pobre mujer, también había recorrido medio mundo para reencontrase con el pasado.

Vio el sobre con las cartas y recordó lo que le había dicho.

-Son importantes.

Decidió abrirlas, total, le daba igual lo que hubiera en ellas. Ahora él formaría parte de su pasado.

Eran nueve cartas, todas dirigidas a su madre, y la última, a ella. Abrió la primera, intentó ver la fecha del matasellos, pero no pudo distinguirla, estaba demasiado borrosa.

“Querida Adela:

Mi amor, te echo de menos. No soporto estar tanto tiempo estar lejos de ti. Sabes que te amo y que no me importa. Toda la vida te he estado esperando. Eres el único propósito de mi vida. No me importa nada más. Ya he hablado con mi familia. Le he dicho que es mío. No debes tener miedo, todo saldrá bien. Lo querré como si fuera de mi sangre. El mes que viene iré a Sevilla a verte y lo arreglaremos.

Siempre tuyo

Alejandro”

Abrió la segunda y la tercera. Así hasta leer las nueve. Eran nueve cartas de amor de su padre a su madre. Cartas de profundo cariño, de amor verdadero, de sentimientos que ella nunca había tenido. ¿Cómo era posible que terminaran así?. Las lágrimas comenzaron inundar sus ojos. Le había escrito una carta de amor por cada mes de embarazo.

Después, la última, la que iba dirigida a ella. Ya intuía lo que le decía, pero respiró hondo y decidió leerla.

“Querida hija.

No sabes lo que te he echado de menos todos estos años. Desde que te fuiste mi vida ha sido triste, vacía, sin sentido. Me recuerdas tanto a tu madre. Tienes sus ojos, su piel, su orgullo. Eres toda ella y está en ti como nunca lo estaré yo. Te he querido tanto que hasta me duele. Nunca me importó que no fueras de mi sangre, amaba demasiado a tu madre. Tu has sido mi hija y siempre lo serás. Yo no podía tener hijos, Macarena, pero tu has sido mi sueño hecho realidad. Era todo tan perfecto. Sabía que no podía seguir así durante mucho tiempo. Tantos años de trabajo fuera, ausente de vuestras vidas, no os ha hecho nada bien. Sí, yo arrojé a tu madre a los brazos de otro hombre. Me volví huraño y desconfiado. Pero nunca fue por ti, quiero que lo sepas. Estar en la carrera militar fue un imperativo de mis padres, pero nunca quise. Desarrollaba un trabajo que me amargaba cada día más y me alejaba de vosotras. Me refugié en el alcohol y di la espalda a mi familia. Perdóname, una y cien veces, perdóname. No descansaré tranquilo hasta que no lo hagas.

Sólo una cosa me hace feliz, el saber que te dedicas a lo que tanto has soñado. Ya de pequeña jugabas a ser médico. Estoy tan orgulloso.

Sólo espero que esta carta te llegue a tiempo de que nos podamos ver, por lo menos, una vez más. No quiero irme de este mundo sin verme, de nuevo, reflejado en tus grades ojos negros.

Tu padre, que te quiere.”

Ya no podía más, tiró todos los papeles al suelo y los pisoteó. Lloraba desconsoladamente, sintiendo como un hierro ardiendo le atravesaba el corazón. Sintió un dolor tan profundo, que no podía gritar.

Su tía Emilia entró asustada al escuchar el revuelo y la abrazó. Macarena tenía los brazos agarrotados de tanta angustia contenida.

-Lo sé, pequeña, llora, desahógate, lo necesitas.

Y el grito que salió de su garganta fue tan fuerte, que se oyó en toda la calle, a pesar de la lluvia y el ruido de los truenos.

Su padre, el que tanto había odiado, el que tanta infelicidad le había creado, el que había marcado su vida, la había querido como ella hubiera deseado. No lo supo ver, ¿cómo había sido tan estúpida?.

Se quedó durmiendo allí, entre los papeles desordenados, en los brazos de su tía Emilia, que le cantaba una nana que hacía años que no escuchaba.

Por la noche, con los ojos hinchados, el orgullo herido y el alma ausente, terminó de hacer la maleta y guardar todos los documentos. Cogió una foto de sus padres, que estaba en el despacho y la guardó en su cartera. Sólo pudo comer unas galletas saladas y un té. Su cuerpo le rechazaba cualquier otro alimento, ya fuera por el embarazo o por el disgusto.

