jueves, 3 de abril de 2014

HISTORIA DE CUATRO MUJERES



 
INVIERNO 3ªPARTE

Son las ocho de la tarde y Mercedes está agotada. Hoy no ha ido al bufete pero no ha parado desde que María la llamó. Ha tenido que coordinarse con la asistenta social, para que Marian y Carlos lo tuvieran todo perfecto. Una niña en adopción necesitaba de papeleo, por suerte ellos ya lo tenían todo, sin embargo la última vez no pasaron la idoneidad por motivos económicos. Marion se quedó en paro tras su operación, pero con el sueldo de Carlos tenían suficiente por ahora y nadie mejor que ellos para darle tanto amor a una niña como Fátima.

En España las adopciones son exigentes y difíciles. Por suerte, en la India no tanto y a las ocho de la tarde ya estaba todo solucionado.

Había llamado a su exmarido para que se hiciera cargo de los niños y hoy dormirían con él. Cuando se sentó en su sofá favorito y se sirvió una copa para celebrarlo, pensó que no lo haría sola. Debía llamar a sus amigas, las que habían estado a su lado en todo momento.

-Marion ¿ que te parece si nos reunimos en el centro para celebrarlo?

Se descalza mientras da un sorbo al vino.

-No sé, es que quiero celebrarlo con Carlos. ¿No te enfadas, verdad?

-No, no mujer. Es lo lógico. Es que a veces soy un poco egoísta. No te preocupes, mañana nos vemos.

Marion parece alegre por la respuesta. En cierto sentido, le tiene respeto. Sabe que su personalidad es fuerte y, a veces, contradictoria. No quiere enfadarla.

-Sí, eso es. Mañana te llamo sin falta y tomamos algo.

Mercedes cuelga y se toma el resto de la copa. Se huele la camiseta que lleva puesta desde la mañana, es un olor extraño, diferente. Desde que tiene los síntomas de la premenopausia su cuerpo está cambiando. Suda por lugares dónde no sabía que se pudiera sudar. Se lava tres veces al día, se echa dos clases diferente de desodorante, pero aún así, sigue emanando vapores que la encienden como una antorcha.

Ve la caja de soja en la mesa y no duda en tomarse dos cápsulas. Le dijeron que le harían efecto en unos tres meses. Pero ella no puede esperar tanto tiempo para volver a la normalidad. Cada vez que va a la oficina tiene que llevar una pequeña mochila con recambios de todo, de blusas, medias, incluso de bragas.

-Si es que parezco un bebé-piensa en voz alta.

Y la excusa perfecta para sus compañeros, es que es asidua del gimnasio. Claro está, que notarán que no está adelgazando nada, para estar todos los días bailando al ritmo de zumba.

-No me queda más remedio-piensa mientras se dirige a la ducha, desperdigando su ropa por el camino.

Se lava con frenesí, el cabello también. Cuando se mira al espejo, desnuda, su blanca piel está colorada de tanto frotarse.

Se coloca unos vaqueros grandes y una sudadera. El cabello mojado peinado hacia atrás. Limpia de cualquier accesorio. Tan diferente a como viste habitualmente, en traje y su cara pintada a la perfección. Tres meses de curso para aprender a maquillarse, de algo le habían servido. Ahora no lo necesitaba. Sólo quería hablar con su amiga, ya era hora de hacer las paces.

Cuando ya ha salido, con el coche en marcha, pone el manos libres, no quiere perder más puntos del carnet.

-¿Diga?-la voz de Macarena sonaba cansada.

-Maca-así es como había decidido llamarla-¿quieres que tomemos algo?

-No puedo, ¡no te puedes imaginar el día que llevo!.

-Sólo será un rato, tengo que comentarte algo muy importante, de María.

Ya no quería dar la vuelta, tenía ganas de sincerarse.

-De verdad, Mercedes. Quiero hablar contigo pero tiene que ser mañana, hoy estoy en el hospital y no he parado siquiera a tomar algo.

-Pues descansa un poco. Voy, tomamos un café rápido y hablamos. Por favor- suplicó- algo extraño en ella.

-Está bien. Pero no tardes, estoy de guardia y no puedo perder mucho tiempo.

