sábado, 3 de octubre de 2015

HISTORIA DE CUATRO MUJERES ( summer on the city)


         

         SUMMER ON THE CITY

 

“Esta historia comenzó hace mucho tiempo, algo más de un año y se convirtió en una anécdota para desarrollar personajes femeninos y masculinos de hoy en día, jugando con ellos al azar, moviéndolos por instinto en direcciones dispares. Durante unos meses los he tenido paralizados, en un rincón de mi escritorio, porque terminar una novela que tenía pendiente se convirtió en una prioridad para mí. Ahora han vuelto. María, Mercedes, Macarena y Marion, con sus amores y desamores, sus luchas diarias, sus momentos de alegría y de tristeza. Pero, sobre todo, con su amistad puesta a prueba constantemente y de la que no quieren nunca desligarse, por más que pase el tiempo o la distancia entre ellas. Porque nos guste o no, la amistad es una de los lazos más importantes en nuestra vida.”

 

En el último capítulo, que comenzó con el viaje de todas a la India, donde Marion adoptaría a Fátima, terminó agridulce. Les recuerdo brevemente: Marion consiguió adoptar a Fátima, con la ayuda de Vadin, médico hindú que estaba enamorado de María, amiga de Marion, pero a la que escondió su matrimonio de conveniencia. Ahora María lo ha descubierto y está dolida, sólo quiere huir lejos. Marion, por su parte, ya tiene a su hija, pero ha sido abandonada por su marido que realmente no apoyaba el deseo de su mujer para tener hijos.

Por su parte Mercedes, con su hijo Fernando enfermo, piensa que el asceta que encontraron en una arriesgada excursión a un oasis, ha tenido algo que ver con la mejoría tan rápida del pequeño. Su exmarido e hijos la esperaban con anhelo en España. Ella sólo vive por y para su pequeño, al que le diagnosticaron poco tiempo de vida.

Macarena, sin embargo, está embarazada sin proponérselo. Ginecóloga de profesión, promiscua por vocación, no desea atarse a ningún hombre. Sin embargo, Roberto, compañero del Hospital, le ha robado el corazón y éste ha comenzado a abrirse poco a poco. Ahora se ha instalado en su casa, casi sin darse cuenta, y ella se debate entre la libertad de no sentir nada o dejarse arrastrar por un amor que le aporta serenidad.

Todos han regresado a su hogar, donde cada uno se enfrenta a sus miedos, a lo que han perdido y a la aleatoriedad del futuro. Pero ¿no es eso acaso lo que hace emocionante la vida?

Comencemos, pues, con la historia, tal donde la dejamos, un poco más tarde quizás y más lejos de donde pensamos

 

Nueva York, 15 de Julio

El gato sin nombre permanece apoyado junto al mobiliario, encima de la mesa del comedor. Es una masa ingente de músculos y pelaje, con un hilo de vida guardada en su interior. Es como el alquitrán del asfalto, caliente e inerte bajo el sol abrazador.

Cuarenta grados a la sombra. Cuerpos ligeros de ropa moviéndose de aquí para allá, aplastados sin remedio por la calima sin nombre, inhóspita y extraña en aquellos lugares, pero tan llenos de vida y energía como si estuvieran en invierno.

María deja un cuenco a su gato, lleno de agua fresca. Éste ni se inmuta, prefiere guardar las fuerzas para la noche. Antes de marchar suspira. Su madre y su hija duermen plácidamente en la habitación. Ella, sin embargo, no puede. Hace meses que se despierta cada dos horas y después da vueltas sobre sí misma intentando encontrar consuelo. Vadin aparece en sus sueños, tan lúcidos y reales como si se encontrara allí mismo. Le susurra frases bonitas y ella se encoge sobre sí misma, deseando no despertar. Hasta que el pitido del despertador la apuñala devolviéndole a la realidad. Ha pasado un año pero su corazón se niega a olvidarlo.

La calle le parece ajena y fascinante. La vitalidad que la envuelve, el continuar con la rutina a pesar de todo. Lleva una mochila a las espaldas, unas sandalias de baratillo y un vestido suelto de algodón, algo informe, aunque su cuerpo sabe rellenarlo. Desde que descubrió las tiendas de segunda mano en la Quinta Avenida de Brooklyn, no pasa un mes que no se deje caer por allí. Siempre encuentra algo que encaje con ella, algo con historia, en la que le gusta pensar. No importa que tenga un pequeño descosido o que necesite algún remiendo. Su madre siempre sabrá solucionarlo.

Nueve meses de patear las calles, de comer pizza a diario, o hamburguesas de la esquina, su madre la compensa el fin de semana con verduras rehogadas y pollo a la plancha. Su niña va a la guardería tres horas, no más, y ya se ha acostumbrado a balbucear en dos idiomas.