-Mañana debes comer algo antes de irte. Aquí te he dejado unos sándwiches, sólo tienes que calentarlos.

Su tía también preparaba su equipaje. Ya habían hablado con la inmobiliaria y le dejarían las llaves antes de irse.

-¿Tú sabias lo que pasó con mis padres?.

Ella la miró con la ternura y sabiduría, mientras se arreglaba el moño que con tanta paciencia había llevado durante dos días. Dejó caer una cabellera larga y gris, brillante. Macarena recordó el hombre de sus sueños, el que le hablaba con mensajes premonitorios.

-Sabía algo, porque tu madre me lo contaba. También tu padre. Él le hubiera gustado que recibieras la carta antes de morir. Pero bueno, enfermó y no la envió.

Quedaron en silencio, la tía Emilia se cepillaba el cabello. Macarena se acurrucó en la cama.

-Tu padre no tuvo la culpa del aborto, Maca. Él sólo es culpable de no demostrarle lo que la quería.

Macarena fijó su mirada en el techo, blanco, impoluto, y en la lámpara de bronce que colgaba desde hacía más de 70 años de él. Tantos recuerdos en aquella casa, no sabía si quería perderlos. Ya lo pensaría con más detenimiento cuando llegara a Madrid, porque quizás podría conservarla.

Después recordó que tenía que llamar a su Marion, la había dejado preocupada. Pero todas sus emociones estaban concentradas en su familia, o en la ausencia de ella. Porque ahora sólo le quedaba su tía Emilia, que regresaba a Buenos Aires y que no sabría cuando volvería a ver. Esto le creó un vacío aún mayor del que tenía y decidió llamar a su amiga, ahora ellas eran su familia.

El teléfono sonó varias veces y saltó el contestador, dejó un mensaje. Le extrañó, pues Marion siempre lo cogía, siempre. Nunca dejaba una llamada sin contestar. Jugó con el móvil durante un rato, mientras se paseaba por el cuarto de baño. Decidió entonces llamar a su marido. Sonó dos tonos, tres y..

-¿Diga?

-Hola Carlos. Estoy intentando hablar con Marion, pero no me coge el teléfono. ¿Sabes algo de ella?

Sintió ruido de máquinas y pensó que estaría en el trabajo.

-Pues no, hace días que no hablamos. Está muy distante, nos enfadamos. No sé si te habrá contado…

-Sí, sí. Lo sé todo. Ya le he dicho que buscaríamos la forma, que la ayudaría. ¿Por qué no lo dijisteis antes?...si estabais tan mal, no sé, os podríamos haber ayudado.

Carlos resoplaba.

-Lo sé. En parte ha sido culpa mía. Es que no me daba cuenta de la situación y hemos ido demasiado lejos. Era su sueño más que el mío y me dejé llevar. Y su ilusión crecía y la economía nos destrozaba. Los negocios no salieron bien y bueno, tampoco quise verlo y seguíamos viviendo como si nada pasara.

La voz se le estaba quebrando.

-Me siento tan culpable-añadió.

-Por favor, Carlos. ¿No puedes ir a ver lo que pasa?..me dejó muy preocupada cuando hablamos.

-Dentro de una hora descanso. Me acercaré a casa. Pero ya te digo que lo mismo no quiere ni abrirme la puerta. Te llamaré en cuanto sepa que está bien.

-De acuerdo.

Macarena siguió ordenando y repasando toda la casa. Se quedó más objetos personales que ahora no quería tirar. Incluidos algunos trajecitos de cuando era pequeña, que su padre había guardado en una caja en el ático. Pero su mente no dejaba de pensar en Marion. No se trataba sólo del dinero, Marion estaba muy mal. Su mente era frágil, ya había visto en la clínica más casos como el de ella. Personas que se construyen un mundo perfecto sobre una mentira y cuando ésta se descubre, algo se quiebra en su cerebro. Algo que rompe el equilibrio…Ya no pudo seguir pensando, el teléfono sonó, era Carlos.

-Hola Carlos, ¿has podido hablar con ella?

Sólo sentía jadeos, ruido de coches y sirenas.

-Carlos, por favor, contesta, me estás poniendo nerviosa.