Mercedes no cabe en sí de alegría, así que pone un CD de Madonna, Holiday. Piensa que está feliz, a pesar de que a veces se sienta sola. Tiene tres niños estupendos, un exmarido que, aunque odia, es buen padre y puede contar con él. También un buen trabajo y un sueldo del que no se puede quejar,- ¿qué más quieres?-le dice siempre su hermana.
 

Pero por la noche llora, cuando los niños duermen. Nadie puede saber que ella, la gran abogada, dura, inflexible, aparentemente despreocupada, siente una soledad tan grande que, en ocasiones, le pesa tanto como una losa, dejándole huellas que cree imposibles de eliminar.

El tráfico parece haberse reducido drásticamente desde que comenzó la crisis. Sin embargo, el transporte público estaría repleto.

-Tomaré la nacional IV, así llegaré más rápido.

Se había acostumbrado a hablar en voz alta. No estaba loca, pero necesitaba escuchar su voz como si dialogara con alguien imaginario. Manías que olvidaría cuando encontrara a alguien con quien compartir su vida.

Desde que se había separado, hacía unos meses, todo había cambiado. Al principio se sintió liberada. Después tranquila y, por último, extraña. Extraña porque había pasado la mitad de su vida viviendo en pareja y quería una. Se había impuesto la necesidad de tener a alguien a su lado.

Sus amigas se encontraban completas. Marion casada con un buen hombre; Maca, va de flor en flor, picando aquí y allá. Mercedes sonríe al pensar en ella.

-¡Esa chica!. Yo tendré problemas pero ella aún más.

A su exclamación no responde nadie pero ella ya lo sabe. Sigue toqueteando el volante al ritmo de la música. La pone al máximo, no quiere escuchar sus pensamientos. En un semáforo, dos jóvenes que van en el coche de al lado, le hacen un “calvo”. Ella responde a su provocación con una “peineta”.

-¡Niñatos de mierda!-les grita.

El teléfono suena casi al mismo tiempo que sus palabras se pierden en el vacío del coche cerrado. Ni siquiera cree que la hayan oído, pero su expresión lo ha dicho todo.

-¿Quién demonios es ahora?

Le responde la voz sarcástica de su ex.

-Bueno, pues si quieres cuelgo.

Mercedes se detiene a un lado del arcén.

-No, no te preocupes. Es que he tenido…bueno, no importa. ¿Están los niños bien?.

-Por eso te llamaba. Es Fernando, de nuevo con la alergia. Creo que debemos llevarlo al hospital. Le he dado los aerosoles, pero no mejora como debiera.

-¿Quieres que lo lleve yo?

-Sí, así me quedo yo con los mayores.

Ella resopló y se echó el cabello hacia atrás, sujetándolo con una gomilla. Se había secado y ahora le era imposible domarlo. Los rizos le caían por doquier sin orden alguno.

-Está bien. No tardaré. Haz los ejercicios de respiración con él mientras llego.

Dio la vuelta en la rotonda y se dirigió por la M30 a la casa de su marido. En las afueras y compartida con su hermano, había sido un chollo.

Llegó en quince minutos. El pequeño emitía pequeños silbidos, señal de que estaba peor de lo que pensaba.

Lo sentó a su lado. Sabía que no debía ir ahí, pero quería tenerlo vigilado mientras llegaban al hospital.

-Mamá, no me encuentro bien-su voz es apenas perceptible.

-No te preocupes-Mercedes lo acaricia con una mano mientras intenta no perder la vista de la carretera.

Fernando aspira y expira cada vez con más fuerza, como si los bronquios ya no dejaran paso al aire.

-Mi niño, por favor, aguanta.

Y corre, incluso saltándose los límites de velocidad.

Tenían que cambiarle la medicación. No le funcionaba desde hacía dos meses y los ataques eran cada vez más frecuentes. Pensaba en ello por el camino, mientras adelantaba a derecha e izquierda y su pequeño comenzaba a palidecer.

Por fin llegó al hospital. No era en el que trabajaba Marion, pero sí el primero que vio y su hijo no podía esperar.