Pero para ella todo quedó atrás. No consigue acostumbrarse a la libertad de la que goza ahora. Un artículo de tres páginas sobre Lorca en Nueva York, seguir sus pasos, averiguar qué o dónde comió, qué contempló, donde se alojó. Es una tarea difícil pues hay poca documentación. Sólo sus poemas, profundos y dolidos, y el anhelo de volver a una España que lo mató.

—Igual que yo —piensa María casi en voz alta. Nadie se vuelve a mirarla, a nadie le importa que vocalice sin sentido. Demasiadas personas, demasiadas vidas, demasiada prisa.

Ella también desea volver y sabe que el regresar la matará también. No consigue olvidar a Vadin, por mucho espacio y tiempo que ponga entre los dos. Conserva sus llamadas perdidas y los mensajes, que no cesan de llegar. Sabe que él tampoco la ha olvidado. Pero en ningún momento hace ninguna referencia al divorcio o separación.

—¿Qué se cree? —no se permite responder, porque Alfred ya la está saludando desde detrás del mostrador, con su amplia sonrisa y mirada picarona.

Ella se la devuelve sin ganas, intentando transmitir algo de amabilidad. En el periódico son habituales sus entradas y salidas. Es una buena periodista de investigación y eso le ha otorgado la posibilidad de no sufrir de horarios.

Henri es un amasijo de nervios. Alto, ancho de hombros y con el cabello descuidado. Lleva tres noches sin dormir. Un bebé de tres meses le sobresalta cada dos horas. María lo sabe en cuanto entra el despacho y todos permanecen en un silencio sepulcral, intentando no romper el poco hilo de paz que todavía le queda. Él apenas levanta la cabeza de la agenda del día, que todos esperan con impaciencia.

—No sé como lo aguantas —le dijo en cuanto comenzaron los cólicos.

María tenía a su madre, siempre había estado ahí. También Marion, con su paciencia y devoción. Nunca había sufrido a su hija Celia durante tanto tiempo. No hubiera sido buena madre si lo hubiera dejado todo por ella. Era mejor así. Sin embargo, no se lo dijo. Se limitó a aconsejarle sobre biberones de manzanilla y paseos por el apartamento. Era lo que hacía su madre mientras ella viajaba por la India, corriendo detrás de la investigación que le dio el mayor premio que un periodista puede desear.

—Es cuestión de paciencia, algún día dejará de llorar.

Pero habían pasado semanas y seguía igual. Su mal humor se quebraba con frecuencia y estallaba por cualquier cosa. Y las reuniones de los lunes eran las peores. Así que ella también hizo acopio de sus compañeros y se mimetizó con ellos, esperando con la respiración contenida que asignara a cada uno sus respectivos artículos. Pero esta vez tendría que dar respuestas que no tenía.

Henry la observa por encima de sus gafas, pequeñas y redondas.

—María, tú no te vayas, tenemos que hablar.

Ella deseaba perderse con la corriente de los demás, que marchaban despavoridos de allí, tras soportar durante media hora los gritos del jefe.

—Sí, ya sé lo que me vas a decir. Voy retrasada. Pero esta semana le daré un buen empujón.

María intenta justificar su retraso con frases de excusa poco creíbles porque no está para aguantar más sermones. Le sudan las manos y se siente descuidada también, como aquel hombre que la mira con reproche. No luce tacones, apenas se maquilla. A veces incluso pasa días sin mirarse al espejo. Sabe que no es importante en su profesión, pero eso no evita los cuchicheos de la plantilla sobre su estabilidad mental que, por cierto, es bastante estable.

—¿Sabes que te llaman la loca de la peineta?

—Me da igual, realmente es su problema.

Henry estalla en una carcajada, después frunce el ceño y la señala con el dedo inquisitivamente. María sabe lo que va a decirle, lo que lleva esperando desde hace semanas.

—Si esta semana no me muestras algún resultado, tendré que prescindir de ti. Te retrasas demasiado y no estoy para corretear detrás de una periodista caprichosa.

Ella se encoge sobre sí misma, cruza las piernas y las balancea con nerviosismo, mientras agarra con fuerza la mochila. Pero lo único que sale de su boca es:

—Después te envío algo, ya lo tengo casi preparado.

Porque desde hace semanas sólo sabe decir: después, ahora, cuando llegue a casa, cuando ordene los apuntes. Todo excusas. Su mente se pasea de una lado al otro de sus recuerdos y de allí no quiere salir. Y ella, mientras tanto, se pasea por la ciudad fingiendo que hace algo que en realidad no hace: trabajar.

En cuanto sale del despacho se dirige al baño, se echa agua en el rostro, que prefiere no ver, pero está allí. Las luces azules y parpadeantes no ayudan mucho, pero allí están sus facciones delicadas, sus profundas ojeras, la palidez en todo su cuerpo. No se reconoce, no se admite. No es ella la que la observa compasiva desde otro lado.

—¿Qué has hecho de ti María?, y sólo por un hombre. Sólo es eso, un hombre.

—Eso digo yo.