-¡Dios, como no me di cuenta, lo siento tanto!.-Comenzó a llorar desconsolado.

-¿Qué ha pasado?, ¡dímelo ya!-no podía esperar a que él se desahogara.

-La he encontrado-seguía llorando-tirada en el baño…hay sangre por todas partes..no respiraba y no sabía que hacer.

El teléfono se le calló al suelo rompiéndose en pedazos. No podía esperar al día siguiente para marcharse de allí, ahora era Marion quien la necesitaba. No podía dejarla así. Sintió una pena profunda, un dolor insostenible. Ya le había fallado a su padre, no podía fallarle a su amiga.

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martes, 20 de mayo de 2014

HISTORIA DE CUATRO MUJERES


“Sólo espero que al final del camino mi vida haya valido la pena”
 

INVIERNO. CAPÍTULO IV.

Cada vez era más duro. Mercedes sólo tenía en mente la esperanza de que un día le dijeran que su pequeño Fernando estaba curado. Se acostaba por la noche llorando y se levantaba esperanzada. No quería separarse de él en ningún momento, pero tenía dos hijos más que también la necesitaban, aunque ahora ella no podía darles ninguna atención. Cuando estaba en el hospital su energía y corazón estaban puestos en Fernando. Cuando volvía a casa, obligada por los médicos y por su ex, su corazón lo dejaba atrás y energía ya no le quedaba. Alfredo y Martín sólo tenían una madre ausente.

Aquel día hacía calor, se levantó sudando. Preparó el desayuno para sus hijos, el autocar del colegio pronto pasaría. Todo estaba en silencio y faltaba media hora. Fue a la habitación de Alfredo, el mayor, zarandeándolo con fuerza.

-Mamá, ¿qué haces?..déjame dormir-y se tapó la cara con las sábanas.

Ella enfureció, últimamente no dominaba muy bien su mal genio.

-¿Otra vez?..no debes faltar. Ya estoy harta de que me lleguen notas de tus ausencias.

Alfredo tenía quince años, pero aparentaba 18. Era un chico responsable pero vago, según su padre. Para su madre era sólo un adolescente como los demás, egoísta y perezoso. Se destapó bruscamente, sabía que su madre no se iría. Desde que Fernando enfermó, tenía que recordarle las cosas constantemente.

-¡¡Hoy es festivo!!, ¿no lo recuerdas?

Mercedes quedó pensativa, durante unos segundos intentó pensar en la última vez que fue al colegio a revisar las notas de sus hijos; de la última vez que hizo una compra en la tienda o que tomó un café con sus amigas. Intentó contar los días pero eran demasiados. Había perdido la noción del tiempo. Incluso su trabajo, que tanto amaba, lo había aparcado a un lado. Tenía una excedencia que no sabía cuanto podría mantener.

-¿Qué día es?-preguntó.

-Es 15 de Mayo, mamá. Es San Isidro.

Y volvió a envolverse en las sábanas. Mercedes salió de la habitación, fue al cuarto de baño y se duchó. Lloró mientras el agua corría, no quería que sus hijos la vieran así, aunque ellos sabían de ella más que ella misma.

Llamó a Marion para que se quedara con los niños, pero ésta tenía otros planes. Estaba distante desde hacía unas semanas.

-Por favor, sólo esta vez. Te necesito, no sé a quien dejárselos y David no puede, por favor.

Ya estaba suplicando demasiado.

-No sé-Marion dudaba-tengo asuntos personales que arreglar.

Mercedes se exasperó.

-¿Qué asuntos puedes tener tú, con la vida perfecta que llevas?

Un silencio se hizo, sólo entrecortado por unos sollozos a los que Mercedes no daba crédito.

-Lo siento-se excusó-he sido muy egoísta. ¿Te ha pasado algo?

De nuevo, el silencio, tan incómodo y tan evidente.

-Sí, pero por ahora no puedo, lo siento, pero no puedo contártelo. Bastantes problemas tienes ya. Está bien. En media hora estoy en tu casa, ¿vale?

-Gracias, amiga.-no quería preguntar nada más. Ahora sólo quería llegar al Hospital cuanto antes.

Dejó una nota en la encimera y dijo a sus hijos que Marion llegaría pronto. Confiaba en ella plenamente. Los niños la adoraban y ella también.

-Será una buena madre-pensó en voz alta.