Los médicos de urgencias lo atendieron con cierto desdén, como si no tuviera importancia.

-Por favor, póngale oxígeno. Mi hijo lo necesita.

La miraron con cierta expresión de “no te metas en nuestro trabajo” y la hicieron esperar en recepción.

Decide entonces llamar a Maca y contarle que no podría ir a tomar ese café. Lo único que obtuvo de ella fue un:

-Sí, sí.

Después colgó.

Pero Mercedes no estaba para tonterías. Su hijo estaba pasándolo mal y no sabía que le ocurría. Pasaron dos horas. Reclamó en Información y se tomó dos zumos y un café. Los nervios le hacían palpitar y el teléfono no dejaba de sonar. Su marido, también nervioso, no entendía como todavía no le habían dicho nada.

Por fin salió un enfermera. Se dirigió a ella con una seriedad que no presagiaba nada bueno.

-¿Mercedes Espinosa?

Ella se levantó dejando caer el zumo, las manos le temblaban.

-Sí, soy yo.

-Acompáñeme, el doctor quiere hablar con usted.

Nada de pase a la sala, su hijo ya está bien, le hemos dado tal o cual medicación. Nada de eso, no era buena señal. La siguió por un largo pasillo, dejaron las habitaciones de urgencias a un lado y pasaron a la parte principal del hospital. Otro largo pasillo, igual de impersonal. Mercedes creía que iba a estallar de un momento a otro. Por fin llegaron a una habitación, ni siquiera se fijó en el número. Su hijo estaba tendido y durmiendo. Tenía puesta una mascarilla de oxígeno y un gotero. Dos doctores la esperaban, ninguno de ellos era el que la atendió en urgencias. Le dieron la mano.

Observó que llevaban papeles en un portafolios bastante abultado y tuvo un mal presentimiento.

-Tenemos que hablar con usted-le dijo uno de ellos, el más alto y mayor.

Ella asintió.

-¿Qué le pasa, es el asma?

El otro más joven se adelantó.

-Soy el doctor Mendoza. Su hijo está ahora estable, pero queremos su autorización para hacerle unas pruebas.

-¿Unas pruebas?¿de qué se trata?

-Le hemos hecho una radiografía del tórax y hemos detectado unas arterias pulmonares centrales con disminución de vascularización periférica. Además, el nivel de oxígeno es muy bajo.

-¿Qué?-no sabía de lo que hablaban.

El más mayor, del que ya no recordaba el nombre, interrumpió.

-Creemos que puede tener hipertensión pulmonar, pero por ahora no nos queremos precipitar. Tenemos que hacerle más pruebas. Un ecocardiograma y un cateterismo.

Mercedes sigue de pie, delante de ellos, sin dar crédito a lo que oye.

-¿Qué es hipertensión pulmonar?

Aunque ha oído hablar de ella, no conoce el alcance de su gravedad.

-No se preocupe por ahora, hasta que le vayamos informando de los resultados. Pero es una enfermedad bastante grave. Aunque no tiene cura, se ha avanzado mucho en tratamientos paliativos. Tiene que quedarse ingresado hasta que finalicemos todas las pruebas y lo estabilicemos.

Mercedes se sienta en el sillón, al lado de su hijo, que duerme tranquilamente. Le coge la mano y asiente a todo lo que le dicen. Llega una enfermera que le hace firmar documentación que ni siquiera mira. Después cierra la puerta y queda sumida en un profundo silencio. El teléfono le suena sin parar, su exmarido debe estar de los nervios, pero aún no puede hablar.

Va al baño y abre el grifo, no quiere que la oigan. Entonces llora, mientras se muerde el antebrazo, presa del mayor pánico que jamás ha sentido. El sudor que emana de ella ya no es caliente sino frío, como la nieve, como su alma en ese momento.

No puede más y grita, de dolor, angustia, desesperación. Un celador le abre la puerta.

-¿Se encuentra bien?, su hijo está durmiendo y no debe despertarlo. Si quiere, llamo a la enfermera y le dará algo que la tranquilice.

Ella no quiere escuchar, sólo puede oír los latidos de su corazón y el dolor que le aprisiona el pecho.