María se vuelve sobresaltada. Allí se encuentra, en la puerta del baño, la chica pelirroja y alta que lleva cafés a los despachos. Joven y ambiciosa, como lo era ella a los 25. Mastica chicle y se ajusta la camiseta con esmero, en unos vaqueros que a ella le habrían servido de mangas para sus brazos.

—Te he escuchado, lo siento. Pero es que no he podido evitarlo. Eres muy peculiar¿sabes?

María no sonríe, su rostro la estudia con detenimiento. Porque ahora desconfía de cualquiera. La competencia es desleal y muy ambiciosa.

—No temas —replica la joven mientras se pinta los labios—, no soy tu enemiga. De otros sí que tendrías que tener cuidado.

Y sale tal como ha entrado, guiñándole un ojo con picardía, mientras ella continúa agarrada al lavabo, encerrada en sí misma. Y es cuando decide que no puede continuar así, que el pitido de los mensajes la sobresalta. La luz roja parpadea, sabe que Vadin ha regresado, y no puede más con ello. Tiene que anularlo y olvidarlo. Superó el abandono del padre de su hija, podría superar éste también.

Bloquea sin mirar los mensajes, no quiere necesitarlo más. Recorrer las calles en busca de quien compartiría los secretos de Lorca en Nueva York, Nella Larsen, eso es lo que debe hacer. Así que Harlem será su primera parada. Aunque el parpadeo amenazante de su móvil le sigue recordando que tiene un mensaje sin leer, un mensaje que nadie espera y menos ella. Un mensaje que le cambiará la vida.

Pero su ingenuidad hace que avance, pensando que su mayor problema es superar sus miedos, sin saber que el mayor de ellos la espera en cuanto llegue a casa.

 

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Mercedes necesita un día de fiesta, uno como los de antes.

—Marion, por favor, una salida solo de chicas.

Suplica y suplica, no tiene a nadie más. Macarena, con su bebé recién nacido, María, tan lejos, en Nueva York y José Luis, que como alma libre es imposible localizarlo cuando más lo necesita.

Marion suspira al otro lado del teléfono. Acaba de salir de su aburrido trabajo en la gestoría. Se alisa la falda y se coloca bien estirado el jersey amarillo limón. No puede salir sin los labios pintados, y es lo que hace mientras toma un café en la terraza del Bar El Ciervo, acompañada de las jovencitas del Instituto cercano, que fuman cigarrillos con una Coca-cola en la mano, pensando que así serán más adultas, más respetadas. Parece que fue ayer que ella era así también, pero sin pitillo, claro está. Más bien era de misa los domingos y horario tan rígido como el de un militar.

—No sé, Mercedes, es que tengo que llevar a Fátima al cumpleaños de su amigo. Ya sabes que no tiene muchos. Y después recogerla a las diez.

—Pero tienes a Rosi, ella es como una segunda madre, siempre lo dices —su voz suena aburrida, algo empalagosa y lloricona contenida. Marion sonríe, no puede resistirse. También ella está aburrida, del trabajo, de la monotonía, de pensar siempre en lo mismo. De su vida estirada, que intenta amoldar a su pequeña, lo único que le importa. Pero también necesita evadirse, aunque sea una noche, hablar, desahogarse, pasarse de copas, reír, bailar…

—Está bien —sentencia— nos vemos a las diez y media en el 37 Up, ¿qué te parece?

Un alarido se oye a lo lejos y tiene que apartarse el teléfono del oído. Suspira mientras se apura en terminar su bebida. Una leve ilusión cruza por su mente, aunque la tristeza siempre hace presa en ella. Una tristeza a medias, borrada por los momentos con su pequeña, que la coge siempre de improviso en cuanto recuerda que su marido se fue quizás por su ansiedad, quizás por su culpa. Aunque él ya sabía que para ella era importante la maternidad, no fue una sorpresa la adopción. Pero sí que él no la quisiera.

—He sido yo la engañada —gime en voz alta mientras abre el monedero. El camarero espera impaciente y las jóvenes sueltan unas risitas al aire mientras cuchichean.

Hablar en voz alta no está tan mal, es de genios, se dice a sí misma.

—O de locos —sentencia el chico en cuanto recoge la mesa.

Pero ella se aleja con su falda ajustada de tubo y su cabeza bien alta.

—¡Qué os den! —musita, sabiendo que nadie la ha escuchado. Es demasiado educada para gritar fuerte sus emociones.

—¡Tú necesitas un cambio, chica, o te vas a volver pirada! —Rosi no tiene pelos en la lengua. Es así, espontánea y cruda.

—No sé de qué me hablas.

—Digo, que desde que te dejó tu marido y viniste de la India, pareces una zombi. Hablas sola todo el rato. Si lo sabré yo…

Marion se vuelve, ha soltado el pintalabios.

—¿Me espías?

Rosi levanta las manos, está perdiendo la paciencia con aquella mujer.

—Pero si no hace falta, chica, tu voz es como los fantasmas, resuena en toda la casa. Viaja de un lado a otro, como la de mi madre. Siempre sé donde está aunque no lo diga. Vaya eco que tiene.