No sabía que todo era una fachada, detrás de la cual una mujer se estaba derrumbando. Como un mueble comido por la carcoma, se iba convirtiendo en polvo, poco a poco, dejando huecos en su mente que no sabía como reconstruir.

Cuando llegó a la habitación del pequeño, su ex se despidió de ella con un frio beso en la mejilla. Tenía los ojos cansados e hinchados, señal de que la noche no había sido buena. Aún así no se lo dijo.

-Todo tranquilo, Mercedes. Sólo se ha despertado un par de veces.

Sonrió y sus miradas vacías se encontraron, intentando, infructuosamente, darse ánimos.

-Vete a casa y duerme. Los niños están con Marion, pasa después por casa, ella no puede estar todo el día.

Asintió y se marchó. Ella besó a su hijo en la frente y las manos.
Hacía una semana que le habían hecho el cateterismo y el resultado fue el peor que pudiera esperar. La hipertensión era severa. A pesar de todo, de los medicamentos, del oxígeno del que no se desprendía, no mejoraba. Su piel estaba perdiendo color y los labios se tornaban, por momentos, de un color azulado que nada le gustaba.

-Fernando, cariño, ya estoy aquí. Mamá ya está aquí.

Fernando sonreía y señalaba la libreta de dibujos que tanto le gustaba. Ella lo incorporó en la cama y se la puso en el regazo, tirándole todos los lápices de colores por las sábanas. A él le gustaba verse rodeado de color y ella lo sabía. Por eso dibujaba continuamente y ella pegaba sus historias en las paredes de la habitación. Cada vez quedaba menos espacio libre y eso le recordaba el tiempo que llevaban allí metidos.

Una voz la sorprendió por detrás. Era Manu, el celador, que le traía un café.

 
-Hoy que toca, chaval-cogió el dibujo que había hecho, de un árbol azul y amarillo. Fernando sonrió.

-Bueno, éste lo pondremos aquí-y lo colocó con celo encima de botón de emergencias.

Miró a Mercedes con atención. Se estaba percatando de que la cuenta atrás estaba llegando a su fin.

-¿Me acompañas?-le dijo.

Ella miró el café y le apeteció compartir un momento de charla con él. Desde que estaba en el Hospital, Manu no había faltado ningún día. Iba todos, sin excepción, a verla por la mañana, con un café en la mano y una sonrisa en el rostro. Le transmitía una paz que no había encontrado en nadie.

-Cada vez falta menos.

Él miró las paredes.

-Sí, es verdad, no te lo voy a negar. Pero sólo te digo una cosa-y le cogió su mano-no te rindas. He visto peores casos.

Ella sonrió, pensando que sería verdad, por su trabajo. No trataba de dar ánimos sin conocimiento de los hechos.

-No sé, paso aquí los días y mi hijo sólo recibe tratamiento que apenas le ayuda y no sé por qué.

Él miró al pequeño, que sonreía mientras hacía muecas con su boca debajo de la máscara.

-Quizás es demasiado pronto. No en todos los enfermos hace efecto al mismo tiempo. En unos tarda más que en otros.

-Eso puede ser verdad, todos los días me levanto esperanzada de que lo voy a encontrar corriendo y jugando como antes. Después llego y todo sigue igual. Es como si me abofetearan todos los días para despertarme.

Él se limitó a beber, la miró con serenidad. Tenía los ojos más oscuros que Mercedes había visto en su vida. Tan negros como el café que se estaba bebiendo en eso momento.

-Y tú, ¿no tienes familia?, siempre estás aquí.

Manu sonrió.

-Mi familia no está aquí.

-¿Aquí? ¿te refieres a España?

-Sí, se quedaron en Cuba.

-Lo siento, debes echarlos de menos.

Él seguía sonriendo, mientras recordaba los paseos por el malecón mientras su madre se prostituía con clientes extranjeros y la humedad invadía sus pulmones en aquellas noches eternas.

-Si, pero sólo a veces. Bueno-y se levantó-ahora debo seguir con mi trabajo.

Ella lo siguió con la mirada, pensando que quizás le había dicho algo que no debía. Últimamente era así de egoísta, porque sólo podía pensar en Fernando.

-Al próximo café invito yo, ¿vale?