El hombre la agarra por las axilas y la dirige al sillón, al lado de Fernando. Le une su mano a la de él.

-Ahora debe estar con él, la necesita.

Le da una hermosa sonrisa. Ella intenta sonreir también, pero sólo le sale una mueca forzada.

Sólo una hora, es lo que necesita para tranquilizarse e intentar controlarse. No quiere llamar como una histérica a su ex, ni preocupar a sus hijos. Pero no tiene más remedio que decir la verdad. Su marido la escucha atentamente y, antes de que haya podido terminar, le cuelga y unos minutos más tarde, entra despavorido en la habitación.

Mercedes se abraza a él, por mucho tiempo había necesitado ese abrazo, aunque por distintos motivos. Ambos lloran desconsolados, Alfredo y Martín miran sin entender.

-Será mejor que los lleve a la cafetería y se lo explique.

-Si, si. Es mejor así.

Alfredo, el mayor, de unos quince años, la mira con los ojos muy abiertos. Tiene el cabello negro y rebelde como ella. También ha heredado su piel blanca y unos ojos verdes oliva.

-Mamá, por favor. Dime que ocurre.

Lo besa en la frente y siente el calor de su piel en sus manos, que lo abrazan como si se lo fueran a arrebatar también.

-Ve con tu padre. Ir con él-acerca también al pequeño, que ya ha comenzado a llorar- os lo explicará todo.

De nuevo queda sola en aquella sala, con su pequeño Fernando durmiendo. Le coge la mano y se tiende a su lado. Su cuerpo es demasiado pequeño para una cama tan grande.

-Necesitas a mamá, cariño. No te dejaré, estoy aquí.

Y duerme, teniendo un sueño extraño que recordará durante mucho tiempo. En él está en un sitio oscuro, tan negro como una noche cerrada. Una luz alumbra un pequeño camino. En él hay piedras, grandes y pequeñas, que ella parece no pisar. Su cuerpo flota en una especie de ingravidez. A lo lejos, mientras avanza, distingue un hombre. Lo sabe porque tiene una barba blanca y espesa. Es delgado y moreno. Puede ver que sonríe esperando su llegada. Sostiene una vieja rama de madera seca. Su cuerpo se detiene cuando llega a su lado. Observa que le falta algún diente pero, aún así, su mirada es brillante y jovial.

-Ya estás aquí-le dice sin apenas mover los labios.

-Sí, ya estoy aquí. ¿Quién eres?

El anciano calla.

-Esto no es normal, no puede ser un sueño, estoy lúcida-intenta tocarse pero no puede ver su cuerpo. Todo es aire y espacio a su alrededor.

-Los ángeles te llaman.

Ella lo mira asombrada, como se desvanece y la luz se disipa, dejándola sumida en un espacio oscuro y oprimente.

-Mamá, mamá.

El pequeño Fernando se ha despertado e intenta tocar a Mercedes, que le cuesta abrir los ojos a la realidad.

-Cariño, ¿cómo estás?-se incorpora e intenta bajarse de la cama, casi cae al suelo del esfuerzo, siente que su cuerpo ha estado de verdad, en ese extraño sueño.

-Tengo hambre mamá.

-Sí, cariño. No te preocupes, le pediré a papá que te compre un sándwich, el que más te gusta, de atún.

El niño sonríe a través de la máscara. Es pequeño pero está acostumbrado a ellas y sabe que no debe quitársela. Mercedes también sonríe y hace chistes. Su corazón le duele pero el amor por su hijo puede más.

-Haz el payaso.

Mercedes saca el pintalabios y se dibuja dos grandes coloretes en la mejilla y unos labios grandes y carnosos. Ríen, como si estuvieran en una fiesta de cumpleaños, mientras el gotero sigue avanzando. Tres bolsas que derraman sus líquidos en el cuerpo de su niño, tan débil y tan fuerte.

Cuando llega su marido, no puede más y sale de la habitación. Se ha olvidado de toda la realidad que la rodea, de María, de todas sus amigas. Ahora, en su mente, sólo tiene presente aquella habitación de hospital, su pequeño atado a una enfermedad y la incertidumbre de no saber que les deparará el mañana, si es que lo hay.