Así es como Marion decide dar un vuelco a su vida, uno nuevo. Rosi sigue hablando mientras dobla la ropa, pero ella ya no la escucha. Han sido sólo esas palabras las que le han abierto la mente y le han despejado la conciencia.

—Iremos a ver a María. Eso es, necesitamos un viaje, hace mucho tiempo que no salimos.

Rosi y la pequeña Fátima la observan aturdidas, no habituadas a las acciones impulsivas de Marion.

—No me miréis así, hoy se lo diré a José Luis y a Mercedes. Está dicho, un viajecito a Nueva York no nos hará daño.

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Mientras tanto, a miles de kilómetros, María se desliza por su apartamento como un fantasma. Todo demasiado silencioso. Los juguetes recogidos, las mantas en su sitio, las camas bien hechas, la compra esparcida por el pasillo, los cuadros girados, como si un viento huracanado hubiera atravesado las paredes, volteándolos. El corazón galopando dentro de su pecho, agitándose y aprisionando el poco espacio que queda para los pulmones. Le tiembla la mano, le tiembla la espalda, no puede hablar porque tiene miedo a gritar la verdad.

“V” es la única pista que ha dejado. Una “V” escrita sobre el mármol de la cocina, con azúcar esparcida. Una “V“que le recuerda a Vadin, o puede significar también venganza. No, no puede ser que Vadin esté tan obsesionado que haya secuestrado a su madre y su hija. Pero, ¿quién más sino?, ahí está, la realidad contada en programas sensacionalistas y pelis de las cuatro de la tarde, tan fantásticas y verídicas al mismo tiempo. El corazón se le detiene y ya no oye su respiración. Se sujeta a la silla para no caer. Mira de nuevo el móvil, investiga los mensajes. Tres de Vadin diciéndole lo mucho que la ama, que le diera otra oportunidad y el último, de un nº oculto, con un video donde puede ver a su madre y su hija Celia riendo mientras hacen una tarta en la misma cocina donde ella se encuentra.

Y sólo una voz en off al final con tres palabras:

                                                                         Ahora son mías.

Para finalizar, otro mensaje escrito:

 

                                                             Si llamas a la policía morirán.

 

Continuará….

 

 