El asintió sin volverse. Mercedes se sentó de nuevo y coloreó junto a su hijo, mientras le tarareaba una nana inventada. En cuanto terminó, se dio cuenta de que todo el papel estaba negro. Fernando la miraba extrañado. Ella no daba crédito a lo que había coloreado. Lo arrugó y tiró a la papelera.

-Mami no está bien, el tuyo es más bonito. Déjame que lo vea.

El pequeño se lo enseñó, también era negro. No había dejado un hueco a otro color, ni siquiera al blanco. Ella palideció, su hijo la había imitado y si era así, ¿en qué lo estaba convirtiendo?. Terminaría deprimido y sin esperanza. Después dudó si era posible que un niño tan pequeño pudiera deprimirse.

Tiró su dibujo también a la papelera.

-Ahora, ¿porqué no me dibujas a los leones, esos que tanto te gustan?

Fernando adoraba a los felinos, tanto que siempre tenía que ponerle los documentales de la televisión en cuanto salían. Y mientras todos permanecían dormidos, él seguía con los ojos bien abiertos y atento hasta el último minuto. Después saltaba sobre sus padres diciendo que algún día iría allí, iría a verlos.

-Algún día irás a África, lo sé-le había dicho siempre Mercedes.

Ahora no lo veía posible, sus ilusiones, sus sueños, su pequeño mundo se estaba reduciendo tanto que pronto desaparecerían. No podían seguir así, tenían que salir de allí. Su hijo tenía que vivir, por lo menos una vez, su sueño.

No lo dudó. Llamó a la enfermera y le preguntó por la posibilidad de sacarlo.

-Hay que preguntar al doctor, él lo sabrá mejor. Podemos dejarle una bombona de oxígeno portátil, pero aún así, no se lo recomiendo.

-¡Pues hágalo, mi hijo se asfixia aquí, tengo que sacarlo!-estaba al punto de la histeria.

La enfermera la miraba desafiante, señal de que no estaba de acuerdo con su decisión.

-Pero el tratamiento venoso será interrumpido…

-Llame al doctor y dígale que me lo llevo.

La enfermera salió de la habitación. Mercedes sabía que pronto llegarían los doctores e intentarían convencerla de que todavía no era el momento. Pero ella sabía que sí, porque pronto ya no habría posibilidad, los momentos se estaban acabando y ella lo presentía.

El doctor Martín se presentó rápidamente y de nada sirvió lo que le dijo. Ella estaba decidida, así que, por lo menos, consiguió la bombona de oxígeno y calmantes para el dolor.

-Debería hablar con su marido, ¿no cree?

-No, no creo. Traiga la bombona cuanto antes.

Llamó por teléfono y dio indicaciones. A los pocos segundos apareció Manu con la bombona. El doctor se la conectó y le dijo como debía utilizarla. Firmó los papeles en los que se hacía responsable de cualquier consecuencia que pudiera conllevar su decisión. No le importó.

-Sólo le durará dos horas. Después debe volver. Recuerde que sólo es un alta parcial.

-Sí, no lo olvidaré.-Miró a Manu-¿Me ayudas a llevarlo al coche?

Y Mercedes, por primera vez en mucho tiempo, cogió a su pequeño en brazos. Ya no pesaba tanto como antes. Fernando lo agradeció apoyando la cabecita en su pecho, sintiendo los latidos de su madre como suyos propios. Ella pudo observar su piel cetrina y azulada. Manu fue detrás de ella con la bombona.

En cuanto salieron a la calle y el sol dio en los ojos del pequeño, se llevó las manos al rostro mientras reía.

-¿De qué ríe mi niño?

-Es que el sol me hace cosquillas, mamá.

Y ambos rieron. Por un momento sintió alivio de no estar entre las cuatro paredes del Hospital que habían comenzado a asfixiarlos. Manu colocó todos los aparatos y las medicinas al lado del pequeño, en el sillín.

-¿A dónde vas ahora?

Ella ya se había sentado, Fernando reía con las ocurrencias de un gato callejero que jugaba en la hierba.

-Voy al zoológico. Nunca lo he llevado. Su sueño era ver leones y quiero que los vea. No quiero que pierda sus sueños.

El niño gritó de alegría desde la parte de atrás.

-¿Puedo ir con vosotros?..si queréis, claro.

Mercedes estaba demasiado contenta para negarse.

-Claro que sí, sube.