-Necesito un cigarrillo, necesito fumar-exclama en voz alta.

Corre por el pasillo hasta la entrada. Ya es de noche pero las estrellan brillan como nunca. Saca el paquete de emergencia que siempre lleva guardado y se recrea mientras da la primera calada.

No quiere estar al lado de los demás, que fuman alegremente celebrando, quizás, alguna buena noticia. Prefiere estar sola. Le revuelve el estómago saber que hay personas que no enferman, que se curan y son felices. Sabe que es egoísta, pero no le importa.

Encuentra un lugar apartado al doblar la esquina. Solitario y oscuro, como su alma en ese momento. Allí vuelve a llorar, con una mano en el pecho y mientras exhala humo con vergüenza.

-¿Por qué?-grita-¿por qué él?

Toda su cara y manos están rojas a causa de la pintura. Su cuerpo es un desastre y su mente también; ¿a quien quería engañar?. No ha sabido gestionar su vida desde que se divorció. La fuerte y decidida, la fría y segura de sí misma. Era el revestimiento de un ser hecho pedazos y recompuesto sin orden alguno.

-Soy como un jarrón de Picasso-y piensa en esos cuadros abstractos que tanto le atrajeron de joven.

No se percata de que alguien fuma a su lado, hasta que ve la luz de cigarrillo.

-¿Quién hay ahí?

Un hombre sale de la oscuridad, es el celador que antes la atendió.

-No se asuste, soy yo, ¿me recuerda?

Ella asiente pero su mirada está perdida.

-Hace una bonita noche ¿verdad?

Lo mira ofendida, su pequeño está muy enfermo y este hombre se atreve a hablarle de belleza.

-Pues no me importa y prefiero estar sola.

Ha dejado de llorar porque su ira puede más. Si su hijo estaba enfermo, nadie podía hablarle de felicidad. No quería saber que existían personas despreocupadas y ajenas al sufrimiento.

-Me llamo Manuel, Manu, para los amigos-y le tiende la mano. Es grande, como él.

Mercedes lo mira con recelo, quizás aquel hombre no había entendido sus intenciones, pero sus ojos lo decían todo. Brillaban de furia y desgarro contenido que él parecía no ver.

Echa su pesado cuerpo en la pared, a su lado. Ella opta por ignorarlo y mira el cigarrillo, que se ha consumido en su mano.

-¿Sabe lo que dice mi madre en días como éste?

Ella lo mira con el rabillo del ojo. Manuel sonríe con su dientes blancos y perfectos. ¿Qué edad podría tener?, quizás treinta o treinta cinco, pero parecía tener veinte.

-No me importa su madre-le responde con desagrado. Deja caer la colilla y se aleja, pero antes de doblar la esquina puede oír la respuesta.

-Los ángeles te llaman.

Ella frena en seco y se vuelve. No puede apenas distinguir la silueta pero sabe que está ahí, mirándola.

-¿Qué dice?

Él se acerca, con su bata azul, sus grandes manos y su espléndida sonrisa.

-Cuando las estrella brillan de esta manera, es la llamada de los ángeles que nos piden favores. Es lo que me decía mi madre.

Después pasa de largo y se esfuma entre los familiares que celebran el acontecimiento en la entrada, mientras ella recuerda el sueño que ha tenido y se pregunta si tendrá algún significado.

No era nada espiritual. Materialista y pragmática. No soñaba ni tenía pajaritos en su cabeza.

-Muy bien amueblada la tienes-le había dicho siempre su ex.

Esa noche estuvieron todos juntos en la habitación. Contaron chistes y rieron. Las enfermeras lo permitieron por la gravedad del tema, pero varias veces les llamaron la atención.

Cuando el sol comenzó a invadir la habitación, observó como su familia dormía. Algunos en el sillón y otros en el suelo. El pequeño Fernando la miró y sonrió, con tal sinceridad que ella se arrepintió de todo lo dicho y sentido el día anterior. Y pensó, que a lo mejor los ángeles sí existían y le estaban mandado un mensaje.

Y se aferró a ese pensamiento como un náufrago lo hace a un salvavidas.

 
 

 

 

 

 

 

 

 
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