 
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martes, 26 de mayo de 2015

El milagro de Isabel








El día cinco de Octubre el circo llegó, lleno de espectáculo, belleza y muerte. El olor a animal invadió el ambiente. Desconocían de dónde venía, pues hacía ya mucho tiempo que nadie pasaba por allí. Era un pueblo de apenas cincuenta habitantes, la mayoría mayores de sesenta años, y algunos jóvenes que habían renunciado a huir a la ciudad. No tenían médico, ni farmacia, ni tienda de ultramarinos, ni Iglesia. Para todo lo necesario debían de acudir a la aldea más cercana, situada a treinta kilómetros por la carretera comarcal.
Por eso, cuando los camiones comenzaron a llegar y a instalarse en la explanada sur, cerca del campo del trigo, todos los vecinos se extrañaron.
—¡Hay que convocar una reunión! —exclamó don Fernando.
El alcalde, un hombre de ochenta años pero que aparentaba sesenta, con su gran mata de cabello negro, del que tanto presumía, y grandes mejillas sonrosadas, daba instrucciones a Alterio, el más joven del pueblo y ayudante para todo. Tenía cincuenta años pero aparentaba setenta. Nunca había sabido cuidarse, como le decían sus vecinos, con tanta bebida y comida grasienta. Pero era feliz y se sentía bien consigo mismo, sobre todo cuando era capaz de arrancar una sonrisa a los más ancianos que lo miraban con benevolencia.
—Ya voy, jefe. En la casa del pueblo ¿verdad?
Y marchó corriendo como pudo, bamboleando su gran vientre y estresado por tan importante encomienda, pues nunca se había solicitado una reunión urgente en aquel lugar perdido de la mano de Dios.
Fue casa por casa, gritando el mensaje en cada una de ellas. En algunas solo estaban las mujeres, porque los hombres habían marchado al campo y no volverían hasta el atardecer. Se sentaban en las puertas, en sus viejas sillas de mimbre, aprovechando el sol de las mañanas, mientras remendaban ropa usada y chismorreaban. Aquellos terrenos que nadie quería,  los vecinos luchaban por conservarlos, mientras pudieran, dándole vida. Era una tierra áspera y dependía de un clima extremo, tanto en invierno como en verano. Pero sus habitantes se habían propuesto conseguir cosechas de trigo y centeno, de tomates, manzanas y ciruelas.
—¡No lo lograreis, las heladas las matarán y os moriréis de hambre. Es lo que ha pasado siempre. Este pueblo está muerto!.
Así lo había sentenciado el Gobernador de la Provincia. Hombre importante y astuto donde los haya, vinculado a una gran corporación empresarial, empeñada en construir una estación de esquí para el invierno, aunque para ello tendría antes que echar a todos los habitantes que quedaban en el pueblo.
—¡Ya, ya os iréis!—les amenazó la última vez que se reunió con el alcalde—. Si no, esperaré, ya no falta mucho para que la vayáis palmando.
Y se alejó con su traje de Armani y su desdén,  impregnando de perfume las paredes de aquella casa consistorial, hasta el punto de que ni una mano de pintura lo pudo quitar.
El olor que llegaba ahora era diferente, profundo; desprendía temor y tristeza. Don Fernando observó durante todo el día, entre los arbustos, como colocaban la carpa y montaban el campamento. Eran familias enteras, hombres, mujeres y niños; pero no parecían del país, ni siquiera de la época. Ellas vestían faldas largas como las cíngaras que había visto en las películas de Marifé de Triana. Ellos lucían con chulería pañuelos en el cuello y blusas de colores. Y los animales, los podía oler pero no ver. Oyó sus gemidos y gruñidos, que hacían un eco horrible en los campos.
Su hija, una mujer de treinta y cinco años, morena y espabilada, le llamó la atención en cuanto fue a casa a comer.
—Ya no está usted para esos trotes, padre —y se puso de jarras mientras él tomaba con ansiedad la sopa de maimones y el resto de asado del día anterior.
Tenía unos ojos verdes, casi transparentes, heredados de una madre que murió joven. Muchas veces le había dicho su padre que marchara a la ciudad, que allí no podría hacer nada, que no tendría futuro. Pero el amor a su familia pudo más y decidió quedarse al lado de lo único que tenía. Ella fue quien ideó la forma de cosechar tomates y frutas, diseñando invernaderos con plásticos reciclados y motores de aire caliente para el invierno. Se encontraban en otoño y ya comenzaban a dar sus frutos. Hortalizas pequeñas pero sabrosas, frutas descaradamente feas pero dulces como la miel. Ella tenía un secreto gritado a voces y era el amor que daba a aquellas pequeñas matas todos los días. Les cantaba al amanecer, bellas canciones que su madre le enseñó, con tanta dulzura que la escarcha se tornaba fresco rocío. Y así crecían, fuertes y confiadas de los humanos que las trataban con respeto.
—Isabel, hija, no te enfades. Es mi trabajo, debo velar por este lugar. Soy el único que tiene la cabeza en su sitio.
Pero ella sabía que se trataba de mucho más. Para él su familia se había extendido más allá de aquella casa en la que habitaba desde que nació, para abarcar todo el pueblo, con sus habitantes, tierras y animales.
Alterio llegó cuando estaba tomando el café, sentado en el porche. Su expresión lo decía todo, porque el sudor corría por su rostro y escote, bañándole literalmente, en agua salada.
—Ya está, señor. Todos avisados.