Manu volvió al Hospital y salió sin uniforme, con vaqueros y camiseta ajustada. Por primera vez lo veía como un hombre y no como el celador que le llevaba café todos los días.

Durante los veinte minutos que duró el trayecto, pusieron la radio y cantaron, dejándose llevar por la emoción del que se siente liberado de una dura carga.

En el aparcamiento ya sintieron el rugir de los animales. Fernando estaba excitado y ella era feliz. Lo subieron a un cochecito de alquiler y ataron la bombona en la parte de atrás. El calor había dejado paso a una brisa refrescante, o era su alma, que se estaba liberando del peso que la acompañaba desde hacía semanas.

El pequeño reía emocionado con cada nuevo animal que veía. Manu le compró un helado de nata. Mercedes le quitó la mascarilla para que pudiera comerlo con tranquilidad.

-Eres la mejor madre que he conocido-le dijo.

Ella lo miró extrañada.

-Yo ¿buena madre?, no sabes lo que dices.

-Sí, si que lo sé.

Ella insistió.

-Soy huraña y, a veces, desagradable. También soy severa. Créeme, no soy una buena madre.

Manu le cogió de nuevo las manos, eran pequeñas y blancas. Las tuvo entre las suyas unos segundos mientras ella lo miraba extrañada.

-No has abandonado a tu hijo, eso te hace buena madre.

De nuevo vinieron a su memoria, recuerdos escondidos que él creía olvidados. Pero aquella mujer le recordaba todo lo que su madre no había había hecho por él. Lo abandonó a los trece años. Lo llevó al pueblo de sus abuelos y dejándolo en la carretera de entrada, él sólo tenía un papel con la dirección. Nunca los había visto. Ella estaba borracha y un hombre del que no entendía el idioma los acompañaba. Era un hombre grande y sonrosado, ya fuera por el alcohol o por el sol de cuarenta grados que no soportaba su piel.

-Ya eres mayor, tienes que conocer a tus abuelos. Yo ya no puedo contigo, ellos sabrán lo que hacer.

De nada sirvieron sus súplicas. Cerró la puerta del coche y la de su corazón. Ya nunca más volvió a verla. Pero dejarlo allí fue lo mejor que pudo hacer, porque sus abuelos lo recibieron con los brazos abiertos y, gracias a ellos, estaba ahora en España.

-Se ve que no has tenido buena infancia, ¿verdad?

Él asintió y se levantó.

-Bueno, pero ahora todo pasó.  Forma parte de otra vida.

Mercedes le acarició el brazo, sentía su dolor, sabía que estaba ahí. Desde que su hijo enfermó se había vuelto más receptiva.

-Pues pareces siempre tan feliz. Siempre sonriendo y..

Él se volvió.

-Sonrío porque lo elijo así, porque me hace ver las cosas de otra manera. Pero sonreír no significa ser feliz.

Después observó al pequeño, que no dejaba de mirar a uno y otro lado buscando los animales que tanto deseaba ver.

-Ahora tocan los leones.-le dijo.

Fernando gritaba con la cara manchada, llevaba unos minutos sin la mascarilla y se la pusieron rápidamente, aunque él hacía por quitársela.

Corrieron hasta llegar a los felinos, que descansaban a aquella hora de la tarde. Comieron pipas y chucherías mientras los observaban sentados en un banco. Los niños corrían con sus globos echando de comer a los patos y Fernando los miraba anhelando hacer lo mismo. En su mente corría con ellos. Y jugaba al pilla-pilla, y a los cromos, que tanto le gustaban.

Se hicieron fotos con el león, que parecía entender la situación y estuvo todo el tiempo cerca de la valla, de forma que el pequeño pudiera observarlo con detenimiento. Todos reían y estaban felices. Mercedes ya no pensaba en la enfermedad, ni en medicinas. Mercedes olvidó que su hijo no era del antes, hasta que sus labios comenzaron a ponerse azules.

Manu se alertó al comprobar que la bombona estaba casi vacía.

-No puede ser, ha pasado poco tiempo.

Nubarrones se extendieron por su mente y no la dejaban pensar con claridad. El coche estaba demasiado lejos, no llegarían. Fernando respiraba cada vez con más dificultad, emitiendo los silbidos que tanto conocía y que tanto detestaba.