Y se sentó en el sillón a su lado, mientras se secaba la frente con un pañuelo. Don Fernando ni siquiera lo miró, siguió bebiendo tranquilamente, mientras su nariz olfateaba el ambiente.
—¿Quiere un café, Alterio? aún está a tiempo.
Éste se sonrojó como un chiquillo al ver a Isabel asomar por la ventana.
—Pues sí, pero con hielo si puede ser.
—Claro que puede ser.
En dos minutos salió con un café bien frío en una mano y un plato con galletas en el otro. Era de dominio público la atracción que sentía por ella, aunque nunca se había atrevido a decirle nada. Vio como se alejaba moviendo sus caderas prominentes bajo la falda ajustada. Las piernas, blancas como el algodón, asomaban tímidamente entre unos calcetines mal ajustados. Era toda una belleza y dominaba su pensamiento día y noche. Por eso siempre era tan servicial con don Fernando. El hecho de estar cerca de ella lo hacía el hombre más feliz del mundo.
Esa misma noche, en la reunión, decidieron que alguien debía ir a hablar con el responsable de la caravana, explicarle las condiciones que tenían que aceptar si querían quedarse durante un tiempo y, ya de paso, algún impuesto que tendrían que pagar por tal privilegio.
Isabel se ofreció, era la más leída e instruida; después de todo, era la única que tenía estudios de Bachiller.
—¡Pero yo soy el alcalde, debo ir también!—gritó don Fernando, exasperado de que no lo hubieran elegido a él.
—Y yo también voy, soy su ayudante ¿recuerda?
Así Alterio se sumó a la comitiva y decidieron que saldrían los tres al día siguiente, a las nueve, para ir al campamento. Quedaron en la plaza del pueblo, debajo de la única farola que iluminaba las antiguas casonas de piedra que ya comenzaban a sufrir el  paso del tiempo. Hacía un frío seco y cortante, pero haría sol y eso lo agradecerían mucho los huesos del alcalde, que últimamente no paraban de recordarle la edad que tenía.  Isabel echó a su padre una manta por los hombros, pero éste la rechazó.
—¡Ya es suficiente!  He salido a esas tierras durante sesenta años al amanecer y nunca me ha importado el tiempo que hiciera. Mira mis brazos—y se remangó para enseñar unos antebrazos musculosos y quemados.
—Bueno padre, usted sabrá. Pero yo me la llevo, por si acaso.
Y los tres salieron del pueblo en dirección al campamento. Bordearon el arroyo del Asno y sintieron las hojas secas de los castaños crujiendo bajo sus pies. Las ramas se extendían enlazando en armonía unos árboles con otros.
—¡Mira Isabel, es como si bailaran!.
Alterio se emocionaba siempre con los cambios que el tiempo provocaba en la Naturaleza. Sentía tanta devoción por ella, que había llegado incluso a rezarle, escondido en el bosque.
—Sí, son muy bellos.
Ella siempre trataba de ser cortés con él, al que consideraba un ser especial. Las luces jugaban con las sombras, provocando destellos de luz sobre una paleta de colores que iba del marrón al amarillo más intenso.
El olor a animal borró toda la magia que sentían en ese momento. La explanada junto al campo de trigo ya estaba cerca y podían sentir la presencia del circo.
Cuando bajaron la ladera, nadie de los que allí estaban reunidos ante el fuego se extrañó. Todos eran hombres, todos serios y enjutos. Don Fernando supuso que las mujeres aún estarían en las caravanas.
Se dirigió al más anciano, sentado en una silla de plástico vieja, con su gran bigote blanco y envuelto en un poncho verde.
—¿Es usted el jefe de todo esto?—preguntó.
El hombre lo miró en silencio pero no habló. Un joven salió de la parte de atrás.
—Soy yo.
Alto, moreno, con barba espesa y ojos azules como el mar. Isabel se sonrojó nada más verle. Era el hombre más guapo que había visto nunca.
—Soy don Fernando, el alcalde del pueblo. Y estos son mi hija Isabel y mi ayudante Alterio.
—Pues yo soy Rafael, para servirles— hizo una reverencia exagerada— .Supongo que han venido a ponernos condiciones ¿verdad?
—Pues sí, aunque primero querría saber que hacen aquí.
—En ese caso, es mejor que se sienten con nosotros, no queremos que cojan frio—y algunos hombres se levantaron a regañadientes, para dejarles sitio.
Se acomodaron como pudieron, los tres juntos, en un viejo banco de madera improvisado con troncos.
—Usted dirá, buen señor.
Don Fernando se rascó la barba.
—No, no, primero dígame, ¿son un circo?
—Así es—y sonrió dejando ver unos dientes perfectos.
—¿De animales?
—Así es—volvió a repetir.
—Pues en ese caso debemos saber como están.
Rafael se levantó indignado.
—¿Cómo están?¿acaso cree que no sabemos tratarlos?
Don Fernando comenzó a perder la paciencia, la pierna le rabiaba de dolor a causa del reuma y quería zanjarlo cuanto antes. Alterio permanecía en silencio, mordisqueando una hoja. Isabel se percató de la situación y medió.
—No se preocupe Rafael. No desconfiamos de su circo, es que nosotros tenemos unas normas muy especiales respecto al trato a la Naturaleza. Nuestra supervivencia depende de ello.
Habló con soltura y sin maldad. Él se dio cuenta de ello y decidió escucharla, mientras traspasaba su cuerpo para ir más allá e imaginarse con ella en otro mundo, donde posiblemente el amor les habría unido. Pero en este no podría ser, eran las leyes de la familia.
—Venga conmigo, le enseñaré como viven.
Isabel miró a su padre, que dio su consentimiento. Se levantó y siguió a Rafael. La llevó detrás de los carruajes, donde se oían a niños llorar y mujeres charlar animadamente mientras hacían el desayuno. Algunos perros alborotaron a su alrededor.