-Hay que llamar a una ambulancia-Manu  estaba con el teléfono en la mano cuando un médico del recinto se acercó. Los llevó a enfermería y allí le pusieron oxígeno. Pero Fernando había estado cuatro minutos, sólo cuatro minutos sin él y ya estaba inconsciente.

Mercedes no reaccionaba, dejando que los demás hicieran y deshicieran. Quedó en blanco, sin pensar, sin sentir, paralizada. Como si así pudiera evitar que el futuro llegara.

La ambulancia no tardó y ellos subieron a la parte de atrás con el pequeño. Manu le cogía la mano a ambos. Fernando no despertaba y el Samur intentaba reanimarlo, pero no podían hacer nada más. Sólo llegar lo más rápido posible.

Por el camino oyó a su marido, como le reprochaba; vio como sus hijos la detestaban, como sus amigas la consolaban. Escuchó como las voces se confundían en su cerebro, diciéndole lo mal de su actuación, que no debía haber sacado al niño del Hospital, que era una irresponsable y que lo pagaría caro. Conocía a su marido, sabía que así sería. Si Fernando no se recuperaba, ella sería la culpable y perdería todo lo que amaba.

Las manos le sudaban y Manu se las cogió, como si supiera lo que estaba pensando. Recordó sus palabras: “eres buena madre, no has abandonado a tu hijo”.  Y recordó también las del anciano de sus sueños: “ los ángeles te llaman”. Su hijo era un ángel y querían llevárselo, no podía permitirlo, antes prefería morir ella. Si yo muero, él vivirá. Eso es.

La sirena calló y supo que habían llegado, Fernando seguía inconsciente. Ella se deslizó con él por los pasillos, como si flotara, ajena a su cuerpo. Incluso estuvo en la sala de reanimación, no le impidieron la entrada. Allí, en aquel lugar frio y aséptico, después de muchos intentos, Fernando abrió los ojos, pequeños, de color miel y sonrió. Alargó su manita.

-Mamá.

Y ella pudo descansar tranquila. Tenía que avisar a toda la familia. Su hijo había sobrevivido, era un luchador. Quiso reaccionar para hablar con Manu y agradecerle todo su apoyo, pero no podía. Atravesó la puerta como si nada y voló por el Hospital buscándolo, hasta que lo encontró llorando, cabizbajo, al lado de una camilla en la que su cuerpo permanecía tendido mientras alguien presionaba las manos sobre su pecho y recibía palabras de ánimo.

-Vamos, tu puedes, no te vayas.

Sintió al anciano a su lado, el calor que desprendía la consoló.

-¿Quieres ir?-le dijo.

-¿A dónde?-respondió ella.

-Con ellos.

Y pensó que todavía no había llegado la hora. Tenía que volver, su hijo la necesitaba. No podía marcharse así.

-Ayúdame a volver, por favor.

El hombre la miró con una sonrisa tan perfecta que, por un momento, olvidó dónde estaba.

-Puedes hacerlo, pero si lo haces, la enfermedad seguirá.

No era posible, desde el otro mundo le imponían una condición horrible, pero no quería morir, aún tenía que hacer muchas cosas en su vida. Tenía que ver crecer a sus hijos, quería disfrutar de la vida en la tierra.

-Tendrás muchas más-le dijo el anciano.

-Pero yo quiero ésta.

Y se desvaneció. Después la pesadez la invadió y sintió como su cuerpo la atraía con una fuerza que no podía resistir. Abrió los ojos y los pulmones se llenaron de aire. Volvió a sentir dolor en el alma. Sabía que su hijo seguía enfermo pero vivo.

-¡Dios, que susto nos has dado!-le dijo Manu.

-He sido una egoísta, no he querido cambiarme por mi hijo.-comenzó a llorar desconsoladamente mientras los médicos le ponían calmantes .

Él le acariciaba el brazo, la miró con ternura.

-No, tu no tienes la culpa. Le distes lo que él necesitaba. Le distes ilusión. Ahora luchará con más fuerza.

-Pero he visto lo que hay después, en el más allá. Me dijeron que si yo moría, él sobreviviría.

Manu sonrió.

-Sólo ha sido un sueño.

Ella asintió, intentando consolarse con esas palabras. Los párpados le pesaban, los medicamentos le estaban haciendo efecto.

-Pero yo sé que es verdad-pensó aunque no lo dijo-, sé que es verdad.

Y durmió.