Allí estaban, seis jaulas perfectamente cerradas. En dos de ellas había tigres, en otras dos leonas y en el resto chimpancés. Todos los animales permanecían en silencio, sin emitir ningún gemido, hasta el punto de que creía fueran de mentira, lo que la obligó a acercarse a una de ellas. Una leona permanecía tendida sobre una capa de paja, suspiraba y tenía la mirada perdida. La tristeza se podía respirar, emanaba de ella en forma de niebla gris, se volvía sólida y hasta se podía masticar. Olía a metal y polvo. La energía áspera y moribunda la apresó como si fuera ella la enjaulada. Y la música de piano comenzó a sonar dentro de su cabeza, inundando sus oídos, nublando sus sentidos. La misma que oía cuando llegaban hasta ella los lamentos lejanos de los animales perdidos, que buscaban la muerte como la única forma de libertad.
—¡Esto es tenerlos bien!—exclamó Isabel indignada.
Rafael la observó, extrañado ante su reacción. En ningún pueblo le habían puesto impedimentos para asentarse y ganarse la vida. Era un buen domador y alimentaba a sus animales incluso mejor que a sí mismo. Ella, que pareció escuchar sus pensamientos, lo miró con firmeza y añadió.
—Pero están enjaulados de por vida.
—¿Y qué quiere?, son animales salvajes. De ellos dependemos todos y son nuestro sustento.
Isabel divisó los látigos en una de las paredes y sintió ganas de llorar.
—Deje que le diga nuestras condiciones, amigo. Este pueblo, como esta tierra, es frágil. Hemos salido adelante porque hemos hecho un pacto con la Naturaleza y ella nos lo agradece con sus frutos. Ese pacto implica respeto absoluto por toda la fauna y flora. Claro que tenemos granjas, pero nunca enjaulamos a nuestros animales. Les damos una vida feliz y tranquila en el campo, y si sacrificamos alguno porque sea necesario, debe de ser de los más mayores. Lo hacemos con respeto y sabiendo que el tiempo que han vivido hasta entonces, han sido felices y queridos.
Rafael la miraba extasiado ante tanto entusiasmo reflejado en aquellos ojos pícaros y sabios.
—¿Y qué obtienen a cambio?
—Tenemos cosechas abundantes y nunca nos falta de nada. Las grandes corporaciones nos acechan pero hemos resistido. No estamos atados a ninguna iglesia, ni credo, ni religión. Solo estamos atados a la Naturaleza porque nos salva la vida. No pueden quedarse aquí si no la respetan.
Y se marchó, dejando atrás el sentimiento de angustia que le había creado ver tanto ser vivo destrozado por la avaricia del hombre. Si el mal tuviera aspecto, sería el de las manos que torturan a seres inocentes, desvalidos por su propio origen. Salvajes a los ojos de los demás, perfectos a los de ella.
Su padre no pudo evitar echarle una reprimenda en cuanto llegaron a casa.
—¿Podías haber sido más cordial?, necesitamos el dinero.
—Pues no padre, no ha visto a esos animales, tristes, apáticos. Si rompemos el equilibrio, perderemos todo lo que tenemos.
—¡Ay hija!—se sentó cansado en la cama—tus teorías son buenas y nos han ayudado hasta ahora, pero necesitamos más. Cada vez somos menos los que quedamos y ya sabes que el gobernador sigue presionando.
—Lo sé padre, tenga paciencia, la Naturaleza nos escuchará.
—Sí, sí, la Naturaleza ¿y si no la oímos?, ¿y si ya nos ha olvidado?
—No sea tonto y acuéstese un rato, que lo necesita.
Isabel fue a la cocina a recoger los platos del día anterior y después se sentó en porche, con un té bien caliente en la mano y pensando en aquel hombre que tanto le había atraído hacía unos minutos. Soñó despierta como habría sido tener una relación con él a pesar de que le repugnaba lo que hacía. ¿Se podía amar al diablo? Negó con la cabeza. En ocasiones, se sorprendía con pensamientos demasiados sentimentales para una mujer como ella. Ya hacía años que se había entregado a la tierra, que su corazón no la guiaba de otra forma que no fuera para cuidarla, sanearla. Su madre, a la que tanto echaba de menos, también le hablaba en sueños. Pero no se atrevía a decirle nada a su padre, no querían que la tacharan de loca. Aunque una de sus locuras era las que hacía que el pueblo subsistiera.
En una nueva reunión se acordó dejar que el circo hiciera una función, a la que acudirían vecinos de los pueblos cercanos, a cambio de un porcentaje de la recaudación. El único voto en contra fue el de Isabel, que se negaba a que tal espectáculo tuviera lugar en la tierra que tanto había mimado.
Pero ya no había vuelta atrás. Los cinco días siguientes, el viento llevaba a sus oídos los latigazos y los gruñidos, el olor a miedo y rabia, y supo que algo no iría bien.
La noche anterior al primer pase, cuando todos dormían menos ella, presa de una congoja aún mayor de lo que pensaba, Rafael llamó a su puerta.
—Tiene que ayudarme—suplicó. En su mirada había preocupación, tenía profundas ojeras pero sus ojos seguían siendo tan bellos como el día que lo conoció.
—No sé en qué puedo yo ayudarle—ella permaneció en el umbral, sin invitarle siquiera a entrar. Después de todo, era el culpable de toda la ruina que vendría.
—Usted conoce a los animales, por favor—volvió a suplicar.
Isabel titubeó pero luego aceptó. Si era por ellos, lo haría. Y él la siguió por el bosque, alumbrados tan solo por la luna. No necesitaban ir por la carretera, ella sabía moverse por aquel lugar con los ojos cerrados. Allí había dormido y jugado. Allí había salvado de morir a un zorro y se había bañado en el arroyo desnuda. Era una parte más de ese bosque profundo y enigmático, en la ladera de aquel valle rodeado de frutales dignos de cualquier sitio tropical, aunque estuvieran bajo cero. Incluso las mariposas revoloteaban de aquí para allá, ignorando el frío que podrían sentir ellos.
—Desde que tenemos árboles frutales, siempre están— dijo Isabel—. A veces, se posan en mis manos, pero siempre las dejo libres. Me encanta verlas aletear por los campos.
—¿Nunca las ha cazado?, conozco un profesor que daría un buen dinero por ellas.
—No, nunca. Algunos me llaman la cazadora de mariposas, porque soy la única a la que se acercan. Pero nunca las he retenido.
Por un momento, Rafael  pensó que era verdad, que tenían un pacto secreto con la Naturaleza. Que aquel hormigueo que lo invadía procedía, de alguna manera, de la tierra y aquella mujer era el nexo de unión con ella.
Sus animales se encontraban apáticos y desde que habían llegado a aquel lugar no querían comer, ni levantarse. No le obedecían a pesar del látigo y al día siguiente sería la función. Parecía que de repente fueran conscientes de su propia existencia. Los necesitaba y no podía permitirlo.
Ella los observó, incluso los tocó, sin agresividad alguna por parte de ellos. Después lo miró con severidad.
—El espíritu los ha abandonado. Se han dado cuenta de que están muertos en vida.
—¿Cómo es posible?, son animales.
Ella le sonrió, contenta de que no pudieran actuar.
—Pues por eso. Este sitio es especial, ya se lo dije. Venga conmigo— le cogió la mano, grande y caliente, que abrazó la suya como si siempre hubieran estado así.
El piano volvió a sonar y un pensamiento a rondarle: ¿se puede cambiar al diablo?
Y lo llevó al valle del norte, dónde le enseñó los pastos en los que tenían a sus animales. Vacas, toros, cabras, cerdos y gallinas, todos convivían en su propio espacio, entrando y saliendo del establo como seres libres. Ella se acercó al astado que descansaba en el pajar y le acarició el hocico. Los demás animales empezaron a cercarlos porque también querían los mimos a los que tanto los habían acostumbrado. Isabel comenzó a cantarles una canción dulce y melódica. Nunca había visto nada igual. Él, gitano de rango, heredero de una estirpe de domadores, que siempre se había creído en contacto con los animales, en realidad no lo estaba. Y Rafael fue un animal más esa noche, acurrucándose junto a Isabel, tendidos ambos en el granero, sobre una manta vieja y sintiendo el calor de tanto ser alrededor. Ella también sintió su rendición e hicieron el amor con ternura. A la mañana siguiente, cuando despertó, él ya se había ido. No le dolió en absoluto porque sabía que ya no sería el mismo. Algo había conseguido transformar en él, ella poseía esa magia.
Cuando llegó a casa, su padre no estaba y se extrañó. Se cambió de ropa y fue a la casa consistorial dónde todos estaban reunidos, incluido Rafael y su grupo.
—Anda hija, entra—don Fernando le hizo señales con la mano y ella se abrió paso entre la gente abarrotada en aquel lugar tan pequeño.
—Han venido a vernos porque no harán la función. Dicen que tenías razón y que tienes que ayudarles, quieren acabar con esto, sus animales ya no sirven.
Pero Isabel sí sabía qué hacer. Les habló de las tierras que estaban a dos kilómetros del pueblo. Una finca que no habían conseguido cultivar.
—Están llenas de campo abierto y vallado, podéis soltar allí a los animales y dejar que se recuperen.
Don Fernando la miró con severidad.
—Pero hija, así ellos no ganan y nosotros tampoco.
Alterio, que había permanecido callado durante los acontecimientos, algo normal en él, tuvo una gran idea.
—¿Por qué no hacen una especie de reserva?
Todos lo miraron y el silencio se hizo en la sala. Él quiso volver atrás y tragarse sus palabras, pero no pudo.
—Sí, como esos de la tele, donde la gente paga por entrar. Así ganamos todos y los animales también—su voz era apenas perceptible.
Los gitanos se miraron entre sí y sonrieron.
—Nunca se nos hubiera ocurrido. ¿Nos ayudarán?
Todos aplaudieron y celebraron el acuerdo. Así, un mes más tarde, después de un arduo trabajo diseñando espacios para cada animal y añadiendo alguno más para los de granja, celebraron la apertura con ilusión. La gente del campamento compró algunas casas del pueblo, ya que se asentarían allí. Acudieron personas, incluso de ciudades a cientos de kilómetros, que habían conocido la historia por los pocos periódicos que se habían hecho eco del acontecimiento. Los animales habían vuelto a ser felices y eso es lo que transmitían a los visitantes.
Rafael abordó a Isabel por la noche, cuando todo hubo terminado y los animales descansaban. La beso con ternura.
—¿Y ahora qué?—le preguntó ella.
—Ahora nosotros—y la volvió a besar.
—¿Juntos, los dos?¿y tu gente, qué dirá?
Él sonrió y la abrazó aún más fuerte.
—¿Qué gente?¿tú haces distinciones?
—Yo creía, no sé…—pero no la dejó terminar porque sus bocas sellaron el compromiso.
Y se alejaron cogidos de la mano, hacía el bosque que los había unido, mientras él le relataba antiguas historias de amor.
                                                                               
FIN